WASHINGTON, jueves, 17 abril 2008 (ZENIT.org).- Publicamos las respuestas de Benedicto XVI a las preguntas de obispos estadounidenses concedidas al final del encuentro que mantuvo con ellos en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción de Washington, en la tarde de este miércoles.
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1. Se pide al Santo Padre que ofrezca su valoración sobre el reto del secularismo creciente en la vida pública y sobre el relativismo en la vida intelectual, así como sus sugerencias para afrontar dichos desafíos desde el punto de vista pastoral, para poder llevar a cabo más eficazmente la evangelización.
He tratado brevemente este tema en mi discurso. Me parece significativo el hecho de que en América, a diferencia de muchas partes en Europa, la mentalidad secular no se oponga intrínsecamente a la religión. Dentro del contexto de la separación entre Iglesia y Estado, la sociedad americana está siempre marcada por un respeto fundamental de la religión y de su papel público y, si se quiere dar crédito a los sondeos, el pueblo americano es profundamente religioso. Pero no es suficiente tener en cuenta esta religiosidad tradicional y comportarse como si todo fuese normal, mientras sus fundamentos se van erosionando lentamente. Un compromiso serio en el campo de la evangelización no puede prescindir de un diagnóstico profundo de los desafíos reales que el Evangelio tiene que afrontar en la cultura americana contemporánea.
Evidentemente, es esencial una correcta comprensión de la justa autonomía del orden secular, una autonomía que no puede desvincularse de Dios Creador ni de su plan de salvación (cf. Gaudium et spes, 36). Tal vez, el tipo de secularismo de América plantea un problema particular: mientras permite creer en Dios y respeta el papel público de la religión y de las Iglesias, reduce sutilmente sin embargo la creencia religiosa al mínimo común denominador. La fe se transforma en aceptación pasiva de que ciertas cosas «allí fuera» son verdaderas, pero sin relevancia práctica para la vida cotidiana. El resultado es una separación creciente entre la fe y la vida: el vivir «como si Dios no existiese». Esto se ve agravado por un planteamiento individualista y ecléctico de la fe y la religión: alejándose de la perspectiva católica de «pensar con la Iglesia», cada uno cree tener derecho de seleccionar y escoger, manteniendo los vínculos sociales pero sin una conversión integral e interior a la ley de Cristo. Consiguientemente, más que transformarse y renovarse por dentro, los cristianos caen fácilmente en la tentación de acomodarse al espíritu mundano (cf. Rm 12,2). Lo hemos constatado de manera punzante en el escándalo provocado por católicos que promueven un presunto derecho al aborto.
En un plano más profundo, el secularismo obliga a la Iglesia a reafirmar y perseguir todavía más activamente su misión en y hacia el mundo. Como ha puesto de manifiesto el Concilio, los laicos tienen una misión particular en este ámbito. Estoy convencido de que lo que necesitamos es un mayor sentido de la relación intrínseca entre el Evangelio y la ley natural por una parte y, por otra, la consecución del auténtico bien humano, como se encarna en la ley civil y en las decisiones morales personales. En una sociedad que tiene justamente en alta consideración la libertad personal, la Iglesia debe promover en todos los ámbitos de su enseñanza -en la catequesis, la predicación, la formación en los seminarios y universidades- una apología encaminada a afirmar la verdad de la revelación cristiana, la armonía entre fe y razón, y una sana comprensión de la libertad, considerada en términos positivos como liberación tanto de las limitaciones del pecado como para una vida auténtica y plena. En una palabra, el Evangelio debe ser predicado y enseñado como modo de vida integral, que ofrece una respuesta atrayente y veraz, intelectual y prácticamente, a los problemas humanos reales. La «dictadura del relativismo», al fin y al cabo, no es más que una amenaza a la libertad humana, la cual madura sólo en la generosidad y en la fidelidad a la verdad.
Naturalmente, se podría añadir mucho más sobre este argumento. Sin embargo, permítanme concluir diciendo que creo que la Iglesia en América tiene ante sí en este preciso momento de su historia el reto de encontrar una visión católica de la realidad y presentarla a una sociedad que ofrece todo tipo de recetas para la autorrealización humana de manera atrayente y con fantasía. En particular, pienso en la necesidad que tenemos de hablar al corazón de los jóvenes, los cuales, aunque expuestos a mensajes contrarios al Evangelio, continúan teniendo sed de autenticidad, de bondad, de verdad. Queda todavía mucho por hacer en el terreno de la predicación y de la catequesis en las parroquias y en las escuelas, si se quiere que la evangelización produzca frutos para la renovación de la vida eclesial en América.
