Homilía del cardenal Bertone en la clausura del Encuentro de las Familias

En la explanada del Santuario de la Virgen de Guadalupe

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CIUDAD DE MÉXICO, domingo, 18 enero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, legado pontificio, en la misa de clausura del VI Encuentro Mundial de las Familias, celebrada este domingo en la explanada del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe.

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Queridos Hermanos y Hermanas en el Señor:

1. «A todos Ustedes amados y llamados por Dios: gracia y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y de parte del Señor Jesucristo» (Rm 1,7).

Con estas palabras del Apóstol San Pablo, del cual la Iglesia está celebrando el bimilenario de su nacimiento, deseo transmitir a todos Ustedes el afecto y la cercanía espiritual de Su Santidad Benedicto XVI, a quien tengo el honor de representar como Legado Pontificio en este Sexto Encuentro Mundial de las Familias.

Saludo con especiales sentimientos de comunión fraterna al Señor Cardenal Ennio Antonelli, Presidente del Consejo Pontificio para la Familia, agradeciendo vivamente a él y a sus colaboradores la exquisita y eficaz diligencia con la que han preparado esta iniciativa que reúne en este hermoso País a familias procedentes de todo el mundo. Quiero recordar también al Señor Cardenal Alfonso López Trujillo, a quien confiamos a la misericordia de Dios, y que con tanto celo se ocupó de los precedentes Encuentros Mundiales de las Familias, dando también inicio al camino de preparación de la presente reunión.

Saludo con afecto y agradecimiento, también en nombre del Santo Padre, al Señor Cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado de México, por el cuidado y esmero con que, junto con su comunidad diocesana, ha ultimado la celebración de este Encuentro Mundial. Y no puedo dejar de mencionar también con gratitud el intenso trabajo llevado a cabo por el Comité organizador de esta magna concentración, presidido por Monseñor Jonás Guerrero Corona, obispo auxiliar de México, y la entrega de los numerosos voluntarios que han colaborado generosamente, así como el cariño con que tantas familias de la Ciudad han abierto sus casas y su corazón a otras familias venidas de lejos para participar en este maravilloso evento eclesial.

Saludo con afecto a los Señores Cardenales, a los Hermanos en el Episcopado y a las delegaciones llegadas de tantas partes del mundo, testimoniando así el empeño con el que están trabajando las Iglesias particulares por la promoción de la pastoral familiar en las distintas partes del mundo.

Dirijo mi cordial y respetuoso saludo a las Autoridades presentes en esta Eucaristía, poniendo así de relieve la importancia vital de la familia para el presente y el futuro de la sociedad.

Es de resaltar igualmente el entusiasmo y la convicción con que los Sacerdotes, Religiosos, Religiosas y otros agentes de pastoral se entregan a la promoción y al apostolado para y con las familias.

Gracias, muy especialmente, a las familias aquí reunidas en esta gran asamblea litúrgica, en torno al Señor Jesús y bajo la mirada materna de Nuestra Señora de Guadalupe. Dentro de poco, los esposos presentes renovarán su alianza conyugal y la bendición del Señor descenderá sobre ellos para reavivar la gracia sacramental del matrimonio.

2. Las lecturas que han sido proclamadas nos presentan la Palabra de Dios que nos ilumina e interpela. La primera, tomada del Libro de los Proverbios, habla de los consejos de un padre de familia a su joven hijo. Es un aspecto muy adecuado para este VI Encuentro Mundial de las Familias, que tiene como tema La familia formadora de los valores humanos y cristianos.

Estas enseñanzas paternas se refieren a la buena conducta, a la ética, a los valores humanos, y son fruto de la experiencia, la reflexión y el buen sentido. Contienen recomendaciones concretas para evitar los vicios y practicar la virtud. El texto escuchado, en su brevedad, se detiene sólo en casos tales como la embriaguez, la gula, la pereza y la falta de respeto por los padres ancianos. Al respecto, el autor sagrado apunta: «No te juntes con los borrachos, ni con los que se hartan de carne, porque el borracho y el glotón se empobrecen, y la modorra hace andar vestido con harapos. Escucha a tu padre que te engendró y no desprecies a tu madre cuando sea vieja» (Pr 23, 20-21). Sin embargo, en el conjunto del Libro de los Proverbios, el panorama es mucho más amplio pues se habla también de orgullo, arrogancia, ira, venganza, opresión de los pobres, especialmente de las viudas y de los huérfanos, prostitución, adulterio, mentira y engaño.

