QUERÉTARO, lunes, 19 de enero de 2009 (ZENIT.org-El Observador). Publicamos el discurso que pronunció el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado de Benedicto XVI, en el encuentro con el mundo de la cultura y la educación que se celebró este lunes en el Teatro de la República, en la ciudad de Querétaro (México). (
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Señor Nuncio Apostólico de Su Santidad en México
Señor Obispo de Querétaro
Señores Presidentes y Vicepresidentes de la Conferencia del Episcopado Mexicano,
Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
Queridos religiosos y religiosas,
Señores rectores, profesores e investigadores universitarios,
Señores representantes e ilustres personalidades del mundo de la Universidad, de la Educación y la Cultura en México,
Señoras, señores, amigos todos.
Agradezco profundamente la invitación que se me cursó para estar presente en este acto. Es un placer y un privilegio encontrarme con ustedes hoy en esta bellísima ciudad de Querétaro, Patrimonio Cultural de la Humanidad, y en la histórica sede del Teatro de la República, donde el 5 de febrero de 1917 la Asamblea Constituyentes promulgó la actual Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que ha guiado los destinos de su nación en estos casi 100 últimos años. Deseo, ante todo, rendir un sincero homenaje a los grandes hombres y mujeres de la política mexicana que, en este período constitucional, se han esforzado por conducir al país por caminos de paz y progreso, así como a todos aquellos que, a menudo sin poder hacer oír su voz y en situaciones complejas y delicadas, han sabido ofrecer generosa y abnegadamente su propia contribución al bien común.
El solemne marco que hoy nos acoge nos permite ahora, a un siglo de distancia, echar una mirada serena y desapasionada a la historia reciente de México, -a veces dolorosa, mas siempre llena de vitalidad y de esperanza-, para reflexionar juntos acerca de la presencia de la Iglesia y de los católicos en la vida pública del país y de su papel en la configuración de la cultura mexicana, y alentar a todos aquellos que se esfuerzan decididamente en tender puentes entre la fe y la razón, en alentar el diálogo franco y cordial entre la fe y la ciencia, en entablar relaciones fluidas y fructíferas entre la fe y la cultura. En efecto, hablar de la presencia de la Iglesia en la vida pública, significa también hablar acerca de la cultura, que es como la vida de un pueblo, con el fin de buscar el florecimiento de todas las potencialidades que la misma encierra. Todas aquellas iniciativas que se lleven a cabo en esta dirección serán beneficiosas para el entero pueblo mexicano y contribuirán a hacer más fecundo y dinámico su presente y más sereno y luminoso su futuro. Pido a Dios que bendiga a todos aquellos que, con ánimo abierto y amplitud de miras, se empeñan en hacer realidad este necesario e importante quehacer, colmado de retos y llamado siempre a crecer y superarse.
A este propósito, y para enfocar el tema que nos convoca, quisiera recordar una significativa anécdota que recoge el conocido escritor mexicano Gabriel Zaid en un artículo que gozó de cierta circulación hace algunos años, titulado Muerte y resurrección de la cultura católica en México, publicado en la memorable y hoy desaparecida revista Vuelta(1). En aquel artículo, cuenta el autor que, a principios de los años setenta, le dijeron que un obispo holandés interesado en la cultura deseaba entrevistarse con él. Movido por la curiosidad ante lo que juzgaba un fenómeno más bien insólito, -un obispo interesado en la cultura- el escritor acudió al encuentro. En el curso de la conversación, sigue narrando Zaid, el obispo le dijo que la renovación que el Concilio Vaticano II había aportado en todos los órdenes -litúrgico, pastoral, social- era importantísima, pero que para asegurar la misión de la Iglesia en los próximos años, era absolutamente necesario que renaciese una cultura católica. El obispo preguntó entonces a Zaid qué se podía esperar de México. Éste, desolado, confiesa: «No pude darle la menor esperanza. En México, fuera de los vestigios de mejores épocas y de la cultura popular, se acabó la cultura católica. Se quedó al margen, en uno de los siglos más notables de la cultura mexicana: el siglo XX. ¿Cómo pudo ser? Todavía me lo pregunto». (2)
Él diagnosticó es, ciertamente, pesimista y creo que sería injusto suscribirlo íntegramente. Sin embargo, tanto la observación de aquel obispo, como las reflexiones del escritor contienen algunos elementos que merecen nuestra atención. Que la cultura sea necesaria en el quehacer de la Iglesia, más aún de la misma humanidad, lo declaró el recordado Papa Juan Pablo II en su magistral intervención ante la UNESCO, pocos meses después de su elección, en términos aún más apremiantes: «¡Sí! ¡El futuro del hombre depende de la cultura! ¡Sí! ¡La paz del mundo depende de la primacía del Espíritu! ¡Sí! ¡El porvenir pacífico de la humanidad depende del amor!» (3).
