CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 22 diciembre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos amplios pasajes del discurso que dirigió Benedicto XVI este jueves, en la Sala Clementina, a los cardenales, arzobispos, obispos y miembros de la Curia Romana, en el tradicional intercambio de felicitaciones navideñas.
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Últimos días y fallecimiento de Juan Pablo II
Volvamos con el pensamiento a las vicisitudes del año que llega a su ocaso. A nuestras espaldas quedan los grandes acontecimientos que han marcado profundamente la vida de la Iglesia. Pienso, ante todo, en el fallecimiento de nuestro querido Santo Padre Juan Pablo II, precedido por un largo camino de sufrimiento y de paulatina pérdida de la palabra. Ningún Papa nos ha dejado una cantidad de textos como la que él nos ha dejado; precedentemente, ningún Papa ha podido visitar, como él, todo el mundo y hablar directamente a los hombres de todos los continentes. Pero al final, le tocó un camino de sufrimiento y de silencio. Para nosotros son inolvidables las imágenes del Domingo de Ramos, cuando, con el ramo de olivo en la mano y marcado por el dolor, se asomaba a la ventana y nos daba la bendición del Señor que se disponía a encaminarse hacia la Cruz. Después está la imagen de cuando, en su capilla privada, teniendo en la mano el crucifijo, participaba en el Vía Crucis del Coliseo, donde tantas veces había guiado la procesión, llevando él mismo la Cruz. Por último, queda la bendición muda del Domingo de Pascua, en la que, a través de todo el dolor, veíamos resplandecer la promesa de la resurrección, de la vida eterna. El Santo Padre, con sus palabras y obras, nos ha dado grandes cosas; pero no es menos importante la lección que nos ha dado desde la cátedra del sufrimiento y del silencio. En su último libro «Memoria e Identidad» («La esfera de los libros», 2005), nos dejó una interpretación del sufrimiento que no es una teoría teológica o filosófica, sino un fruto madurado a través de su camino personal de sufrimiento, recorrido por él con el apoyo de la fe en el Señor crucificado. Esta interpretación, que él había elaborado de la fe y que daba sentido a su sufrimiento, vivido en comunión con el del Señor, hablaba a través de su dolor mudo, transformándolo en un gran mensaje. Tanto al inicio, como al final del libro mencionado, el Papa reconoce que se siente profundamente impresionado por el espectáculo del poder del mal que, en el siglo que acaba de concluir, hemos experimentado de manera dramática. Dice textualmente: «no fue un mal en edición reducida… Fue el mal en proporciones gigantescas, un mal que ha usado las estructuras estatales mismas para llevar a cabo su funesto cometido, un mal erigido en sistema» (Epílogo). ¿Es quizá invencible el mal? ¿Es la potencia última, auténtica, de la historia? A causa de la experiencia del mal, la cuestión de la redención, para el Papa Wojtyla, se había convertido en esencial y en una pregunta central de su vida y de su pensamiento como cristiano. ¿Hay un límite ante el que la potencia del mal se estrella? Sí, existe, responde el Papa en su libro, al igual que en su encíclica sobre la redención. El poder que pone un límite al mal es la misericordia divina. A la violencia, a la ostentación del mal se le opone en la historia –como «el totalmente otro» de Dios, como la potencia propia de Dios– la divina misericordia. El cordero es más fuerte que el dragón, podríamos decir con el Apocalipsis.
Al final del libro, al echar una mirada retrospectiva al atentado del 13 de mayo de 1981 y basándose también en la experiencia de su camino con Dios y con el mundo, Juan Pablo II profundizó ulteriormente en esta respuesta. El límite del poder del mal, la potencia que, en definitiva, lo vence es –según explica– el sufrimiento de Dios, el sufrimiento del Hijo de Dios en la Cruz: «El sufrimiento de Dios crucificado no es sólo una forma de dolor entre otros… Cristo, padeciendo por todos nosotros, ha dado al sufrimiento un nuevo sentido, lo ha introducido en una nueva dimensión, en otro orden: en el orden del amor… La pasión de Cristo en la cruz ha dado un sentido totalmente nuevo al sufrimiento y lo ha transformado desde dentro… Es el sufrimiento que destruye y consume el mal con el fuego del amor… Todo sufrimiento humano, todo dolor, toda enfermedad, encierra en sí una promesa de liberación… El mal… existe en el mundo también para despertar en nosotros el amor, que es la entrega de sí mismo… de los que se ven afectados por el sufrimiento. Cristo es el Redentor del mundo: «Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron» (Isaías 53, 5)» (Epílogo).