Las virtudes, en cambio, son alabadas. El texto proclamado exhorta encarecidamente a ser sabios, rectos, justos, honestos y comprometidos con el bien. «Escucha hijo mío, y sé sabio. Dirige tu corazón por el camino recto (…) Adquiere el verdadero bien y no lo cedas, la sabiduría, la instrucción y la inteligencia» (Pr 23, 19.23). También en este aspecto, las recomendaciones se refieren a otras muchas virtudes: la humildad, el dominio de sí, la paciencia, la lealtad, la fidelidad conyugal, la amistad, el perdón de los enemigos, la laboriosidad, la sobriedad, la defensa de los pobres, la generosidad y la hospitalidad.

El principio que regula y fundamenta el comportamiento ético es el temor del Señor: «Principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Pr 9,10), es decir, la auténtica relación con Dios, hecha de respeto, adoración, obediencia y confianza. Algo similar se dice también en el pasaje de la Escritura que hemos escuchado: «Tu corazón no envidie a los pecadores sino que permanezca siempre en el temor del Señor, porque así tendrás un porvenir y tu esperanza no será defraudada» (Pr 23, 17-18).

El temor del Señor impulsa a renunciar al pecado y a cumplir su voluntad, concretada en las normas morales. Y como Dios quiere solamente nuestro bien, obedecerlo, según el libro de los Proverbios, es el camino para tener éxito también en este mundo, es decir, para tener salud, longevidad, bienestar, una familia unida, descendencia y honorabilidad social.

El Salmo responsorial que hemos cantado profundiza en la misma enseñanza: «Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos: comerá del fruto de su trabajo, será dichoso le irá bien. Su mujer como vid fecunda (…); sus hijos como renuevos de olivo» (Sal 128, 1-3). Según los escritos sapienciales del Antiguo Testamento, el temor del Señor, los valores éticos y las normas morales, pertenecen a la lógica y al dinamismo de la vida que tiende a su plenitud. Aceptarlos significa seguir la dirección del propio crecimiento humano, ser fieles a Dios y fieles a sí mismos.

Se trata de valores y normas conocidas a través de la experiencia y la reflexión, es decir por la razón y que, al estar contenidos en el texto inspirado son, al mismo tiempo, Palabra de Dios. Es comprensible que unas verdades accesibles a todos, también a los no creyentes, sean confirmadas por la revelación bíblica, pues frecuentemente la razón, obscurecida por los instintos y los prejuicios, no juzga correctamente. Como dice San Agustín: «Dios ha escrito sobre tablas de piedra los diez mandamientos que los hombres no leían ya en su corazón» (Comentario al Salmo 57,1). La recta razón y la fe son aliadas. Los valores auténticamente humanos son también cristianos, pues como exhorta el Apóstol Pablo: «Hermanos, aquello que es verdadero, que es noble, que es justo, aquello que es puro y amable, que es honrado, que es virtud y merece alabanza, esto sea objeto de sus pensamientos» (Fl 4,8).

También los discípulos de Jesús respetan el contenido y la consistencia propia de los valores y de la actividad humana, pero el mensaje cristiano los eleva a un nuevo y más alto significado, los integra en la relación filial con Dios Padre y en el dinamismo de la fe, de la esperanza y de la caridad. El centro del quehacer moral del crist
iano es la persona de Jesucristo, el diálogo y la comunión con Él y, mediante Él, con el Padre en el Espíritu Santo. En esta nueva relación con las Personas divinas la práctica de los valores humanos y de las normas morales se perfecciona, adquiere nuevas motivaciones y energías, capacidad de sacrificio en el seguimiento del Crucificado, alegría y confianza en la compañía del Resucitado.

La familia cristiana pone en el centro de su atención la persona del Señor Jesús; lo acoge en casa; ora y se reúne en torno a Él; busca compartir su enseñanza, sus sentimientos, sus deseos, cumplir su voluntad. La fe en su presencia transforma todas las relaciones y actividades familiares, exalta los valores humanos, crea un clima de comunión y de gozo. Clima humano y divino al mismo tiempo, como se evoca con conmoción y entusiasmo en el texto de la carta a los Colosenses que hemos escuchado en la segunda lectura. «Hermanos, revístanse, como elegidos de Dios, santos y amados, de sentimientos de misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia (…). Como el Señor los ha perdonado, así también hagan ustedes. Por encima de todo pongan la caridad, que es el vínculo de la perfección. Y la paz de Cristo reine en sus corazones (…). La palabra de Cristo habite entre ustedes abundantemente (…). Todo lo que hagan, en palabras y en obras, todo se cumpla en el nombre del Señor Jesús, dando por medio de Él gracias a Dios Padre. Ustedes esposas, sean sumisas a sus maridos (…). Ustedes maridos amen a sus esposas (…). Ustedes hijos, obedezcan a sus padres en todo (…). Ustedes, padres, no exasperen a sus hijos, para que no se desanimen» (3, 12-21).