Para la Iglesia, la cultura es una realidad vital, urgente, necesaria. El vínculo del Evangelio con el hombre, repetía Juan Pablo II ante la UNESCO, «es efectivamente, creador de cultura en su mismo fundamento» (4). Cuando el Evangelio es acogido por la obediencia de la fe en el corazón del hombre, todas sus facultades, su inteligencia, su efecto, su capacidad creativa, se revisten de la energía nueva de la Palabra de Dios, viva y eficaz, la Palabra creadora que hizo surgir todo de la nada, el cosmos del caos (cf. Jn 1, 1-18). De ahí la importancia que tiene para la Iglesia, como responsable del destino sobrenatural del hombre, una acción pastoral atenta y clarividente respecto a la cultura, especialmente a la cultura viva, es decir, al conjunto de los principios y valores que constituyen el ethos de un pueblo: «La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe… Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (5).
1. La Cultura de la palabra
A pesar de que la realidad expresada con la palabra «cultura» se resiste a ser encerrada en los límites estrechos de una definición, el Concilio Vaticano II, en el capítulo dedicado a la cultura en la Constitución pastoral Gaudium et spes, nos dejó algunas páginas memorables que, sin constituir una verdadera definición, nos permiten ahondar en su rico contenido. Según el texto conciliar, «es propio de la persona humana si no es mediante la cultura» (6). En otras palabras, cultura es aquello que permite al hombre ser más hombre, crecer en su propia humanidad. Se siguen de aquí dos importantes consideraciones. Ante todo, que la cultura dice relación de medio, y no de fin. Es decir, que la cultura no es un fin en sí misma, por cuanto noble y elevada, sino un medio para llegar a aquel humanismo integral propuesto por el Papa Pablo VI: el bien de todo el hombre y de todos los hombres. Mas con ello se introduce, contemporáneamente, un criterio de valoración de la cultura y las culturas, que nos permite afirmar decididamente: toda expresión cultural que no contribuye a la plena humanidad de la persona, no es auténticamente cultura. Sabemos bien que existen muchas formas de cultura que constituyen una agresión a los derechos de la persona y que, por tanto, no pueden ser consideradas como expresión de verdadera cultura, aun cuando estén profundamente arraigadas en las tradiciones ancestrales de los pueblos y de las comunidades. La lista es larga: sacrificios humanos, infibulación, discriminación y maltrato de la mujer, aborto, etc. Pretender defender tales usos o prácticas en nombre de la diversidad cultural sería un grave error.
En segundo lugar, la afirmación del Concili
o nos recuerda que la cultura se sitúa en el orden del ser y no del tener. Y el hombre -lo sabemos- «vale más por lo que es que lo que tiene» (7). El hombre, y de modo análogo los pueblos y las naciones, valen más por el conjunto de sus valores morales y espirituales que por los índices de crecimiento económico e industrial, que a menudo dependen directamente de los primeros.
Estas consideraciones nos llevan directamente a la cuestión del fundamento de la cultura. Si la cultura se sitúa en relación al hombre y al ser, necesariamente han de estar ligada a la cuestión de la verdad. Para la cultura occidental, en cuyo tronco supo injertarse la cultura mexicana con acentos y matices propios, la convicción del primado del ser sobre el obrar, –operatur sequitur esse-, de la verdad sobre sus consecuencias prácticas, ha sido siempre una evidencia pacíficamente compartida, sobre la que reposaba todo el conjunto del orden social, del pensamiento y de las expresiones artísticas. En los últimos siglos, sin embargo, este orden se vio radicalmente alterado por la afirmación del primado de la acción sobre el ser, que lleva a decir al Fausto de Göethe, parafraseando el comienzo del Evangelio según san Juan, «Im Anfang war die Tat!, Al principio era la acción». Fausto se convierte así en el precursor de la ideologías de la praxis que han dominado el mundo en el siglo pasado y cuyos influjos aún son perceptibles tanto en los regímenes totalitarios de inspiración marxista como en algunas modernas concepciones del mercado. Al primado de la acción y de la praxis, el cristiano opone el primer versículo del prólogo del cuarto Evangelio que Fausto modifica conscientemente: en el principio existía la Palabra, existía el Logos. Uniendo en este versículo la doctrina bíblica sobre el origen del mundo y la rica tradición sapiencial del antiguo Israel con la reflexión de la filosofía griega que había logrado elevarse a la idea de un dios trascendente, el apóstol Juan estaba colocando cimientos de la civilización occidental, en la que juntan sus aguas Jerusalén y Atenas, la revelación bíblica y el genio filosófico griego.
Nos hallamos así ante dos modelos contrapuestos, dos modos de concebir el mundo y de situarse ante la realidad; en definitiva, dos culturas diferentes. Por una parte, la ideología de la praxis, de la eficacia y de la acción. Por otra, aquella que, inspirándose en el versículo de san Juan, podemos definir como «cultura de la palabra», según la bella expresión del Papa Benedicto XVI en su discurso a los representantes del mundo de la cultura en París, el pasado mes de septiembre (8). Es ésta una definición que contiene en germen todo un programa intelectual y existencia para quienes trabajan en este campo. La cultura de la praxis aparece con todo el brillo seductor de la eficiencia, la energía, la acción. Frente a ella, la cultura de la palabra requiere la actitud de la acogida, la disposición interior a la escucha. Veamos cómo se presenta.
