CIUDAD DEL VATICANO, martes, 13 enero 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI, el pasado 6 de enero, solemnidad de la Epifanía del Señor, al presidir la celebración eucarística en la Basílica de San Pedro del Vaticano.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
La Epifanía, la «manifestación» de nuestro Señor Jesucristo, es un misterio multiforme. La tradición latina lo identifica con la visita de los Magos al Niño Jesús en Belén y, por tanto, lo interpreta sobre todo como revelación del Mesías de Israel a los pueblos paganos. En cambio, la tradición oriental privilegia el momento del bautismo de Jesús en el río Jordán, cuando se manifestó como Hijo unigénito del Padre celestial, consagrado por el Espíritu Santo. Pero el evangelio de san Juan invita a considerar «epifanía» también las bodas de Caná, donde Jesús, transformando el agua en vino, «manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2, 11).
Y ¿qué deberíamos decir nosotros, queridos hermanos, especialmente los sacerdotes de la nueva Alianza, que cada día somos testigos y ministros de la «epifanía» de Jesucristo en la santa Eucaristía? La Iglesia celebra todos los misterios del Señor en este santísimo y humildísimo sacramento, en el que él revela y al mismo tiempo oculta su gloria. «Adoro te devote, latens Deitas«. Así, adorando, oramos con santo Tomás de Aquino.
En este año 2009, que, en el IV centenario de las primeras observaciones de Galileo Galilei con el telescopio, está dedicado de modo especial a la astronomía, no podemos menos de prestar atención particular al símbolo de la estrella, tan importante en el relato evangélico de los Magos (cf. Mt 2, 1-12). Muy probablemente eran astrónomos. Desde su punto de observación, situado al oriente con respecto a Palestina, tal vez en Mesopotamia, habían notado la aparición de un nuevo astro y habían interpretado este fenómeno celestial como anuncio del nacimiento de un rey, precisamente, según las Sagradas Escrituras, del rey de los judíos (cf. Nm 24, 17) .
En este singular episodio, narrado por san Mateo, los Padres de la Iglesia vieron también una especie de «revolución» cosmológica, causada por el ingreso del Hijo de Dios en el mundo. Por ejemplo, san Juan Crisóstomo escribe: «Cuando la estrella se situó sobre el Niño, se detuvo; y sólo una potencia que los astros no tienen podía hacer esto, es decir, primero ocultarse, luego aparecer de nuevo y, por último, detenerse» (Homilías sobre el evangelio de san Mateo, 7, 3). San
Gregorio Nacianceno afirma que el nacimiento de Cristo imprimió nuevas órbitas a los astros (cf. Poemas dogmáticos, v, 53-64: PG 37, 428-429). Eso claramente se ha de entender en sentido simbólico y teológico. En efecto, mientras la teología pagana divinizaba los elementos y las fuerzas del cosmos, la fe cristiana, llevando a cumplimiento la revelación bíblica, contempla a un único Dios, Creador y Señor de todo el universo.
El amor divino, encarnado en Cristo, es la ley fundamental y universal de la creación. Esto, en cambio, no se entiende en sentido poético, sino real. Por lo demás, así lo entendía Dante, cuando, en el verso sublime que concluye el Paraíso y toda la Divina Comedia, define a Dios «el amor que mueve el sol y las demás estrellas» (Paraíso, XXIII, 145). Esto significa que las estrellas, los planetas y todo el universo no están gobernados por una fuerza ciega, no obedecen únicamente a las dinámicas de la materia.
Por consiguiente, no son los elementos cósmicos los que se han de divinizar, sino, al contrario, en todo y por encima de todo hay una voluntad personal, el Espíritu de Dios, que en Cristo se reveló como Amor (cf. Spe salvi, 5). Si es así, entonces los hombres, como escribe san Pablo a los Colosenses, no son esclavos de los «elementos del cosmos» (cf. Col 2, 8), sino que son libres, es decir, capaces de relacionarse con la libertad creadora de Dios.
Dios está en el origen de todo y lo gobierna todo, no a la manera de un motor frío y anónimo, sino como Padre, Esposo, Amigo, Hermano, como Logos, «Palabra-Razón», que se unió a nuestra carne mortal una vez para siempre y compartió plenamente nuestra condición, manifestando el sobreabundante poder de su gracia.
Así pues, en el cristianismo hay una concepción cosmológica peculiar, que encontró elevadísimas expresiones en la filosofía y en la teología medievales. También en nuestra época da signos interesantes de un nuevo florecimiento, gracias a la pasión y a la fe de numerosos científicos, los cuales, siguiendo las huellas de Galileo, no renuncian ni a la razón ni a la fe, más aún, valoran ambas a fondo, en su recíproca fecundidad.
El pensamiento cristiano compara el cosmos con un «libro» -así decía también Galileo- considerándolo como la obra de un Autor que se expresa mediante la «sinfonía» de la creación. Dentro de esta sinfonía se encuentra, en cierto momento, lo que en lenguaje musical se llamaría un «solo», un tema encomendado a un solo instrumento o a una sola voz, y es tan importante que de él depende el significado de toda la ópera. Este «solo» es Jesús, al que precisamente corresponde un signo regio: la aparición de una nueva estrella en el firmamento.