He aquí «la familia formadora de los valores humanos y cristianos». En ella se practican muchas virtudes, unificadas y sublimadas por la caridad; las palabras y las obras de cada día están animadas por el Espíritu de Jesús y orientadas por la escucha de su Palabra. Se mantienen los roles de cónyuges, de padres y de hijos, pero todos compiten en el amarse y servirse recíprocamente.

Todos los miembros de la familia son interpelados, porque todos deben participar en el desarrollo de los valores humanos y cristianos. Pero no podemos olvidar la peculiar responsabilidad que corresponde a los padres. Su actitud respecto a sus hijos debería ser semejante a la manifestada por María y José cuando, según la narración que hemos escuchado en el Evangelio, encontraron a Jesús en el Templo, después de haberse perdido. María y José lo buscan con indecible preocupación: «Hijo ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te buscábamos angustiados» (Lc 2,48). Aman a su hijo con pasión, con todo su ser.

Pues bien, queridos padres y madres, amen a sus hijos y háganles sentir que son amados y apreciados, respetados y comprendidos. El sentirse amados suscita gratitud y confianza en los demás, en sí mismos y en el amor del Padre celestial; y es un llamado a responder al amor con el amor.

María y José viven en la intimidad con Jesús; pero su persona y su comportamiento son un misterio también para ellos. «Él les respondió: ¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre? Pero ellos no comprendieron esta respuesta» (Lc 2, 49-50). María y José intuyen que Jesús no les pertenece; vive para su verdadero Padre que es Dios y se pone totalmente a disposición del misterioso proyecto divino. A pesar de no comprender, lo acompañan con amor respetuoso y lo sirven con toda solicitud.

Queridos padres y madres, también ustedes han de respetar la personalidad y la vocación de sus hijos. Educarlos es ayudarlos a desarrollar sus potencialidades escondidas y apoyarlos para que puedan ser plenamente ellos mismos según el plan que Dios tiene sobre sus vidas. Cuídenlos como un don que les ha sido confiado, sin ser posesivos. Un famoso poeta escribe: «Sus hijos no son suyos (…). Ellos vienen a través de ustedes, pero no son de ustedes; y si bien están con ustedes, no les pertenecen. Pueden darles su amor, no su pensamiento: tienen su pensamiento propio. Pueden dar alojamiento a sus cuerpos, no a su alma, porque su alma habita la casa del mañana, que ustedes ni siquiera en un sueño pueden visitar» (K. Gibran, Il Profeta).

Una buena relación educativa comporta ternura y afecto y, al mismo tiempo, razonamiento y autoridad. Ambos padres, el papá y la mamá, han de estar cerca de sus hijos y cultivar el diálogo con ellos. Queridos padres y madres, sean generosos con sus hijos, sin ser permisivos; sean exigentes sin ser duros; sean claros con ellos y no se contradigan; sepan decir sí o no en el momento oportuno. Sean coherentes y denles buen ejemplo. Así podrán ayudar a sus hijos a madurar una personalidad equilibrada, constructiva y creativa, sólida y fiable, capaz de afrontar los retos y las pruebas de la vida, que nunca faltarán.

Para la formación de los valores humanos y cristianos se requiere la familia fundada en el matrimonio monógamo y abierto a la vida; se requiere la familia unida y estable. Los esposos que, no obstante la fragilidad humana, buscan con la gracia de Dios vivir cada vez más coherentemente el amor como don total de la propia vida del uno al otro, construyen su casa sobre roca (cf. Mt 7,24-25); hacen de su familia un Evangelio viviente; edifican la Iglesia y la sociedad civil; reflejan en la historia la presencia y la belleza de Dios que es unidad de tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Que la Virgen Santísima, Nuestra Señora de Guadalupe, obtenga esta gracia a las familias cristianas, para que se beneficien también de ella todas las familias del mundo. Oh, María, Madre del Amor hermoso, Madre de la esperanza, Auxilio de los cristianos, acoge estas humildes súplicas y regala a todas las familias del mundo aquello que necesitan para crecer en santidad, para ser sal de la tierra y luz del mundo, para ser santuarios de vida y de amor, de acogida y de perdón, de valores humanos y de virtudes cristianas. Amén.

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ZENIT Staff

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