2. Se le pregunta al Santo Padre sobre un «cierto proceso silencioso» mediante el cual los católicos abandonan la práctica de la fe, a veces con una decisión explícita, pero más a menudo alejándose quieta y gradualmente de la participación en la Misa y de la identificación con la Iglesia.
Ciertamente, mucho de todo eso depende de la reducción progresiva de una cultura religiosa, parangonada en ocasiones de manera despectiva a un «ghetto», que podría reforzar la participación y la identificación con la Iglesia. Como acabo de decir, uno de los grandes retos para la Iglesia en este País es el de fomentar una identidad católica no tanto basada en elementos externos, sino más bien en un modo de pensar y actuar enraizado en el Evangelio y enriquecido con la tradición viva de la Iglesia.
Este tema implica claramente factores como el individualismo religioso y el escándalo. Pero vayamos al corazón de la cuestión: la fe no puede sobrevivir si no se alimenta, si no es «activa en la práctica del amor» (Ga 5,6). ¿La gente tiene hoy dificultad para encontrar a Dios en nuestras iglesias? ¿Quizás nuestra predicación se ha vuelto sosa? ¿No será que todo esto se debe a que muchos han olvidado, o no aprendieron nunca, cómo rezar en y con la Iglesia?
No hablo aquí de las personas que dejan la Iglesia en busca de «experiencias» religiosas subjetivas; éste es un tema pastoral que se ha de afrontar en sus propios términos. Pienso que estamos hablando de personas que han perdido el camino sin haber rechazado conscientemente la fe en Cristo, pero que, por una u otra razón, no han recibido fuerza vital de la liturgia, de los Sacramentos, de la predicación. Y, sin embargo, la fe cristiana es esencialmente eclesial, como sabemos, y sin un vínculo vivo con la comunidad, la fe del individuo nunca crecerá hasta la madurez. Volviendo a la cuestión apenas discutida: el resultado puede ser una apostasía silenciosa.
Déjenme por tanto hacer dos breves observaciones sobre el problema del «proceso de abandono», que espero estimulará ulteriores reflexiones.
En primer lugar, como saben, en las sociedades occidentales se hace cada vez más difícil hablar de manera sensata de «salvación». Sin embargo, la salvación -la liberación de la realidad del mal y el don de una vida nueva y libre en Cristo- está en el corazón mismo del Evangelio. Hemos de redescubrir, como ya he dicho, modos nuevos y atractivos para proclamar este mensaje y despertar una sed de esa plenitud que solamente Cristo puede dar. En la liturgia de la Iglesia, y sobre todo en el sacramento de la Eucaristía, es donde se manifiestan estas realidades de manera más poderosa y se viven en la existencia de los creyentes; quizás tenemos todavía mucho que hacer para realizar la visión del Concilio sobre la liturgia como ejercicio del sacerdocio común y como impulso para un apostolado fructuoso en el mundo.
En segundo lugar,
debemos reconocer con preocupación la eclipse casi total de un sentido escatológico en muchas de nuestras sociedades tradicionalmente cristianas. Como saben, he planteado esta cuestión en la encíclica Spe salvi. Baste decir que fe y esperanza no se limitan a este mundo: como virtudes teologales, nos unen al Señor y nos llevan hacia el cumplimiento no solamente de nuestro destino, sino también al de toda la creación. La fe y la esperanza son la inspiración y la base de nuestros esfuerzos para prepararnos a la llegada del Reino de Dios. En el cristianismo no puede haber lugar para una religión meramente privada: Cristo es el Salvador del mundo y, como miembros de su Cuerpo y partícipes de sus munera profético, sacerdotal y real, no podemos separar nuestro amor por Él del compromiso por la edificación de la Iglesia y la difusión del Reino. En la medida en que la religión se convierte en un asunto puramente privado, pierde su propia alma.
Déjenme concluir afirmando algo obvio. Los campos están ya listos hoy en día para la siega (cf. Jn 4,35); Dios sigue haciendo crecer la mies (cf. 1 Co 3,6). Podemos y tenemos que creer, junto con el difunto Papa Juan Pablo II, que Dios está preparando una nueva primavera para la cristiandad (cf. Redemptoris missio, 86). Lo que más se necesita en este específico tiempo de la historia de la Iglesia en América es la renovación de ese celo apostólico que inspire a sus pastores a buscar de manera activa a los extraviados, a curar a quienes han sido heridos y a reforzar a los débiles (cf. Ez 34,16). Y, como ya he dicho, eso exige nuevos modos de pensar basados en una diagnosis de los desafíos actuales y en un esfuerzo por la unidad en el servicio a la misión de la Iglesia respecto a las generaciones presentes.