Todo esto no es simplemente teología docta, sino expresión de una fe vivida y madurada en el sufrimiento. Ciertamente nosotros tenemos que hacer todo lo posible para atenuar el sufrimiento e impedir la injusticia que provoca el sufrimiento de los inocentes. Sin embargo, también tenemos que hacer todo lo posible para que los hombres puedan descubrir el sentido del sufrimiento para que de este modo puedan aceptar el propio sufrimiento y unirlo al sufrimiento de Cristo. De esta manera, éste se difunde junto con el amor redentor y se convierte en una fuerza contra el mal en el mundo. La respuesta que tuvo lugar en todo el mundo a la muerte del Papa fue una manifestación estremecedora de reconocimiento por el hecho de que él, en su ministerio, se entregó totalmente a Dios por el mundo; una acción de gracias por el hecho de que él, en un momento lleno de odio y violencia, nos enseñó de nuevo el amor y el sufrimiento al servicio de los demás; nos mostró, por así decir, en vivo, al Redentor, la redención, y nos dio la certeza de que el mal no tiene la última palabra en el mundo […].
Jornada Mundial de la Juventud en Colonia
La Jornada Mundial de la Juventud ha quedado en la memoria de todos los que participaron en ella como un gran don. Más de un millón de jóvenes se reunieron en la ciudad de Colonia, situada a orillas del Rin, y en las ciudades cercanas para escuchar juntos la Palabra de Dios, para rezar juntos para recibir los sacramentos de la Reconciliación y de la eucaristía, para cantar y hacer fiesta juntos, para disfrutar de la existencia y para adorar y recibir al Señor eucarístico durante los grandes encuentros del sábado por la noche y del domingo. Durante todos aquellos días simplemente reinaba la alegría. Prescindiendo de los servicios de orden, la policía no tuvo nada que hacer: el Señor había reunido a su familia, superando visiblemente toda frontera y barrera y, en la gran comunión entre nosotros, nos había hecho experimentar su presencia. El lema escogido para aquellas jornadas –«Hemos venido a adorarle»– contenía dos grandes imágenes que, desde el inicio, favorecieron la actitud adecuada […]
Antes de cualquier actividad y de todo cambio del mundo, tiene que darse la adoración. Es la única que nos hacer verdaderamente libres; es la única que nos da criterios para nuestro actuar. Precisamente en un mundo en el que progresivamente desfallecen los criterios de orientación y se da la gran amenaza de que cada quien haga de sí mismo el propio criterio, es fundamental subrayar la adoración. Todos los que estuvieron presentes no podrán olvidar el intenso silencio de aquel millón de jóvenes, un silencio que nos unía y alentaba a todos, cuando el Señor en el Sacramento era colocado sobre el altar. Conservemos en el corazón las imágenes de Colonia […].
