CIUDAD DE MÉXICO, jueves, 15 enero 2009 (ZENIT.org-El Observador).-Educar la sexualidad es educar en castidad, y esto es tarea fundamental de la familia, donde se da un «clima favorable» ante «una cultura fuertemente condicionada por los efectos de la onda de largo alcance de la revolución sexual».
Así lo afirmó la doctora italiana María Luisa Di Pietro, profesora asociada de Bioética en la Universidad Católica del «Sagrado Corazón» de Roma y presidenta de la asociación «Scienza&Vita» (Ciencia y Vida), durante su intervención de este jueves en el Congreso Mundial de la Familia que está celebrándose en México.
Ante todo, es necesario, argumentó, «aclarar el concepto de castidad», que es la «energía espiritual, que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverlo hacia su plena realización».
«La reducción de la sexualidad a una mera dimensión del instinto ha favorecido además, en sus manifestaciones más extremas e ínfimas, a la difusión de la pornografía y de la violencia sexual», añadió.
Es urgente, por tanto, explicó, que las familias asuman el papel primordial que tienen en la formación afectiva y moral de sus hijos.
«La prisa por quemar las etapas está volviendo cada vez más difícil la maduración afectiva de los muchachos y está poniendo en riesgo incluso su salud», afirmó.
Según la doctora Di Pietro, la educación de la sexualidad «debe tener como objetivo principal el de indicar y motivar a que se alcancen grandes metas», entre ellas «el reforzamiento del Yo, de la autoestima, del sentido de dignidad propia, de la capacidad de autoposesión y autodominio, de la apertura de proyecto, de la coherencia y equilibrio interior; la adquisición de una gran atención hacia los valores de la procreación, de la vida y de la familia».
«Es necesaria una verdadera formación dirigida a la educación de la voluntad, de los sentimientos y de las emociones», añadió. «Conocerse equivale a tener un motivo más para aceptar con serenidad la propia realidad de hombre o de mujer y para exigir mayor respeto y consideración para uno mismo y para los demás».
Los padres tienen, explicó la doctora, «la obligación moral de educar a la persona en su masculinidad y feminidad, en su dimensión afectiva y de relación: educar la sexualidad como don se sí mismos en el amor, ese amor verdadero que sabe custodiar la vida».
Los pilares de toda educación basada en el amor a la persona, afirmó, son: por un lado, «qué idea se tiene del hombre», y por otro, «qué proyecto de hombre se pretende realizar».
«Si se renuncia a la verdad sobre el hombre (al amor por la verdad), se corre el riesgo de comprometer justamente la obra educativa. Si la libertad no se introduce y arraiga en una verdad integral de la persona, puede conducir al hombre mismo a conductas y elecciones que reducen lo humano, o puede convertirse en instrumento de prevaricación y de puro arbitrio o llevar a actitudes de resignación y peligroso escepticismo».
En este sentido, añadió que es necesario educar la afectividad al mismo tiempo que el sentimiento moral, o lo que es lo mismo, la «educación para la libertad».
«La persona se forma sólo cuando es capaz de responder a la pregunta sobre qué persona debería yo ser. El compromiso debe ser, entonces, el de ayudar al sujeto a crecer como persona virtuosa, o sea a adquirir una aptitud permanente para hacer el bien y para hacerlo bien».
Los padres, especialmente durante la adolescencia deben «ayudar a sus hijos a discernir su vocación personal, a descubrir el proyecto que Dios tiene para ellos», añadió.
Deben también ser conscientes de que el deber de educar moralmente a los hijos es «inalienable» y que no puede ser «ni totalmente delegado a otros ni usurpado por otros».
«De hecho, no darles a los hijos un ambiente familiar que pueda permitir una adecuada formación al amor y a la castidad, significa faltar a un deber preciso», añadió.
Por Inma Álvarez