CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 6 septiembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que entregó Benedicto XVI este sábado a los obispos de la Conferencia Episcopal de Nicaragua al reunirse con ellos con motivo de su visita «ad limina apostolorum».
* * *
Queridos Hermanos en el Episcopado:
Recibiros a todos juntos, Pastores de la Iglesia en Nicaragua, durante vuestra visita ad limina Apostolorum, me produce una gran alegría y me ofrece la oportunidad de expresar mi cercanía a vuestros desvelos apostólicos y a los anhelos e inquietudes del pueblo nicaragüense, que en estos días me habéis hecho vivamente presente. Agradezco las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido Monseñor Leopoldo José Brenes Solórzano, Arzobispo de Managua y Presidente de la Conferencia Episcopal, manifestando vuestro deseo de estrechar cada vez más los lazos de unidad, de amor y de paz con el Sucesor de Pedro (cf. Lumen gentium, 22), así como la comunión entre vosotros en la «misión apostólica como testigos de Cristo ante los hombres» (Christus Dominus, 11).
Conozco vuestros esfuerzos por llevar el mensaje del Evangelio a todos los ámbitos de Nicaragua, con la abnegada colaboración de vuestros sacerdotes y de los Institutos religiosos presentes en Nicaragua. Una valiosa ayuda recibís también con frecuencia de los Catequistas y Delegados de la Palabra, que son un cauce a través del cual el don de la fe crece en los niños e ilumina las diversas etapas de la vida en lugares recónditos donde es prácticamente imposible la presencia estable de un sacerdote que guíe la comunidad. Mucho debe la Iglesia a estas personas que presentan la Buena Noticia y la doctrina cristiana con espíritu fraterno, cara a cara, día a día y de viva voz, como es propio de un mensaje que se lleva muy dentro y está destinado a transformarse en vida nueva en quienes lo reciben. Por eso es imprescindible que estos generosos servidores y colaboradores en la misión evangelizadora de la Iglesia reciban el aliento de sus Pastores, tengan una formación religiosa profunda y continuada, y mantengan una intachable fidelidad a la doctrina de la Iglesia. Ellos han de ser de manera muy particular «discípulos» aventajados que aprenden de los «maestros auténticos» que enseñan con la autoridad de Cristo (cf. Lumen gentium, 25), y que infunden en sus oyentes la añoranza del Maestro y de sus ministros, que lo hacen realmente presente mediante los sacramentos y muy especialmente la Eucaristía, para constituir de este modo una verdadera y plena comunidad cristiana reunida en torno al Señor y presidida por uno de sus sacerdotes (cf. Sacramentum caritatis, 75).
La necesidad de clero bien preparado espiritual, intelectual y humanamente, os ha llevado a revisar recientemente el planteamiento de los seminarios en el País, esperando poder ofrecer así una mejor formación a los seminaristas de vuestras diócesis, siempre tan necesaria, y que requiere una cercanía y una atención esmerada por parte de cada Obispo, sin ceder en el cuidadoso discernimiento de los candidatos, ni en las rigurosas exigencias necesarias para llegar a ser sacerdotes ejemplares y rebosantes de amor a Cristo y a la Iglesia. De este modo se podrán abrigar nuevas esperanzas de poder atender pastoralmente y de forma adecuada sectores tan importantes como la catequesis sistemática, incisiva y organizada de niños y jóvenes, para los cuales habéis preparado un catecismo específico para la Confirmación y promovido la «infancia misionera». Es de esperar que mejore también la debida asistencia religiosa en los hospitales, centros penitenciarios y otras instituciones.
A este respecto, nunca se ha de olvidar que la semilla del Evangelio ha de plantarse cada vez, en cada época, en cada generación, para que germine vigorosa y su flor no se marchite. También la religiosidad popular, tan arraigada en vuestras gentes y que es una gran riqueza para vuestro pueblo, ha de ser algo más que una simple tradición recibida pasivamente, revitalizándola continuamente mediante una acción pastoral que haga brillar la hondura de los gestos y los signos, indicando el misterio insondable de salvación y esperanza al que apuntan, y del que Dios nos ha hecho partícipes, iluminando la mente, colmando el corazón y comprometiendo la vida.
Uno de los grandes retos a los que os enfrentáis es precisamente la sólida formación religiosa de vuestros fieles, haciendo que el Evangelio quede profundamente grabado en su mente, su vida y su trabajo, de manera que sean fermento del Reino de Dios con su testimonio en los diversos ámbitos de la sociedad y contribuyan a que los asuntos temporales se ordenen según la justicia y se adecuen a la vocación total del hombre sobre la tierra (cf. Apostolicam actuositatem, 7).
Esto es particularmente importante en una situación en que a la pobreza y la emigración se suman acusadas desigualdades sociales y una radicalización política, especialmente en los últimos años. Observo con satisfacción que, como Pastores, compartís las vicisitudes de vuestro pueblo y, respetando escrupulosamente la autonomía de la gestión pública, os esforzáis en crear un clima de diálogo y distensión, sin renunciar a defender los derechos fundamentales del hombre y denunciar las situaciones de injusticia y a fomentar una concepción de la política que, más que ambición por el poder y el control, sea un servicio generoso y humilde al bien común. Os aliento en este camino, exhortándoos al mismo tiempo a promover y acompañar tantas iniciativas de caridad y solidaridad con los más necesitados como hay en vuestras Iglesias, para que no falte ayuda a las familias en dificultad ni ese espíritu generoso de tantos laicos que, en ocasiones de forma anónima, se esfuerzan por conseguir el pan cotidiano para sus hermanos más pobres.
En este, como en otros muchos campos, no se ha de olvidar el dinamismo, la entrega y creatividad de los religiosos y religiosas, un tesoro para la vida eclesial en Nicaragua. Ellos son testigos de que «cuanto más se vive de Cristo, tanto mejor se le puede servir en los demás, llegando hasta las avanzadillas de la misión y aceptando los mayores riesgos» (Vita consecrata, 76). Que no les falte el reconocimiento de los Pastores ni el aliento para permanecer fieles a su propio carisma y misión específica en la Iglesia.
Una mención especial merecen las instituciones educativas, en particular las escuelas católicas a las que acude la mayor parte del alumnado nicaragüense, cumpliendo así, en medio de grandes dificultades y falta de la debida ayuda, una misión esencial de la Iglesia y un inestimable servicio a la sociedad. Es encomiable el servicio de los educadores que, a veces con grandes sacrificios, se dedican a una formación integral que abra las puertas de un futuro prometedor a los jóvenes. Un país que busca el desarrollo y una Iglesia que quiere ser más dinámica, deben concentrar sus esfuerzos en ellos, sin ocultarles la grandeza que tiene para el ser humano la dimensión trascendente y religiosa. Os exhorto, pues, a que animéis a los educadores y os esforcéis en preservar los derechos que tienen los padres de formar a sus hijos según sus propias convicciones y creencias.
Al final de este encuentro, deseo reiterar mi agradecimiento y aprecio por vuestra solícita labor de Pastores, alentando el espíritu misionero en vuestras Iglesias particulares. Os ruego que hagáis llegar mi saludo al Señor Cardenal Miguel Obando Bravo, a los obispos eméritos, a los sacerdotes y seminaristas, a las numerosas comunidades religiosas y, de modo especial, a las Hermanas contemplativas de vuestro País, a los Catequistas y a cuantos os ayudan a difundir continuamente el Evangelio en Nicaragua. A la vez que encomiendo vuestra tarea a la Virgen María, Nuestra Señora de la Purísima Concepción, os imparto de corazón la Bendición Ap
ostólica.