NUEVA YORK, martes 30 de septiembre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención que pronunció este lunes el arzobispo Celestino Migliore, observador permanente de la Santa Sede, ante la asamblea general de las Naciones Unidas.
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Señor presidente:
En el momento en el que usted asume la presidencia de la sesión número 63 de la asamblea general, mi delegación desea lo mejor para sus tareas y desea trabajar con usted para afrontar los numerosos desafíos de la comunidad global.
Este debate general es una oportunidad para los responsables de la vida nacional de cada país para tomar juntos el pulso a la situación del mundo. Por su naturaleza y estructura, las Naciones Unidas no crean normalmente ni los acontecimientos ni las tendencias, sino que más bien sirven de foro donde éstos se someten a debate para intentar darles una respuesta coherente, consensuada y puntual. Este año se ha caracterizado por una serie de desafíos y crisis: calamidades naturales y provocadas por el hombre, economías tambaleantes, agitación financiera, subida de precios de los alimentos y los combustibles, repercusiones del cambio climático, guerras locales, etc. En esta aula se nos ha invitado a identificar una vez más las causas comunes y denominadores de estas crisis y a aplicar adecuadas soluciones a largo plazo.
Uno de los hechos claros que todos reconocen es que toda crisis presenta una mezcla de factores naturales y elementos de responsabilidad humana. Sin embargo, unos y otros van unidos con frecuencia a la respuesta tardía, a los fracasos o la reluctancia de los líderes para ejercer la responsabilidad de proteger a sus poblaciones.
Cuando en estas paredes se habla de la responsabilidad de proteger, el punto de referencia es el Documento Final de 2005 que trata de la responsabilidad de la comunidad internacional para intervenir en situaciones donde los gobiernos individuales no pueden o no están dispuestos a asegurar la protección a sus propios ciudadanos.
En el pasado, el término «protección» ha sido con demasiada frecuencia un pretexto para la expansión y la agresión. A pesar de los muchos avances del derecho internacional, trágicamente hoy en día todavía está vigente y se aplica esa comprensión del término.
Sin embargo, el año pasado en esta misma sede, registramos un mayor consenso sobre la inclusión de este término como un ingrediente clave del liderazgo responsable. Algunos han invocado la responsabilidad de proteger como un aspecto esencial del ejercicio de la soberanía en el ámbito nacional e internacional, mientras otros han relanzado el concepto del ejercicio de la soberanía responsable.
El Papa Benedicto XVI, en su discurso a la asamblea general de las Naciones Unidas, el pasado mes de abril, también reconoció que, desde la antigua reflexión filosófica sobre el gobierno hasta el moderno desarrollo del concepto de Estados nacionales soberanos, la responsabilidad de ofrecer protección ha servido y debe seguir sirviendo como principio compartido por todas las naciones para el gobierno de sus poblaciones y para reglamentar las relaciones entre los pueblos. Estos pronunciamientos subrayan los fundamentos históricos y morales del deber de los Estados de gobernar. Del mismo modo, confirman que el buen gobierno no debería seguirse midiendo simplemente en el contexto de «Estados de derecho» o de «soberanía», sino más bien, por la capacidad de sus líderes de cuidar de aquellos que les han sido confiados con la grave responsabilidad de guiarles moralmente.
A pesar del creciente consenso en torno a la responsabilidad de ofrecer protección como medio para una mayor cooperación, este principio sigue siendo invocado como pretexto para utilizar arbitrariamente la fuerza militar. Esta distorsión continua con métodos e ideas que en el pasado han fracasado. El uso de la violencia para resolver las divergencias es siempre un fracaso de visión y un fracaso de humanidad. La responsabilidad de ofrecer protección no debería concebirse simplemente en términos de intervención militar, sino ante todo como la necesidad para la comunidad internacional de unirse para afrontar las crisis buscando medios para lograr limpias y abiertas negociaciones, para apoyar la fuerza moral de la ley y buscar el bien común. La falta de acción común para proteger a las poblaciones a riesgo y para prevenir intervenciones militares arbitrarias socavaría la autoridad moral y práctica de esta organización.
El «nosotros los pueblos» que conformó las Naciones Unidas concibió la responsabilidad de ofrecer protección como el fulcro de la ONU. Los fundadores creían que esa responsabilidad no estribaba primordialmente en el uso de la fuerza para reinstaurar la paz y el respeto de los derechos humanos, sino sobre todo, en la reunión de los Estados para detectar y denunciar los primeros síntomas de toda crisis y para movilizar la atención de los gobiernos, de la sociedad civil y de la opinión pública con el fin de individuar las causas y proponer soluciones. Las diferentes agencias y organismos de las Naciones Unidas reafirman también la importancia de la responsabilidad de proteger a través de su capacidad para trabajar de cerca y solidariamente con las poblaciones y aplicando mecanismos de detección, de intervención y de observación.
No sólo les corresponde a los Estados, sino también a las Naciones Unidas, asegurarse que la responsabilidad de ofrecer protección constituya el patrón de medida y la motivación de todo su trabajo.
Mientras muchos siguen preguntándose y debatiendo sobre las auténticas causas y sobre las consecuencias a medio y largo plazo de las diferentes crisis financieras, humanitarias y alimentarias del mundo, las Naciones Unidas y sus miembros tienen la responsabilidad de ofrecer dirección, coherencia y resolución.
En juego no sólo está la credibilidad de esta organización y de los líderes globales, sino lo que es más importante, la capacidad de la comunidad humana para ofrecer alimentación y seguridad y para proteger los derechos humanos básicos de manera que todos los pueblos tengan la oportunidad de vivir libres del miedo y de este modo puedan vivir su dignidad inherente.
Las Naciones Unidas no fueron creadas para ser un gobierno global sino más bien el producto de la voluntad política de sus diferentes Estados miembros. Los niños huérfanos a causa del VIH/sida, los muchachos y muchachas vendidos o reducidos a esclavitud, los que se despiertan cada mañana sin saber si hoy serán perseguidos por su fe o por el color de su piel, siguen pidiendo una institución y líderes que acompañen a las palabras con acciones, compromisos y resultados. Estas voces, ignoradas con demasiada frecuencia, deben ser escuchadas para que podamos superar las divisiones políticas, geográficas e históricas y crear una organización que refleje nuestras mejores intenciones y no nuestros fracasos.
Un área en el que nuestras mejores intenciones exigen acciones urgentes es el clima. Mi delegación elogia al secretario general Ban Ki-moon por su liderazgo para reconocer la urgencia de afrontar esta cuestión y elogia a los Estados y a la sociedad civil que hacen los sacrificios políticos y personales para asegurar un futuro mejor.
El desafío del cambio climático y las diferentes soluciones propuestas y aplicadas nos llevan a considerar la preocupación y la inconsistencia que se dan hoy en el sector del derecho nacional e internacional cuando se considera, en concreto, que todo lo que es técnicamente posible debe ser legalmente lícito.
Traducción del original inglés realizada por Jesús Colina