Los desafíos de la Iglesia en Uruguay, según Benedicto XVI

Discurso a los obispos del país en visita “ad limina”

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CASTEL GANDOLFO, viernes 26 de septiembre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que ha dirigido este viernes Benedicto XVI a los obispos de Panamá, con motivo de la visita ad limina apostolorum.

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Queridos Hermanos en el Episcopado:

Me complace recibiros en este encuentro que, al concluir vuestra visita ad limina, me permite saludaros a todos juntos y alentaros en la esperanza, tan necesaria para el ministerio que generosamente ejercéis en las respectivas iglesias particulares. Agradezco cordialmente las palabras de Monseñor Carlos María Collazzi Irazábal, Obispo de Mercedes y Presidente de la Conferencia Episcopal del Uruguay, en las que ha expresado los sentimientos compartidos de estrecha comunión con la Sede de Pedro, así como los anhelos y preocupaciones que embargan vuestro corazón de Pastores que desean responder a las expectativas que tiene el Pueblo de Dios.

La visita a los sepulcros de San Pedro y San Pablo es una ocasión privilegiada para ahondar en el origen y sentido del ministerio de los sucesores de los Apóstoles, fieles transmisores de la semilla que ellos plantaron (cf. Lumen gentium, 20), enteramente entregados a proclamar el evangelio de Cristo y unánimes en su testimonio. Es también una oportunidad señalada para reforzar los lazos de unidad efectiva y afectiva del colegio episcopal, que ha de ser manifestación eminente del ideal, tan característico de la comunidad eclesial desde sus orígenes, de tener «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32), y ejemplo visible para promover el espíritu de hermandad y concordia en vuestros fieles e incluso en la sociedad actual, tantas veces dominada por el individualismo y la rivalidad exasperada.

Esta comunión se manifiesta también en la tarea de hacer efectivas y concretas las orientaciones pastorales que habéis propuesto para los próximos 5 años, inspiradas en el sugestivo marco del encuentro de Jesús resucitado con los discípulos en el camino de Emaús. En efecto, el Maestro que acompaña, que conversa con los suyos y les explica las escrituras, es un modelo a seguir para preparar la mente y el corazón del hombre, de modo que llegue a descubrirlo y a encontrarse con Él personalmente. Por tanto, promover el conocimiento y la meditación de la Sagrada Escritura, explicarla fielmente en la predicación y la catequesis o enseñarla en las escuelas, es una necesidad para llegar a vivir la vocación cristiana de manera más consciente, firme y segura. Os animo en esta empresa con la cual queréis hacer partícipes a vuestros fieles y comunidades eclesiales del impulso evangelizador y misionero propuesto por la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida.

La Palabra de Dios es también la fuente y el contenido inexcusable de vuestro ministerio como «predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo» (Lumen gentium, 75), tanto más necesario en un tiempo en que otras muchas voces tratan de acallar a Dios en la vida personal y social, llevando a los hombres por derroteros que socavan la auténtica esperanza y se desinteresan de la verdad firme en la que puede descansar el corazón del ser humano. Enseñad, pues, la fe de la Iglesia en su integridad, con la valentía y la persuasión propias de quien vive de ella y para ella, sin renunciar a proclamar explícitamente los valores morales de la doctrina católica, que a veces son objeto de debate en el ámbito político, cultural o en los medios de comunicación social, como son los que se refieren a la familia, la sexualidad y la vida. Sé de vuestros esfuerzos por defender la vida humana desde la concepción hasta su término natural y pido a Dios que den como fruto una conciencia clara en cada uruguayo de la dignidad inviolable de toda persona y un compromiso firme de respetarla y salvaguardarla sin reservas.

En esta tarea contáis con la inestimable colaboración de los sacerdotes a los que se ha de animar constantemente para que, sin acomodarse al ambiente imperante en el mundo (cf. Rm 12,2), sean verdaderos discípulos y misioneros de Cristo, que llevan con ardor su mensaje de salvación a las parroquias y comunidades, a las familias y a todas las personas que anhelan sobre todo palabras aprendidas del Espíritu, más que de saberes puramente humanos (cf. 1 Co 2,6). La cercanía asidua de los Pastores a quienes se preparan para el sacerdocio puede ser determinante para una formación en la que prevalga lo que ha de distinguir por encima de todo a un ministro de la Iglesia: el amor a Cristo, una seria competencia teológica en plena sintonía con el Magisterio y la Tradición de la Iglesia, la meditación constante y personal de su misión salvadora y una vida intachable acorde con el servicio que presta al Pueblo de Dios. De este modo darán testimonio fiel de lo que predican y ayudarán a sus hermanos a huir de una religiosidad superficial y con escasa incidencia en los compromisos éticos que la fe comporta, para aprender de Cristo a vivir «en la justicia y la santidad de la verdad» (Ef 4,24).

En este aspecto, mucho cabe esperar también de las personas consagradas o miembros de diversos movimientos y asociaciones especialmente comprometidos en la misión de la Iglesia, llamados a dar un gozoso testimonio de que la plenitud de vida se alcanza cuando se prefiere el ser mejor al mero tener más, haciendo brillar los verdaderos valores y la alegría incomparable de haberse encontrado con Cristo y de entregarse incondicionalmente a Él.

Queridos Hermanos, sabéis que la tarea del verdadero testigo de Cristo no es fácil, exige mucho, pero es clara y cuenta sobre todo, más que con las propias fuerzas, con el poder de quien ha «vencido al mundo» (cf. Jn 16,33). Sin dejaros llevar por el desaliento, en tantas situaciones de indiferencia o apatía religiosa, seguid siendo portadores de la «esperanza que no defrauda» (Rm 5,5) y partícipes del amor de Cristo por los pobres y necesitados mediante las obras caritativas de las comunidades eclesiales. En situaciones difíciles, que también afectan a los uruguayos, la Iglesia está llamada a mostrar la grandeza de corazón, la solidaridad y capacidad de sacrificio de la familia de los hijos de Dios para con los hermanos en dificultad.

Al terminar este encuentro, os ruego que llevéis un caluroso saludo a vuestros sacerdotes y seminaristas, monasterios y comunidades religiosas, movimientos y asociaciones, catequistas y demás personas dedicadas a la apasionante tarea de llevar y mantener viva la luz de Cristo en el Pueblo de Dios. Invoco la protección de la Santísima Virgen María sobre vuestras tareas apostólicas, así como sobre todos los queridos uruguayos, y os imparto de corazón la Bendición Apostólica.

[© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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