El ambiente cultural y religioso de san Pablo

Primera catequesis del nuevo ciclo sobre el apóstol de las gentes

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 2 julio 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles en la que, con motivo del Año Paulino (de 28 de junio de 2008 a 29 de junio de 2009), comenzó un nuevo ciclo de catequesis dedicado a profundizar en la figura y el pensamiento del apóstol de las gentes. En esta ocasión, profundizó en en su ambiente religioso-cultural.

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quisiera comenzar un nuevo ciclo de catequesis dedicado al gran apóstol san Pablo. A él, como sabéis, está consagrado este año que va desde la fiesta litúrgica de los santos Pedro y Pablo del 29 de junio de 2008 hasta la misma fiesta del año 2009. El apóstol Pablo, figura excelsa, casi inimitable, pero de todos modos estimulante, se nos presenta como un ejemplo de total entrega al Señor y a su Iglesia, así como de gran apertura a la humanidad y a sus culturas. Vale la pena, por tanto, que le dediquemos un lugar particular, no sólo en nuestra veneración, sino también que nos esforcemos por comprender lo que nos puede decir también a nosotros, cristianos de hoy. En nuestro primer encuentro, consideraremos el ambiente en el que vivió y actuó. Un tema así parecería que nos remonta muy atrás, dado que tenemos que introducirnos en el mundo de hace dos mil años. Y, sin embargo, esto es verdad sólo en apariencia y parcialmente, pues podremos constatar que, desde diferentes aspectos, el contexto sociocultural de hoy no es muy diferente al de entonces.

Un factor primario y fundamental que hay que tener presente está constituido por la relación entre el ambiente en el que nace y se desarrolla Pablo y el contexto global en el que sucesivamente se integra. Procede de una cultura sumamente precisa y circunscrita, ciertamente minoritaria, la del pueblo de Israel y de su tradición. En el mundo antiguo, y particularmente dentro del imperio romano, como nos enseñan los expertos, los judíos debían ser alrededor del 10% de la población total. Aquí, en Roma, su porcentaje hacia mediados del siglo I era todavía menor, alcanzando al máximo el 3% de los habitantes de la ciudad. Sus creencias y su estilo de vida, como sucede todavía hoy, les caracterizaban claramente del ambiente circunstante. Esto podía tener dos resultados: o la ridiculización, que podría llevar a la intolerancia, o la admiración, que se expresaba en formas de simpatía, como en el caso de los «temerosos de Dios» o de los «prosélitos», paganos que se asociaban a la Sinagoga y compartían la fe en el Dios de Israel. Como ejemplos concretos de esta doble actitud podemos citar, por una parte, el duro juicio de un orador, como Cicerón, que despreciaba su religión e incluso la ciudad de Jerusalén (Cf. Pro Flacco, 66-69), y, por otra, la actitud de la mujer de Nerón, Popea, recordada por Flavio Josefo como «simpatizante» de los judíos (Cf. Antigüedades judías 20,195.252; Vida 16), sin olvidar que Julio César les había reconocido oficialmente derechos particulares, que son referidos por el mencionado historiador judío Flavio Josefo (cfr , 14,200-216). Lo que es seguro es que el número de los judíos, tal y como sigue sucediendo hoy, era muy superior fuera de la tierra de Israel, es decir en la diáspora, que en el territorio que los demás llamaban Palestina.

No sorprende, por tanto, el que el mismo Pablo sea objeto de este doble y contrastante juicio del que he hablado. Hay algo cierto: el carácter particular de la cultura y de la religión judía encontraba tranquilamente su lugar dentro de una institución que todo lo penetraba como era el Imperio Romano. Más difícil y sufrida será la posición del grupo de aquéllos, judíos o gentiles, que adherirán con fe a la persona de Jesús de Nazaret, en la medida en que se diferenciarán tanto de judaísmo como del paganismo imperante. En todo caso, dos factores favorecieron el compromiso de Pablo. El primero fue la cultura griega, o mejor helenista, que después de Alejandro Magno se había convertido en patrimonio común al menos en el Mediterráneo oriental y en Oriente Medio, aunque integrando en sí muchos elementos de las culturas de pueblos tradicionalmente considerados como bárbaros. Un escritor de la época afirma que Alejandro «ordenó que todos consideraran como patria toda la ecúmene.. y que el griego y el bárbaro dejaran de matarse» (Plutarco, De Alexandri Magni fortuna aut virtute, §§ 6.8). El segundo factor fue la estructura político-administrativa del imperio romano, que garantizaba paz y estabilidad, desde Bretaña hasta el sur de Egipto, unificando un territorio de dimensiones como nunca antes se habían visto. En este espacio era posible moverse con suficiente libertad y seguridad, disfrutando entre otras cosas de un sistema extraordinario de carreteras, y encontrando en cada punto de llegada características culturales básicas que, sin ir en detrimento de los valores locales, representaban de todos modos un tejido común de unificación super partes, hasta el punto de que el filósofo judío Filón de Alejandría, contemporáneo del mismo Pablo, alaba al emperador Augusto porque «ha unido en armonía a todos los pueblos salvajes… convirtiéndose en guardián de la paz» (Legatio ad Caium, §§ 146-147).

La visión universalista típica de la personalidad de san Pablo, al menos del Pablo cristiano que surgió tras la caída en el camino de Damasco, debe ciertamente su impulso básico a la fe en Jesucristo, en cuanto la figura del Resucitado supera todo particularismo. De hecho, para el apóstol «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3, 28). Ahora bien, la situación histórico-cultural de su tiempo y ambiente también influyó en sus opciones y compromiso. Alguien ha definido a Pablo como «hombre de tres culturas», teniendo en cuenta su origen judío, su idioma griego y su prerrogativa de «civis romanus«, como lo testimonia también el nombre de origen latino.

