BARCELONA, martes, 30 septiembre 2008 (ZENIT.org).- El concepto de «laicidad positiva y abierta», promovido por Benedicto XVI y Nicolas Sarkozy en la reciente visita pontificia a Francia, forma parte del sistema constitucional español, constata el cardenal Lluís Martínez Sistach.
El arzobispo de Barcelona, miembro del Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos de la Iglesia y del Tribunal de la Signatura Apostólica, acaba de publicar un libro, editado por el arzobispado con el título «La presencia pública de la Iglesia en la sociedad de hoy», en el que se publica una conferencia que presentó en el Club Siglo XXI de Madrid.
En el texto, el purpurado, doctor en Derecho por la Pontificia Universidad Lateranense de Roma, constata que «desde hace un tiempo en España se respiran unos aires muy distintos de aquellos que inspiraron la transición política. Corremos el peligro de echar a perder y relegar al olvido este patrimonio».
La intervención del cardenal se fundamenta en la enseñanza del Concilio Vaticano II, que consagró el régimen de libertad religiosa, «por lo que la libertad de la Iglesia es el principio básico de las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el orden civil».
La transición política española y la Constitución de 1978 –observa–, supusieron una voluntad de superación definitiva de la «cuestión religiosa», en el sentido de solucionar para siempre que la regulación del hecho religioso fuese motivo de división entre los ciudadanos.
Tal fue también la voluntad de la Conferencia Episcopal Española que en la declaración colectiva «Los valores morales y religiosos ante la Constitución».
«No obstante –añade el arzobispo de la ciudad condal– desde hace un tiempo se respiran otros aires muy distintos de aquellos de la transición. Corremos el peligro de echar a perder y relegar al olvido este patrimonio».
El cardenal recupera algunos de los puntos en que se inspiró la transición política y su espíritu de convivencia: el primero, el pluralismo de las opciones políticas de los católicos, porque «no es misión de la Iglesia apadrinar o promover una opción política determinada».
Seguidamente, invita a valorar y dignificar la acción política, que es una tarea propia de los laicos y que exige no poca vocación y entrega».
También menciona «el apoyo de la Iglesia a la instauración de la democracia y voluntad de colaborar en el enriquecimiento espiritual de nuestra sociedad, en la consolidación de la auténtica tolerancia y de la convivencia en el mutuo respeto, la libertad y la justicia. Todos los medios de comunicación – y muy especialmente los de inspiración o de titularidad eclesial- tienen en este punto una grave responsabilidad para favorecer el diálogo sereno sobre unos problemas que afectan a toda la sociedad».
«La constitución española –explica el purpurado– no quiso apostar por ninguna de las siguientes soluciones extremas: ni una España confesional ni tampoco una España laicista. Se optó por una postura intermedia. Se estableció la aconfesionalidad del Estado. De esta manera la Constitución de 1978 representa una solución novedosa».
La Constitución contempla el principio de laicidad, pero lo concibe con un contenido y le asigna una función informadora muy diversos respecto de los habituales en el significado decimonónico de «laicidad del Estado». Considero que la laicidad del sistema constitucional español es una laicidad positiva y abierta».
El concepto de laicidad tiene –según Benedicto XVI– matriz cristiana, recordando las palabras de Jesús: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Por ello, el Papa afirma que «es legítima una sana laicidad del Estado, sin excluir sin embargo las referencias éticas que encuentran su fundamento último en la religión», evoca el cardenal.
Dentro de unas relaciones entre la Iglesia y el Estado inspiradas en la mutua autonomía y en la necesaria colaboración, el cardenal considera absolutamente necesario distinguir entre el «Estado laico» y la «sociedad laica».
La laicidad del Estado está al servicio de una sociedad plural en el ámbito religioso. Por el contrario, una «sociedad laica» implicaría la negación social del hecho religioso o, al menos, del derecho a vivir la fe en sus dimensiones públicas. Lo que sería precisamente laicismo.