Sínodo de los obispos sobre la Eucaristía
La palabra «adoración» nos lleva a recordar el segundo gran acontecimiento del que querría hablar: el Sínodo de los obispos y el Año de la Eucaristía. El Papa Juan Pablo II, con al encíclica «Ecclesia de Eucharistia» y con la carta apostólica «Mane nobiscum Domine» ya nos había dado las indicaciones esenciales y al mismo tiempo, con su experiencia personal de fe eucarística, había concretado la enseñanza de la Igl
esia. Además, la Congregación para el Culto Divino, en íntima relación con la Eucaristía, había publicado la instrucción «Redemptionis Sacramentum» como ayuda práctica para la justa realización de la constitución conciliar sobre la liturgia y de la reforma litúrgica. Además de todo esto, ¿era verdaderamente posible decir algo nuevo, desarrollar ulteriormente el conjunto de la doctrina? Esta fue precisamente la gran experiencia del Sínodo, cuando en las contribuciones de los padres, se pudo ver el reflejo de la riqueza de la vida eucarística de la Iglesia de hoy y se manifestó el carácter inagotable de su fe eucarística. Lo que los padres pensaron y expresaron tendrá que presentarse, en estrecha realización con las «Proposiciones» del Sínodo, en un documento post-sinodal. Sólo quisiera subrayar una vez más el punto que hace poco habíamos constatado en el contexto de la Jornada Mundial de la Juventud: la adoración del Señor resucitado, presente en la Eucaristía con su carne y su sangre, en cuerpo y alma, con su divinidad y humanidad. Para mí es conmovedor ver cómo por doquier, en la Iglesia, se está despertando la alegría de la adoración eucarística y cómo se manifiestan sus frutos. En el período de la reforma litúrgica, con frecuencia la misa y la adoración fuera de la primera eran vistas como en contraposición: el Pan eucarístico no se nos habría dado para ser contemplado, sino para ser comido, según una objeción difundida entonces. Pero en la experiencia de oración de la Iglesia ya se ha manifestado la falta de sentido de esta contraposición. Ya había dicho san Agustín: «… nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit;… peccemus non adorando» – «Nadie come esta carne sin antes adorarla… pecaremos si no la adoráramos» (cfr Enarr. in Ps 98,9 CCL XXXIX 1385). De hecho, no es que simplemente recibamos algo en la Eucaristía; es un encuentro y una unificación entre personas. Ahora bien, la persona que nos sale al paso y que quiere unirse con nosotros es el Hijo de Dios. Una unificación así sólo puede realizarse en la adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a quien recibimos. Precisamente de este modo y sólo de este modo nos convertimos en una sola cosa con él. Por ello, el desarrollo de la adoración eucarística, con la forma que asumió en la Edad Media, es la consecuencia más coherente del mismo misterio eucarístico: sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura después también la misión social que está encerrada en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que no separan a los unos de los otros.
Cuadragésimo aniversario el Concilio Vaticano II
El último acontecimiento de este año en el que querría detenerme en esta ocasión es la celebración de la conclusión del Concilio Vaticano hace cuarenta años. Esta celebración suscita la pregunta: ¿Cuál ha sido el resultado del Concilio? ¿Ha sido acogido de manera adecuada? En la recepción del Concilio, ¿qué es lo que ha habido de bueno, y qué es lo que ha sido insuficiente o equivocado? ¿Qué queda por hacer? Nadie puede negar que en amplias partes de la Iglesia, la recepción del Concilio tuvo lugar de manera más bien difícil […]
Todo esto depende de la justa interpretación del Concilio o –como diríamos hoy– de una hermenéutica adecuada, de una clave de lectura adecuada para su aplicación. Los problemas de recepción nacieron por el hecho de que dos hermenéuticas contrarias se confrontaron y han tenido litigios entre sí. Una ha causado confusión, la otra, de manera silenciosa pero cada vez más visible, ha dado frutos. Por una parte, se da una interpretación que quisiera llamar «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura»; con frecuencia ha podido servirse de la simpatía de los medios de comunicación, y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, se da la «hermenéutica de la reforma», de la renovación en la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, permaneciendo siempre el mismo sujeto único del Pueblo de Dios en camino. La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre la Iglesia preconciliar y la Iglesia postconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tal no serían la auténtica expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de compromisos en los cuales, para alcanzar la unanimidad, se tuvo que arrastrar con muchas cosas viejas que hoy son inútiles. Sin embargo, el verdadero espíritu del Concilio no se revelaría en estos compromisos, sino más bien en los impulsos hacia lo nuevo que están sobreentendidos en los mismos: sólo estos representarían el verdadero espíritu del Concilio y partiendo de ellos y en conformidad con ellos habría que seguir adelante. Precisamente porque los textos reflejarían sólo de manera imperfecta el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario ir valientemente más allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque todavía no clara, del Concilio. En una palabra, no habría que seguir los textos del Concilio, sino su espíritu […].