Hay que recordar en particular la filosofía estoica, que era dominante en el tiempo de Pablo y que influyó, si bien de manera marginal, incluso en el cristianismo. En este sentido, no podemos dejar de mencionar algunos nombres de filósofos estoicos como los iniciadores Zenón y Cleantes, y después los de los más cercanos cronológicamente a Pablo, como Séneca, Musonio y Epicteto: en ellos se encuentran valores elevadísimos de humanidad y de sabiduría, que serán acogidos naturalmente por el cristianismo. Como escribe acertadamente un experto en la materia, «la Estoa… anunció un nuevo ideal, que ciertamente imponía deberes al hombre hacia sus semejantes, pero al mismo tiempo le liberaba de todos los lazos físicos y nacionales y hacía de él un ser puramente espiritual » (M. Pohlenz, La Stoa, I, Firenze 1978, pág. 565). Basta pensar, por ejemplo, en la doctrina del universo, entendido como un gran cuerpo armonioso y, por tanto, en la doctrina de la igualdad entre todos los hombres sin distinciones sociales, en la igualdad, al menos a nivel de principio, entre el hombre y la mujer, y en el ideal de la sobriedad, de la justa medida, y de ese dominio de sí mismo para evitar todo exceso. Cuando Pablo escribe a los Filipenses: «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Filipenses 4,8), no hace más que retomar una concepción estrictamente humanista propia de la sabiduría filosófica.

En tiempos de san Pablo tenía lugar también una crisis de la religión tradicional, al menos en sus aspectos mitológicos e incluso cívicos. Después de que Lucrecio, ya un siglo antes, sentenciara polémicamente que «la religión ha provocado tantas fechorías» (De rerum natura, 1,101), un filósofo c
omo Séneca, superando todo ritualismo exterior, enseñaba que «Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti» (Cartas a Lucilio, 41,1). Del mismo modo, cuando Pablo se dirige a un auditorio de filósofos epicúreos y estoicos en el Areópago de Atenas, dice textualmente que «Dios… no habita en santuarios fabricados por manos humanas…, pues en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hechos de los Apóstoles 17,24.28). De este modo, se hace ciertamente eco de la fe judía en un Dios que no puede ser representado en términos antropomorfos, pero se pone también en una longitud de onda religiosa que sus oyentes conocían bien. Además, tenemos que tener en cuenta el hecho de que muchos de los cultos paganos prescindían de los templos oficiales de la ciudad y se desarrollaban en lugares privados que favorecían la iniciación de los adeptos. Por tanto, no sorprendía el que también las reuniones cristianas (las ekklesíai), como testimonian sobre todo las cartas de san Pablo, tuvieran lugar en casas privadas. En aquellos momentos, por otra parte, no existía todavía ningún edificio público. Por tanto, las reuniones de los cristianos debían ser vistas por los contemporáneos como una simple variación de esta práctica religiosa más íntima. De todos modos, las diferencias entre los cultos paganos y el culto cristiano no son de poca importancia y afectan tanto a la conciencia de la identidad de los participantes como a la participación en común de hombres y mujeres, la celebración de la «cena del Señor» y la lectura de las Escrituras.

En conclusión: de este rápido repaso del ambiente cultural del siglo I de la era cristiana queda claro que no es posible comprender adecuadamente a san Pablo sin enmarcarlo en su trasfondo, tanto judío como pagano de su tiempo. De este modo, su figura adquiere una hondura histórica e ideal, demostrando elementos compartidos y originales respecto al ambiente. Pero todo esto es igualmente válido para el cristianismo en general, del que el apóstol Pablo es un paradigma de primer plano, de quien todos tenemos todavía tanto que aprender y este es el objetivo del Año Paulino: aprender de San Pablo la fe, aprender de él quién es Cristo, aprender, en último término, el camino para una vida recta.

[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

En este año paulino, apenas iniciado, abrimos un ciclo de catequesis dedicadas al Apóstol San Pablo, intentando comprender la actualidad de su mensaje. Hoy nos referimos al ambiente socio-cultural de aquella época, que ofrece muchas semejanzas con la nuestra. Pablo proviene de una cultura concreta, la del pueblo de Israel y su tradición, que se distinguía netamente del ambiente circundante. Por otra parte, la difusión de la cultura helenística y la estructura político-administrativa del Imperio Romano, que representaban un tejido cultural de base común, favorecieron en gran medida su actividad. Aunque la visión universal propia de San Pablo se debe sobre todo a su fe en Cristo, el contexto cultural de su tiempo, en el que destaca la filosofía estoica, con sus altos valores de humanidad y de sabiduría, ejerció también en él un gran influjo. A pesar de que la religión tradicional estaba en crisis, especialmente en sus aspectos mitológicos y cívicos, se estaba en busca de una verdad más auténtica sobre Dios. Así, pues, la predicación paulina, con toda la profunda originalidad del mensaje cristiano, sintoniza con la sensibilidad religiosa y el trasfondo cultural de su tiempo.

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, al grupo de sacerdotes de la Diócesis de Tarazona, con su Obispo, Monseñor Demetrio Fernández, y a los Seminaristas de Toledo y de Terrassa. Saludo también a los peregrinos y grupos parroquiales venidos de Costa Rica, El Salvador, España, México, Uruguay, Venezuela y de otros países latinoamericanos. Que el ejemplo y la enseñanza de San Pablo os ayude a amar más a Cristo y a anunciarlo a los demás con vuestra vida y vuestra palabra. Que Dios os bendiga.

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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