«Ante la realidad de nuestra sociedad pluralista –sostiene el cardenal– se exige buscar el ‘sitio’ propio de los cristianos y de la Iglesia en esta nueva situación socio-cultural, sin que ello suponga la pérdida de la propia identidad».
«La Iglesia no puede pretender imponer a otros su propia verdad –aclara en el opúsculo–. La relevancia social y pública de la fe cristiana ha de evitar una pretensión de hegemonía cultural, que se daría si no se reconociera que la verdad se propone y no se impone. Pero ello no significa que la Iglesia no deba ofrecerla a la sociedad, en la totalidad de lo que significa «el anuncio del Evangelio».
«La sociedad es, quiérase o no, un lugar de convergencia de múltiples influencias que actúan en los ciudadanos. Todo ello ha de caber en la actuación de un Estado respetuoso con la libertad religiosa», indica.
Con referencias al pensamiento de Benedicto XVI, el cardenal advierte que «la Iglesia no es ni quiere ser un agente político», pero no puede renunciar a su presencia activa y a su servicio que se hacen efectivos en los campos de la educación, del servicio social, de la vida, del matrimonio y la familia y de la cultura.
El principio de la «mutua independencia y autonomía de la Iglesia y la sociedad política» no significa en absoluto una laicidad del Estado que pretenda reducir la religión a la esfera puramente individual y privada, esclareció.
La Constitución española reconoce la religión como un valor para el bien común, y establece que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones».
Estas consiguientes relaciones –como son los Acuerdos Santa Sede-Estado español y las tres leyes acuerdos para respectivamente los protestantes, los judíos y los musulmanes– son la consecuencia necesaria de la valoración positiva del factor religioso por parte del Estado, y no significan ningún privilegio concedido a estas confesiones religiosas y estos instrumentos jurídicos como tales están en plena armonía con un régimen de libertad religiosa, recordó el cardenal Martínez Sistach.
Refiriéndose al contexto español, notó cómo son necesarios «el diálogo leal y de colaboración constructiva, desde la propia identidad, con las autoridades civiles».
«La Iglesia quiere hacer oír su voz dialogante y a la vez profética. Los obispos de Cataluña hemos manifestado recientemente que ‘estamos convencidos de que cuando el Evangelio es acogido por las personas, la comunidad civil se hace también más responsable, más atenta a las exigencias del bien común y más solidaria con los necesitados'», recordó.
Así, apostó por «una presencia activa y comprometida de los laicos cristianos en la sociedad». «Hay un déficit de presencia de laicos cristianos en el mundo secular», lamentó.
Es preciso también «orientar el trabajo eclesial en nuestro país hacia la formación auténtica y sólida de los cristianos para que vivan su vida cristiana con fidelidad a la Iglesia y con generosidad. La Iglesia ha de priorizar la evangelización de las personas. Ello contribuirá a al bien espiritual de la sociedad, configurará las instituciones con los valores evangélicos e impregnará del humanismo cristiano el ordenamiento jurídico del país».
Urgente se perfila también «ofrecer el mensaje evangélico para que las opciones políticas y legislativas no contradigan valores fundam
entales y principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza de ser humano, como la vida, el matrimonio y la familia, la educación de los hijos».
Entre otras prioridades, anima a «conocer y valorar nuestra identidad cristiana y ser coherentes con ella. Hoy esta identidad no se valora e incluso se hace de ella objeto de burla o de menosprecio. Esto no ayuda a la realización personal y social y tampoco ayuda a la acogida de la multitud de inmigrantes de distintas etnias y culturas que hoy llegan a España y a Europa, a los que hemos de acoger debidamente y facilitar su integración al país, a nuestra cultura, respetando también la suya».
El cardenal se muestra partidario de «buscar y posibilitar caminos adecuados de presencia «comunitaria» que acompañe a los cristianos de esta sociedad, en la que se hace cada vez más difícil ser creyente «en solitario».
Finalmente, insta a recordar la «prioridad a la evangelización y a la evangelización de los pobres.»