3. Se pide al Santo Padre que dé su parecer sobre la disminución de vocaciones, a pesar del crecimiento de la población católica, y sobre las razones de la esperanza ofrecidas por las cualidades personales y por la sed de santidad que caracterizan a los candidatos que deciden continuar.
Seamos sinceros: la capacidad de suscitar vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa es un signo seguro de la salud de una Iglesia local. A este respecto, no queda lugar para complacencia alguna. Dios sigue llamando a los jóvenes, pero nos corresponde a nosotros animar una respuesta generosa y libre a esa llamada. Por otro lado, ninguno de nosotros pueda dar por descontada esa gracia.
En el Evangelio, Jesús nos dice que se ha de orar para que el Señor de la mies envíe obreros; admite incluso que los obreros son pocos ante la abundancia de la mies (cf. Mt 9,37-38). Parecerá extraño, pero yo pienso muchas veces que la oración -el unum necessarium– es el único aspecto de las vocaciones que resulta eficaz y que nosotros tendemos con frecuencia a olvidarlo o infravalorarlo.
No hablo solamente de la oración por las vocaciones. La oración misma, nacida en las familias católicas, fomentada por programas de formación cristiana, reforzada por la gracia de los Sacramentos, es el medio principal por el que llegamos a conocer la voluntad de Dios para nuestra vida. En la medida en que enseñamos a los jóvenes a rezar, y a rezar bien, cooperamos a la llamada de Dios. Los programas, los planes y los proyectos tienen su lugar, pero el discernimiento de una vocación es ante todo el fruto del diálogo íntimo entre el Señor y sus discípulos. Los jóvenes, si saben rezar, pueden tener confianza de saber qué hacer ante la llamada de Dios.
Se ha hecho notar que hoy hay una sed creciente de santidad en muchos jóvenes y que, aunque cada vez en menor número, los que van adelante demuestran un gran idealismo y prometen mucho. Es importante escucharlos, comprender sus experiencias y animarlos a ayudar a sus coetáneos a ver a la necesidad de sacerdotes y religiosos comprometidos, así como a ver la belleza de una vida de sacrificio y servicio al Señor y a su Iglesia. A mi juicio, se exige mucho a los directores y formadores de las vocaciones: hoy más que nunca, hay que ofrecer a los candidatos una sana formación intelectual y humana que los capacite no solamente para responder a las preguntas reales y a las necesidades de sus contemporáneos, sino también para madurar en su conversión y perseverar en la vocación mediante un compromiso que dure toda la vida. Como Obispos, son conscientes del sacrificio que se les pide cuando les solicitan liberar de sus cometidos a uno de sus mejores sacerdotes para trabajar en el seminario. Les exhorto a responder con generosidad por el bien de toda la Iglesia.
Por último, pienso que saben por experiencia que muchos de vuestros hermanos sacerdotes son felices en su vocación. Lo que dije en mi discurso sobre la importancia de la unidad y la colaboración con el presbiterio se aplica también a este campo. Es necesario para todos nosotros que se dejen las divisiones estériles, los desacuerdos y los prejuicios, y que se escuche juntos la voz del Espíritu que guía a la Iglesia hacia un futuro de esperanza. Cada uno de nosotros sabe la importancia que ha tenido en la propia vida la fraternidad sacerdotal; ésta no es solamente algo precioso que tenemos, sino también un recurso inmenso para la renovación del sacerdocio y el crecimiento de nuevas vocaciones. Deseo concluir animándoles a crear oportunidades para un mayor diálogo y encuentros fraternos entre vuestros sacerdotes, especialmente los jóvenes. Estoy convencido que eso dará fruto para su enriquecimiento, para el aumento de su amor al sacerdocio y a la Iglesia, así como también para la eficacia de su apostolado.
Con estas pocas observaciones, les animo una vez más en su ministerio respecto a los fieles confiados a su solicitud pastoral y les confío a la entrañable intercesión de María Inmaculada, Madre de la Iglesia.
[Al final del encuentro, el Papa añadió:]
Antes de partir, quisiera detenerme un instante para mencionar el inmenso sufrimiento padecido por el Pueblo de Dios en la Archidiócesis de Nueva Orleans como consecuencia del huracán Katrina, así como su valor ante el reto de los trabajos de reconstrucción. Quiero ofrecer al Arzobispo Alfred Hughes un cáliz, esperando que sea recibido como un signo de mi solidaridad y oración con los fieles de la Archidiócesis, así como de mi gratitud personal por la solicitud incansable que tanto él como los Arzobispos Philip Hannan y Francis Schulte han demostrado con la grey que les ha sido encomendada.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2008 — Libreria Editrice Vaticana]