BELÉN, lunes, 17 diciembre 2007 (ZENIT.org).- La vida de los cristianos en la ciudad de la Natividad está entretejida por el hacer discreto y sencillo de muchos «héroes» anónimos, aunque ellos no se consideren tales.
Respondieron con un «sí» a una propuesta para la que cada vez hay menos candidatos: ir a vivir a Belén, cuando todos se van, para enseñar a universitarios palestinos. Un joven matrimonio formado por Sami, palestino pero ciudadano italiano, y Elisabetta, siciliana, aceptaron el reto.
Era diciembre de 2005 cuando Sami recibió en su casa de Roma una llamada telefónica procedente de la Universidad de Belén. Su historia la relatan las religiosas franciscanas isabelinas de Belén en su último boletín.
Palestino de Jenin, Sami vivía en Roma desde hacía catorce años. Estudió Pedagogía e hizo el doctorado en la Universidad Pontificia Salesiana, se especializó en Pedagogía Clínica en Florencia y, cuando le llamaron, trabajaba en la Fundación El Faro, creada en Roma por iniciativa privada para ofrecer formación laboral a jóvenes en dificultad.
Está casado con Elisabetta, siciliana, licenciada en Clásicas y especializada en Paleografía Griega. Tienen dos hijos.
Sami iniciaba una carrera prometedora. Le gusta Italia, tienen allí muchísimos amigos, y gozaba de oportunidades de diálogo e intercambio, pero la llamada telefónica puso en cuestión sus «planes italianos».
Mientras Sami relata su experiencia, sus niños gritan llenos de vida en dos lenguas, árabe e italiano.
Sami cuenta que se tomó su tiempo para reflexionar y orar sobre la propuesta y decidió volver a Palestina porque quiere hacer algo por su pueblo. Muchos se lo desaconsejaban: «¡Estás loco, volver a Palestina cuando muchos se van de allí!», pero los padres de Elisabetta, hija única, apoyaban su decisión.
Sami lleva ya un año enseñando Pedagogía a los jóvenes palestinos en la Universidad de Belén. Vive su profesión de educador como «encuentro» con los jóvenes de su pueblo «que sufre y lucha por la libertad», poniendo en la base de todo la formación de la persona.
Su sueño, que querría continuara aquí en Palestina, como antes en Roma, cuando podía discutir libremente con amigos judíos, es caminar con ellos. Recuerda el abrazo de un rabino, tras una reunión en Florencia: «¡Ojalá todos los palestinos fueran como tú!».
Y relata, con una sonrisa, lo que le sucedió al acabar una reunión en Roma: todos los participantes se habían ido, quedaba sólo un rabino, que no sabía dónde ir. Sami, buen conocedor de la ciudad, se ofreció para dar un paseo con él. «No tienes alternativas –le dijo Sami–, o te dejas acompañar por mí o te quedarás aquí solo». Y por la calle no dejaron de discutir…
«Qué bonito sería que nos pudiéramos perder así por las calles de Jerusalén o Tel Aviv… –comenta con nostalgia–, y luego empezar a hablar, a discutir… Aquí, en cambio, el muro de separación hace imposibles los intercambios… ¡Ciertas cosas son necesarias pero no indispensables! Durante un año pudimos prescindir del coche. Para nosotros, cada cosa tiene un sentido, y el hecho de esperar antes de poseer algo, nos ha permitido gastar la mitad de lo que pensábamos. También estas pequeñas cosas son ‘Providencia’. Si estamos llenos de amor, no nos falta nada, aunque no existen ciertas comodidades».
Pero una cosa sí les falta a Sami y a Elisabetta: la posibilidad de confrontación con la realidad, la posibilidad de diálogo, de apertura al otro a la que estaban acostumbrados en Italia.
Antes de despedirse, a la pregunta de si espera algo tras la cumbre para el impulso de la paz entre palestinos e israelíes que se celebró en Annapolis (Estados Unidos) en noviembre, Sami responde: «Sí, espero libertad y paz. Me da tristeza ver los asentamientos judíos cerrados con alambradas. En este momento, los desafíos no faltan. Y seguimos adelante…»
Por Nieves San Martín