ROMA domingo, 20 abril 2008 (ZENIT.org).- Continúa el debate sobre el uso de material tomado de embriones humanos para la investigación con células madre. Los defensores de su uso mantienen que en esas primeras etapas, las células no pueden considerarse una persona humana. Un libro reciente de dos filósofos sostiene lo contrario.
Robert P. George, que es también miembro del Consejo de Bioética del Presidente de Estados Unidos, y Christopher Tollefsen, evitan en el volumen los argumentos de trasfondo religioso y se basan en una serie de principios científicos y filosóficos a favor del estatuto humano del embrión. En «Embryo: A Defense of Human Life» («Embrión: una defensa de la vida humana) (Doubleday), sostienen que el estatus de ser humano tiene su inicio en el momento de la concepción.
El libro comienza contando la historia de un chico llamado Noah, nacido en enero de 2007. Fue rescatado, junto con otros embriones congelados, del desastre que sacudió Nueva Orleáns en el 2005. Se salvó la vida de Noah –una vida humana–, apuntaban George y Tollefsen, la misma vida que más tarde fue implantada en un útero y posteriormente nació.
Un embrión humano, proseguían, es un miembro vivo de la especie humana incluso en sus primeros momentos de desarrollo. No es ningún otro tipo de organismo animal, ni un cúmulo de células que más tarde sufrirá una transformación radical. Salvo que tenga lugar algún trágico accidente, el ser en la etapa embriónica progresará hasta la etapa fetal y seguirá avanzando en este desarrollo.
El punto en cuestión, según los autores, es en qué momento podemos identificar un sistema biológico único que ha comenzado el proceso para llegar a ser un ser humano maduro. Este momento decisivo, sostienen, tiene lugar en la concepción. Algunos expertos médicos creen que tiene lugar poco después, con la formación de los cromosomas unidos del esperma y el óvulo. En cualquier caso, continúan George y Tollefsen, existe un amplio acuerdo entre los embrionólogos de que, al final, un nuevo individuo humano comienza a existir una vez que se forma la estructura cromosómica.
Sostienen que hay tres puntos clave a tener en cuenta cuando se considera el estatus humano del embrión.
— Para empezar, es distinto de cualquier otra célula de la madre o del padre.
— En su componente genético, es humano.
— Es un organismo completo, aunque inmaduro, y a no ser que se lo impida la enfermedad o la violencia, se desarrollará hasta su etapa madura de ser humano.
Por consiguiente, destruir embriones humanos, incluso en una etapa temprana, para obtener células madre para investigación o tratamiento médico es dar una licencia para matar a cierta clase de seres humanos para beneficiar a otros.
No sólo ciencia
Frente a esta situación, George y Tollefsen rechazan la postura de que deberían ser los científicos los únicos que determinen qué hacer en sus actividades científicas. El problema con el tema de las células madre de embriones es que el camino de la tecnología ha ido por delante del debate sobre la naturaleza y valor de los embriones humanos, sostenían los autores.
Oponerse a tales investigaciones no es nos coloca en la clásica situación de ciencia contra religión, afirman. Oponerse a la destrucción de vida humana en sus etapas iniciales no tiene que ver con principios religiosos, ni con creer que la vida esté revestida de un alma, añade el libro.
La razón meramente filosófica es suficiente para guiarnos en la determinación de lo que es éticamente lícito hacer con los embriones humanos. En este sentido, defender los derechos del embrión es igual que defender a la gente contra la discriminación injusta, sostienen George y Tollefsen.
Admiten que hay filosofías morales diferentes. Una teoría a descartar es el consecuencialismo, que nos lleva a la postura de que deben sacrificarse algunos seres humanos por un bien mayor.
George y Tollefsen encuentra su posición ética en la teoría de la ley natural, que lleva a la conclusión de que es moralmente malo dañar o destruir un bien humano básico. Si, por tanto, un científico está buscando una cura para alguna enfermedad, pero el método utilizado deliberadamente destruye vida humana, entonces no es lícito.
El derecho humano básico, de hecho, en lo que están de acuerdo de todos los teóricos de la ley natural, es que una persona inocente no debe ser asesinada o mutilada directamente. La capacidad del ser humano de razonar y elegir libremente nos da una dignidad superior a otros seres vivos. Un ataque a la vida humana es, en consecuencia, un ataque a la dignidad humana, sin importar la edad o etapa de desarrollo de la víctima, concluyen los autores.
Personas
Uno de los capítulos del libro trata la objeción de que, aunque un embrión pueda ser humano no es, no obstante, una persona y no tiene la misma dignidad y derechos. George y Tollefsen replican que tal punto de vista es una equivocación, puesto que cae en el error de considerar que los seres humanos son inferiores a los demás en base a sus características accidentales.
De hecho, continúan, negar el estatus de persona basándose en la capacidad metal o en otros parámetros de funcionalidad plantea muchos problemas. ¿Se nos permitirá matar a los bebés recién nacidos, puesto que no son capaces de llevar a cabo las funciones humanas básicas?
Por tanto, debemos darnos cuenta de que una diferencia cuantitativa de capacidades no es el criterio correcto para determinar los derechos, puesto que sólo es una diferencia de grado. La verdadera diferencia está entre los seres humanos y los demás animales no humanos, una diferencia de clase radical. Así, el embrión es un adulto en potencia en el mismo sentido en que lo son los bebés, los niños y los adolescentes.
Los embriones ya son, insisten, seres humanos, y no sólo potencialmente humanos. Además, el derecho a la vida del ser humano no varía según su etapa de desarrollo porque es el derecho fundacional para la persona. «Es el derecho del que se predican todos los demás derechos, y marca si un ser es un ser con capacidad moral», continúan George y Tollefsen.
Falacia
Otro argumento lleno de falacia es el que sostiene que los embriones no merecen un estatus moral pleno porque un alto porcentaje de ellos no logran implantarse en el vientre materno o son abortados de forma espontánea. Los autores apuntan que es una falacia naturalista, el suponer que lo que ocurre en la naturaleza debe ser moralmente aceptable cuando lo causa la acción humana.
La falsedad de este razonamiento es también evidente, apuntan George y Tollefsen, cuando se considera que, históricamente, la mortalidad infantil ha sido muy alta. En tal situación el hecho de muchos bebés mueran no vuelve ético el que se les asesine en beneficio de otros.
Otra línea de razonamiento utilizada para defender la investigación con células de embriones es que hay muchos miles de embriones congelados que quedaron descartados tras los tratamientos de fecundación artificial, y que nunca tendrá oportunidad de ser implantados y crecer hasta la madurez. Un científico podría usar estas células para el bien de la investigación.
George y Tollefsen replican diciendo que es manifiestamente injusto pedir que una persona – en este caso un embrión – sacrifique su vida de esta forma. «Los seres humanos tienen un derecho moral a no ser asesinados de forma intencionada en beneficio de otros», declaran.
También defienden que es un error condenar a cientos de miles de vidas humanas a una suerte de limbo congelado. Es necesario cuestionar el proceso de creación y congelación de tales embriones, establecen los autores.
Necesitamos prestar atención a su destino, recomendaban George y Tollefsen, no usando los embriones como si
fueran alguna clase de material biológico, sino reconociendo su humanidad. Estos y otros argumentos convincentes del libro lo hacen una lectura valiosa en un momento en el que la ciencia corre el peligro de adelantarse a nuestro razonamiento ético.
Por el padre John Flynn, L. C., traducción de Justo Amado