ROMA, sábado, 1 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos un comentario a la encíclica «Spe salvi» de Benedicto XVI del padre Juan Pablo Ledesma, L.C., decano de la Facultad de Teología del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma.
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Las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad --enseñaba Juan Pablo II-- son la fe y la razón. Tomando una etimología de San Isidoro de Sevilla, podemos describir en un trazo el contenido de esta segunda encíclica de nuestro Papa Benedicto XVI. La esperanza es «el pie» para avanzar, tender a los bienes futuros. Lo contrario es la desesperación. Y desespera aquel a quien le faltan los pies.
A lo largo de toda la encíclica emerge la pregunta siempre nueva y siempre actual: ¿Qué podemos esperar? La imagen del caminar, del «pie», sintetiza y cristaliza la visión integral de la esperanza cristiana que nos ofrece Benedicto XVI, porque esperanza y salvación son inseparables.
Sorprende en primer lugar su intuición teológica para no encerrar la esperanza en las cadenas de una definición conceptual o estática. Al contrario, presenta la esperanza en su dinamicidad, de forma personalizada, comprensible y en diálogo abierto y actual con todos.
Quizás la originalidad más grande de esta encíclica sea el hecho de mostrar una esperanza integral, pues abraza todos los ámbitos. En primer lugar el tiempo, al abarcar el pasado, el presente y el futuro, atisbando la vida eterna. Esperanza que se ejercita en cuatro lugares de aprendizaje: la oración; el actuar, porque toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto; el sufrimiento, y aquí conviene señalar cómo el sufrir forma parte de la existencia humana y constituye su grandeza. Más aún, Dios es solidario y cercano a nuestro dolor. El cristianismo enseña que Dios --la Verdad y el Amor en persona-- participa y se hace solidario, porque ha querido sufrir por nosotros y con nosotros. Citando a San Bernardo, recuerda que: «Si Dios no puede padecer, pero puede compadecer». El último lugar es el Juicio, porque existe la esperanza de la salvación en la resurrección de la carne y lo exige la justicia. La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza en Cristo, nuestro abogado.
La esperanza se desarrolla en dos dimensiones, como los brazos de una cruz: no permanece en uno mismo, sino que se proyecta en los otros, como la salvación o el pecado, que no son individuales. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo.
Destaca esa visión del Papa Benedicto de una estrecha relación e interacción entre las virtudes y la vida. La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Entre líneas el lector puede evocar aquellos pensamientos que el entonces profesor Joseph Ratzinger enseñaba en su «Introducción al cristianismo»: una fe que es esperanza, que se fía de un Dios Padre, que no puede engañarse ni engañarnos.
La esperanza a la que nos invita Benedicto XVI es personal, porque nace del encuentro con una persona, que es Amor, Verdad, Libertad. En una palabra: Dios. Una esperanza revelada y testimoniada por los primeros cristianos.
Es apasionante la relectura de esta encíclica con el prisma de las falsas esperanzas: desde los ideales revolucionarios de los orígenes (Barrabás, Bar-Kochba), la sujeción al fatal destino, los intentos fallidos de la Revolución francesa de instaurar el dominio de la razón y de la libertad, la Europa de la Ilustración, la falsa idea del progreso humano, hasta las consecuencias nefastas de los errores de Marx, olvidando que el hombre es siempre hombre.
Esperanza, por lo tanto, transformante de todos los ámbitos: personal, social, religioso. Esperanza cristiana, evocada en una oración a María, la «Estrella del mar», que brilla sobre nosotros y que nos guía en nuestro camino. Un camino que debe ser recorrido con los pies de la esperanza.