ROMA, jueves, 10 abril 2008 (ZENIT.org).- Cuando un católico va a votar debe tener en cuenta que hay «principios no negociables», afirma el director del Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân sobre Doctrina Social de la Iglesia, Stefano Fontana, en un comunicado enviado a Zenit.
Entre estos principios no negociables se encuentran la vida, familia, libertad de educación y libertad religiosa.
El Observatorio colabora con conferencias episcopales y organismos eclesiales para promover la Doctrina Social, compartiendo los objetivos y orientaciones del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz.
Fontana se pregunta si los católicos empeñados en política, como candidatos o como electores, no están dispuestos a hacer componendas ante estos «principios no negociables»
Según Fontana, estos principios «expresan valores de razón y de fe fundamentales para construir una sociedad respetuosa de la dignidad de la persona humana» por lo que «no pueden ser objeto de negociación».
Pero en cada periodo electoral estos principios son cuestionados, pues según algunos «la política es el arte de lo posible».
¿Cómo responder a esto?, se pregunta Fontana. Y responde que hay algunas cuestiones que «no dejan espacio a la componenda». «El derecho a la vida, a ser concebido y no producido, a nacer en una familia, son derechos no disponibles y no se comprende en estos casos en qué puede consistir la componenda».
Luego se pregunta qué significan los «valores de los otros». «Los ‘valores' que no respetan los principios fundamentales de la ley moral natural no son valores», afirma.
Respecto a la afirmación de que si en política todos afirmaran valores absolutos nadie estaría dispuesto a la negociación y se daría un enfrentamiento, Fontana responde que «no es verdad que haciendo referencia a valores absolutos se dé necesariamente un enfrentamiento».
En primer lugar porque muchas cuestiones no son absolutas. Y en segundo, «porque atenerse a los valores absolutos no significa querer imponerlos a la fuerza».
Por el contrario, «precisamente el valor absoluto de la dignidad de la persona garantiza un diálogo pacífico y respetuoso».
De hecho, considera que es exactamente al revés: «El enfrentamiento nace de la renuncia a los valores absolutos por lo que todo se hace posible, incluso la violencia».
Muchos distinguen entre comportamiento personal y comportamiento público, en el que se debe encontrar una componenda. A esto Fontana responde que «la distinción entre convicciones personales y su expresión pública» no vale para todo. «Cuando se trata de acciones que hieren profundamente la dignidad de la persona humana no se puede distinguir entre convicción personal y actuar político», porque las verdades fundamentales de la persona no dependen de uno.
A la pregunta de si quien desempeña un papel institucional debe renunciar a la propia conciencia, Fontana responde que «los papeles institucionales desempeñados no pueden ser una excusa para acallar nuestra conciencia».
Se pregunta si no por qué Juan Pablo II habría propuesto a Tomás Moro como patrono de los políticos. «La objeción de conciencia tiene (y tendrá cada vez más) un gran significado político y, en ciertos casos, la objeción de conciencia exige incluso la dimisión del cargo».
Si la objeción de conciencia comportara un éxodo de la política, hay quien afirma que los católicos dejarían el campo a los demás y no tendrían la oportunidad de hacer el bien o reducir los daños.
A esta afirmación Fontana responde que «no es lícito hacer el bien a través del mal y las acciones absolutamente malas no se deben realizar nunca».
Hay quien afirma que hacer pasar las propias convicciones religiosas dentro de las leyes y las instituciones significa ser integristas.
Fontana responde que «los principios no son negociables», «son preceptos de la ley moral natural, preceptos de la razón, ulteriormente reforzados, si se quiere por la fe. No es por tanto integrismo luchar pacíficamente por su salvaguardia».
Según Fontana, si fuera verdad la tesis de la imposibilidad de aplicar en política los «principios no negociables», entonces «tendrían lugar dos consecuencias absurdas para el católico».
La primera sería que «el Magisterio se equivocaría o sería consciente de dar sólo indicaciones ideales abstractas, dejando luego a la conciencia individual de los laicos la tarea de la componenda».
Pero, añade, que esto no es posible porque el Magisterio no ha mantenido nunca que se pueda hacer lo que es intrínsecamente equivocado.
La segunda es que el papel de los laicos en política se vería disminuido. «Serían cristianos destinados por vocación a la componenda, mientras que los laicos ‘deben ordenar a Dios las cosas temporales'. Tal visión debilitada del laicado contrastaría con la teología católica del laicado».
En conclusión, afirma Fontana, «corresponde a los laicos empeñados en política trabajar para permitir la aplicación política de los principios no negociables, liberándose del destino a la componenda».
Si no existieran «principios no negociables», añade, «no es posible el bien común porque nada impediría la discriminación del hombre sobre el hombre».
«El bien común no es el menor mal común. Quien pretende imponer una democracia de la componenda a la baja, sosteniendo que todo valor absoluto sería de por sí violento, aplica el mismo terrorismo integrista que querría combatir», subraya Fontana.
Por ello, indica, «urgen nuevos laicos y nuevos católicos, capaces de dialogar no para limitarse sino para enriquecer, no para adaptarse a lo existente sino para proponer metas ambiciosas, para encontrarse sobre la vida, la familia, la libertad de educación, la libertad religiosa y por una vida plenamente humana».
Por Nieves San Martín