Los escritores cristianos antiguos comparan a Jesús con un nuevo sol. Según los conocimientos astrofísicos actuales, lo deberíamos comparar con una estrella aún más central, no sólo para el sistema solar, sino incluso para todo el universo conocido. En este misterioso designio, al mismo tiempo físico y metafísico, que llevó a la aparición del ser humano como coronación de los elementos de la creación, vino al mundo Jesús, «nacido de mujer» (Ga 4, 4), como escribe san Pablo. El Hijo del hombre resume en sí la tierra y el cielo, la creación y el Creador, la carne y el Espíritu. Es el centro del cosmos y de la historia, porque en él se unen sin confundirse el Autor y su obra.
En el Jesús terreno se encuentra el culmen de la creación y de la historia, pero en el Cristo resucitado se va más allá: el paso, a través de la muerte, a la vida eterna anticipa el punto de la «recapitulación» de todo en Cristo (cf. Ef 1, 10). En efecto, «todo fue creado por él y para él», escribe el Apóstol (Col 1, 16). Y, precisamente con la resurrección de entre los muertos, él obtuvo «el primado sobre todas las cosas» (Col 1, 18). Lo afirma Jesús mismo al aparecerse a los discípulos después de la resurrección: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18).
Esta conciencia sostiene el camino de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, a lo largo de las sendas de la historia. No hay sombra, por más densa que sea, que pueda oscurecer la luz de Cristo. Por eso, los que creen en Cristo mantienen siempre la esperanza, también hoy, ante la gran crisis social y económica que aflige a la humanidad; ante el odio y la violencia destructora que no dejan de ensangrentar a muchas regiones de la tierra; ante el egoísmo y la pretensión del hombre de erigirse como dios de sí mismo, que a veces lleva a peligrosas alteraciones del plan divino sobre la vida y la dignidad del ser humano, sobre la familia y la armonía de la creación.
Como advertí ya en la citada encíclica Spe salvi, nuestro esfuerzo por liberar la vida humana y el mundo de los envenenamientos y de las contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro, conserva su valor y su sentido aunque aparentemente no tengamos éxito o parezcamos impotentes ante el empuje de fuerzas host
iles, porque «lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios» (n. 35).
El señorío universal de Cristo se ejerce de modo especial sobre la Iglesia. «Bajo sus pies -se lee en la carta a los Efesios– (Dios) sometió todas las cosas y lo constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 22-23). La Epifanía es la manifestación del Señor y, como reflejo, es la manifestación de la Iglesia, porque el Cuerpo no se puede separar de la Cabeza.
La primera lectura de la liturgia de hoy, tomada del llamado «tercer Isaías», nos ofrece la perspectiva precisa para comprender la realidad de la Iglesia, como misterio de luz refleja: «Levántate, brilla, -dice el profeta dirigiéndose a Jerusalén- porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti» (Is 60, 1). La Iglesia es humanidad iluminada, «bautizada» en la gloria de Dios, es decir, en su amor, en su belleza, en su señorío.
La Iglesia sabe que su humanidad, con sus límites y sus miserias, pone más de relieve la obra del Espíritu Santo. Ella no puede jactarse de nada, excepto en su Señor: no proviene de ella la luz, no es suya la gloria. Pero su alegría, que nadie le podrá arrebatar, es precisamente ser «signo e instrumento» de Aquel que es «lumen gentium«, luz de los pueblos (cf. Lumen gentium, 1).
Queridos amigos, en este año paulino, la fiesta de la Epifanía invita a la Iglesia, y en ella a cada comunidad y a cada fiel, a imitar, como hizo el Apóstol de los gentiles, el servicio que la estrella prestó a los Magos de Oriente guiándolos hasta Jesús (cf. san León Magno, Discurso 3 en la Epifanía, 5: PL 54, 244). ¿Qué fue la vida de san Pablo, después de su conversión, sino una «carrera» para llevar a los pueblos la luz de Cristo y, viceversa, llevar a los pueblos a Cristo? La gracia de Dios convirtió a san Pablo en una «estrella» para los gentiles. Su ministerio es ejemplo y estímulo para la Iglesia a redescubrir que es esencialmente misionera y a renovar el compromiso de anunciar el Evangelio, especialmente a quienes aún no lo conocen.
Pero, al mirar a san Pablo, no podemos olvidar que toda su predicación se alimentaba de las Sagradas Escrituras. Por eso, en la perspectiva de la reciente Asamblea del Sínodo de los obispos, es preciso reafirmar con fuerza que la Iglesia y cada uno de los cristianos sólo pueden ser luz, que guía a Cristo, si se alimentan asidua e íntimamente de la Palabra de Dios. La Palabra, y ciertamente no nosotros, es la que ilumina, purifica y convierte. Nosotros somos servidores de la Palabra de vida. San Pablo se concebía a sí mismo y su ministerio como un servicio al Evangelio. «Todo lo hago por el Evangelio», escribe (1 Co 9, 23). Lo mismo debería poder decir también la Iglesia, cada comunidad eclesial, cada obispo y cada presbítero: todo lo hago por el Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, orad por nosotros, los pastores de la Iglesia, a fin de que, asimilando diariamente la Palabra de Dios, podamos transmitirla con fidelidad a los hermanos. Pero también nosotros oramos por todos vosotros, los fieles, porque cada cristiano, por el Bautismo y la Confirmación, está llamado a anunciar a Cristo, luz del mundo, con la palabra y el testimonio de su vida.
Que la Virgen María, Estrella de la evangelización, nos ayude a llevar a cabo juntos esta misión; e interceda por nosotros desde el cielo san Pablo, Apóstol de los gentiles. Amén.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]