Cardenal Bertone: “La política tiene necesidad del cristianismo”

Intervino en la presentación del último número de la revista “Aspenia”

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ROMA, martes 30 de septiembre de 2008 (ZENIT.org).- «La política tiene necesidad del cristianismo», a la hora de responder a los desafíos de la globalización, pues sintetiza en sí mismo razón, fe y vida, encarnando así un fuerte anhelo universal, afirmó hoy el cardenal Tarsicio Bertone,

El secretario de Estado de Benedicto XVI intervino en la tarde de este martes en Roma, en el palacio De Carolis, en el encuentro sobre «El siglo de las creencias», con ocasión de la presentación del último número de la revista «Aspenia», el periódico trimestral de política internacional del Aspen Institute Italia.

Afrontando la cuestión de la relación entre política y religión en la era global, el cardenal afirmó que en los distintos trabajos recogidos en la revista, detectaba «una cierta convergencia sobre el hecho de que, en la era de la globalización, la política y el mercado no lo son todo; son un medio, pero no un fin».

«Nunca he estado de acuerdo con quienes sostienen que la política es inutil, porque promete construir puentes incluso por donde no pasa el río. Estoy convencido, en cambio, de que la política es necesaria, pero creo que, para comunicar valores auténticos, tiene que respetar el ‘puente’ que une a cada uno de estos valores con Dios», explicó.

«En la asignación de los diferentes papeles, la política tiene necesidad de la religión; en cambio, cuando Dios es ignorado, la capacidad de respetar el derecho y de reconocer el bien común empieza a desvanecerse», añadió.

Esto lo confirma, precisó, «el trágico final de todas las ideologías políticas, incluso de signo contrario, y me parece que lo confirma también la actual crisis financiera» que ha sacudido a los Estados Unidos, donde tras el rechazo del plan de salvamento propuesto por la Administración Bush, ha provocado una brusca caída de Wall Street, que ha registrado una de las mayores pérdidas de su historia.

«Allí donde se busca solo el provecho propio, a corto plazo y casi identificándolo con el bien, se acaba por anular el propio provecho», comentó el cardenal Bertone.

«Existe ciertamente una ‘ética laica’, como se dice a menudo; es decir, no inspirada por la trascendencia. Esta merece atención y respeto, y con frecuencia contribuye al bien común», explicó el purpurado; y sin embargo, al no inspirarse en la trascendencia, corre el riesgo de acabar «siendo expuesta cada vez más a las fragilidades humanas y a la duda».

Por este motivo, añadió, «a pesar de que en nuestra época se proclamen con particular solemnidad los derechos inviolables de la persona, a estas nobles proclamaciones se contrapone a menudo, en los hechos, su trágica negación».

Además, «en las actuales sociedades multiétnicas y multiconfesionales, la religión constituye un importante factor de cohesión entre los miembros, y la religión cristiana en particular, son su universalismo, invita al diálogo, a la apertura y a la colaboración armoniosa». Nada que ver con el «opio del pueblo», añadió.

Según el cardenal Bertone, «para gestionar la globalización, la política no necesita sólo de una ética inspirada en la religión, sino que necesita que esa religión sea racional. También por esto, la política necesita del cristianismo».

«La fuerza que ha transformado al cristianismo en una religión mundial consiste exactamente en su síntesis entre razón, fe y vida -explicó-. Esta combinación, tan potente que hace verdadera a la religión que la manifiesta, es también la que puede permitir a la verdad del cristianismo resplandecer en el mundo globalizado y en el proceso de mundialización».

Al mismo tiempo, prosiguió Bertone, el cristianismo «no se contenta con mostrar la parte del rostro que Dios tiene inclinado hacia Occidente, pues en su esencia es mundial, y por tanto responde perfectamente a las dinámicas del mundo globalizado de hoy».

La fe cristiana, por tanto, «no es una especie de suplemento de Occidente, quizá algo superado, sino un tesoro para el mundo presente y una inversión para el futuro», afirmó el cardenal.

Por esto, el purpurado subrayó que es «plenamente legítimo» que los cristianos «participen en el debate público. Si no, los argumentos y razones teístas y religiosas no podrían ser invocadas públicamente en una sociedad democrática y liberal, mientras que sí podrían serlo los argumentos racionalistas y seculares, con una clara violación del principio de igualdad y reciprocidad que está en la base del concepto de justicia política».

«El cristianismo promueve valores que no habría que etiquetar como ‘católicos’ y por tanto ‘parciales’, aceptables sólo para quien comparte esta fe», puntualizó, porque «la verdad de esos valores está en su correspondencia con la naturaleza del hombre y por tanto, con su verdad y dignidad».

En consecuencia, añadió, «quien los sostiene no busca establecer un régimen confesional, sino que sencillamente es consciente de que la legalidad encuentra su raíz última en la moralidad, y que esta última, para ser plenamente humana, no puede dejar de respetar el mensaje procedente de la naturaleza de la persona, porque en ella está inscrito también su ‘deber ser'».

De ahí se deriva el carácter «no negociable» de sus principios, que «no depende de la Iglesia ni de su supuesta intransigencia, o peor, de su cerrazón mental ante la modernidad», sino «de la misma naturaleza humana en la que se fundan esos principios».

A la luz de esto, la frecuencia de las intervenciones de la Iglesia en defensa de los «valores no negociables», añade el cardenal, «no debe interpretarse como una ingerencia indebida en un ámbito que no le es propio», sino como «una ayuda para hacer crecer una conciencia recta e iluminada, y por eso mismo, más libre y responsable».

«La Iglesia no busca ni el aplauso ni la popularidad, porque Cristo la envía al mundo ‘para servir’ y no ‘para ser servida’; no quiere ‘ganar a toda costa’ sino ‘convencer’, o por lo menos ‘alertar’ a los fieles y a todas las personas de buena voluntad sobre los riesgos que corre el hombre cuando se aleja de la verdad de sí mismo», concluyó.

Por Mirko Testa

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ZENIT Staff

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