A la hermenéutica de la discontinuidad se le opone la hermenéutica de la reforma, como la presentaron en primer lugar el Papa Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio, el 11 de octubre de 1962, y después el Papa Pablo VI en el discurso de clausura del 7 de diciembre de 1965. Quisiera sólo citar aquí las famosas palabras de Juan XXIII, con las que esta hermenéutica es expresada sin dejar lugar a equívocos, cuando dice que el Concilio «quiere transmitir pura e íntegra la doctrina, sin atenuaciones o tergiversaciones», y sigue diciendo: «nuestro deber no sólo consiste en custodiar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos únicamente de la antigüedad, sino en dedicarnos con voluntad firme y sin temor a la obra que exige nuestra época… Es necesario que esta doctrina cierta e inmutable, que debe ser respetada fielmente, se profundice y presente de manera que corresponda a las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades contenidas en nuestra venerada doctrina, y otra la manera con que son enunciadas, conservando sin embargo el mismo sentido y la misma amplitud» (S. Oec. Conc. Vat. II Constitutiones Decreta Declarationes, 1974, pp. 863-865). Está claro que este compromiso por expresar de forma nueva una verdad determinada exige una reflexión nueva y una nueva relación vital con ella; está claro también que la nueva expresión puede madurar sólo si nace de una comprensión consciente de la verdad expresada. Por otra parte, la reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este sentido, el programa propuesto por Juan XXIII era sumamente exigente, como es exigente la síntesis de fidelidad y dinámica. Pero allí donde esta interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción del Concilio, ha crecido una vida nueva y han madurado nuevos frutos. Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es más grande y está más vivo de cuanto no lo pareciera en la agitación de los años alrededor de 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de que se desarrolle lentamente, sin embargo crece, y crece así también nuestra profunda gratitud por la obra desarrollada por el Concilio.
Pablo VI, en el discurso de la clausura del Concilio, indicó después una motivación específica por la que una hermenéutica de la discontinuidad podría parecer convincente. En la gran la gran discusión sobre el ser humano que caracteriza el tiempo moderno, el Concilio debía dedicarse de forma particular al tema de la antropología. Tenía que interrogarse sobre la relación entre la Iglesia y la fe por una parte, y el ser humano y el mun
do de hoy por otra (ibid., pp. 1066 s.). La cuestión queda más clara todavía si, en lugar del término genérico de «mundo de hoy» escogemos otro todavía más preciso: el Concilio debía determinar de forma nueva la relación entre la Iglesia y la edad moderna. Esta relación había comenzado de manera muy problemática con el proceso a Galileo. Después, se había roto totalmente cuando Kant definió la «religión dentro de la razón pura» y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder ningún espacio a la Iglesia y a la fe. El choque de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con las ciencias naturales que pretendía abrazar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus fronteras, proponiéndose con soberbia hacer superflua la «hipótesis Dios», provocó en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia ásperas y radicales condenas de este espíritu de la edad moderna. Por tanto, parecía que no quedaba ningún ámbito abierto para un entendimiento positivo y fructuoso, y drásticos eran también los rechazos por parte de quienes se sentían los representantes de la edad moderna […].
Se podría decir que se formaron tres círculos de preguntas, que ahora esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de manera nueva la relación entre fe y ciencias modernas; esto no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, pues, en una cierta escuela, el método histórico-crítico reivindicaba la última palabra en la interpretación de la Biblia y, al pretender la exclusividad plena en su comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado.
En segundo lugar, había que definir de manera nueva la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de diferentes religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de manera imparcial y asumiendo simplemente una responsabilidad en una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y en su libertad para ejercer la propia religión.
A esto, en tercer lugar, estaba ligado de manera más general el problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la relación entre fe cristiana y religiones del mundo. En particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, al echar una mirada retrospectiva a una larga y difícil historia, era necesario evaluar y definir de manera nueva la relación entre la Iglesia y la fe de Israel […].
Está claro que en todos estos sectores, que en su conjunto conforman un solo problema, podía surgir alguna forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, se había manifestado una discontinuidad, en la que, sin embargo, teniendo en cuenta las situaciones históricas concretas y sus exigencias, no se abandonaba la continuidad en los principios, un hecho que fácilmente no se percibe a primera vista. En este conjunto de continuidad y discontinuidad a diversos niveles estriba la naturaleza de la verdadera reforma. En este proceso de novedad en la continuidad, debíamos aprender a entender más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia respecto a cosas contingentes –por ejemplo algunas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia–, debían necesariamente ser contingentes porque se referían a una realidad en cambio. Había que aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresaban el aspecto duradero, permaneciendo en la base y dando motivaciones profundas. Por el contrario, no tienen el mismo nivel de permanencia las formas concretas, que dependen de la situación histórica y que por tanto pueden ser sometidas a cambios.
De este modo, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a nuevos contextos pueden cambiar. Por ejemplo, si la libertad de religión es considerada como expresión de la incapacidad del hombre para encontrar la verdad, y por tanto se convierte en canonización del relativismo, entonces de ser una necesidad social e histórica se eleva impropiamente al nivel metafísico y queda privada de su auténtico sentido, con la consecuencia de que no puede ser aceptada por quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y, en virtud de la dignidad interior de la libertad, está ligado a este conocimiento.
Algo completamente diferentes es, por el contrario, considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, una consecuencia intrínseca de la verdad, que no puede ser impuesta desde el exterior, sino que tiene que ser asumida por el hombre sólo a través del proceso del convencimiento. El Concilio Vaticano II, al reconocer y asumir con el decreto sobre la libertad religiosa un principio esencial del Estado moderno, retomó de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Ésta puede tener conciencia de estar de este modo en plena sintonía con la enseñanza del mismo Jesús (cf. Mateo 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos. La Iglesia antigua, con naturalidad, rezaba por los emperadores y responsables políticos, considerando que era su deber (cfr 1 Timoteo 2, 2), pero, al rezar por los emperadores, rehusaba adorarlos, y de esa forma se oponía claramente a la religión de Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en ese Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente por eso murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesión de su propia fe, una profesión que no puede ser impuesta por nadie, sino que sólo puede ser asumida con la gracia de Dios, en la libertad de la conciencia. Una Iglesia misionera, que sabe que tiene que anunciar su mensaje a todos los pueblos, debe comprometerse por la libertad de la fe. Ésta quiere transmitir el don de la verdad que existe para todos y asegura al mismo tiempo a los pueblos y a sus gobiernos que con ello no quiere destruir su identidad y sus culturas, sino que les lleva una respuesta que en el fondo de su intimidad buscan, una respuesta con la que no se pierde la multiplicidad de culturas, sino que por el contrario hace crecer la unidad entre los hombres, así como la paz entre los pueblos.
El Concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y algunos elementos esenciales del pensamiento moderno, analizó e incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta discontinuidad aparente mantuvo e hizo más profunda su naturaleza íntima y su verdadera identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es la misma Iglesia una, santa, católica y apostólica, en camino a través de os tiempos […].
Quien esperaba que con este «sí» fundamental a la edad moderna todas las tensiones se aflojasen y la «apertura al mundo» transformase todo en armonía pura, había dado poca importancia a las tensiones interiores y a las contradicciones de la misma edad moderna; había infravalorado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana que en todos los períodos de la historia y en toda constelación histórica es una amenaza para el camino del hombre. Estos peligros, con las nuevas posibilidades y con el nuevo poder del hombre sobre la materia y sobre sí mismo no han desaparecido, sino que asumen por el contrario nuevas dimensiones […].
El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de manera bastante imprecisa se ha presentado como «apertura al mundo», pertenece en definitiva al problema perenne de la relación entre fe y razón, que se presenta siempre con formas nuevas […]. Por eso, hoy podemos volver nuestros ojos con gratitud al Concilio Vaticano II: si lo leemos y recibimos guiados por una hermenéutica adecuada, puede ser y será cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria
de la Iglesia.
Elección de Benedicto XVI
Por último, ¿tengo que recordar aquel 19 de abril de este año, en el que el Colegio cardenalicio, ante mi pequeño susto, me eligió sucesor del Papa Juan Pablo II, sucesor de san Pedro en la cátedra del obispo de Roma? Una tarea así estaba mucho más allá de todo lo que habría podido imaginar como vocación mía. Por eso, sólo gracias a un acto de confianza en Dios pude pronunciar en la obediencia mi «sí» a esta elección. Al igual que entonces, os pido también hoy a todos vosotros oración, pues cuento con su fuerza y apoyo. Al mismo tiempo deseo dar las gracias de corazón en estos momentos a quienes me han acogido y me siguen acogiendo con tanta confianza, bondad y comprensión, acompañándome día tras día con su oración […].
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]