Ante todo, esta cultura de la palabra se nutre de la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios ha dirigido a los hombres y que, a su vez, se sirve de la palabra humana, materializada en todas sus ricas y diversas expresiones, dando lugar así a las maravillosas manifestaciones de la cultura: la reflexión filosófica y teológica, la pintura y las artes decorativas, la arquitectura, la música y la poesía. ¿Qué cosa son nuestras catedrales, las hermosas iglesias del barroco mexicano, la música sagrada o la pintura, sino tímidos balbuceos con los que el hombre ha intentado plasmar la belleza y la hondura de la gran Palabra que viene de Dios?
Palabra, en segundo lugar, dice comunicación, diálogo, que tiene su hontanar último y recóndito en el eterno coloquio de la Trinidad, y que halla su reflejo en las relaciones entre los hombres. Como recordaba el Papa Benedicto XVI, «la Palabra que abre el camino de la búsqueda de Dios y es ella misma el camino, es una palabra que mira a la comunidad» (9). A diferencia de otras concepciones religiosas, que buscan la salvación individual, liberando al individuo de todo vínculo con la realidad material, para el cristiano, la Palabra «introduce en la comunión con cuantos caminan en la fe», crea comunión. A la doble tentación de la exaltación individualista y de la masificación gregaria, el cristiano ofrece el modelo de la comunión, donde en la recíproca donación, la persona no se anula, sino que se enriquece.
Siendo cultura de la palabra, ésta es, al mismo tiempo, cultura del Logos, de la razón y, por tanto, en relación esencial con la verdad. La verdad, evocando al cardenal Newman, no se posee; se es poseído por ella. No se impone, se propone. Requiere del hombre la actitud de la docilidad, no la manipulación. Le exige contemplar el mundo, antes de pretender transformarlo. Por ello mismo, esta visión cristiana de la realidad, inspirada en la Escritura, es una apuesta por un mundo de sentido frente al absurdo de un devenir irracional guiado por las solas fuerzas de la materia. Esta opción por el sentido nos coloca ante la alternativa última a la que, a fin de cuentas, se enfrenta el hombre, la alternativa entre la razón y la irracionalidad: saber si el mundo procede de la pura materia irracional, en cuyo caso la razón no sería más que un mero subproducto de la evolución ciega de la materia, o si, en cambio, en el origen del mundo hay un diseño inteligente, una razón, y ésta es entonces su guía y su meta (10). Aceptar un mundo que se ha elaborado a sí mismo, que es un puro producto al azar, lleva, consecuentemente a postular que la razón, es, en el fondo, totalmente irracional, producto de la casualidad. Ni las leyes de la lógica ni la matemática tendrían entonces más sentido que el de meras conveniencias. Lo cual, llevado hasta sus últimas consecuencias, comportaría la negación de la libertad misma: si el devenir del cosmos está regido por el azar y la necesidad, si no ha habido nunca nada más, la libertad humana no es sino una quimera y un sueño, y nuestras decisiones libres serían en realidad una ilusión.
En esta alternativa entre razón e irracionalidad, el cristianismo se presenta, por tanto, como la cultura de la palabra y la religión del logos, abriendo al hombre un camino nuevo. Resumiendo estos conceptos en su magistral lección en Ratisbona, el Santo Padre Benedicto XVI nos recordaba que
el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros. Ciertamente el amor, como dice san Pablo, «rebasa» el conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple pensamiento (cf. Ef 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos, por lo cual el culto cristiano, como dice también san Pablo, es un culto que concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón (cf. Rm 12, 1) (11).
En efecto, «sólo la razón creadora, que en el Dios crucificado se ha manifestado como amor, puede verdaderamente mostrarnos el camino». (12)
Palabra, comunión, verdad, amor: conceptos fundamentales para una cultura cristiana, para una paideia, que es el ideal en que los griegos cifraban el pleno desarrollo del hombre y que Roma tradujo como humanitas.
2. La síntesis barroca de América
Esta paideia cristiana dio lugar en México a una nueva síntesis cultural, que ha marcado su identidad. La III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Puebla, se calificó esta síntesis como «mextiza» (13). Tanto este término como el vocablo «barroco» son dos palabras que no gozan de buena fama en nuestros días, y son vistas concierto desprecio. Nosotros, sin embargo, podemos reclamarlas con orgullo como un título de honra, precisamente como la aportación específica a la cultura universal que México comparte con los pueblos latinoamericanos.
El ethos barroco es fundamentalmente una experiencia de mestizaje y si bien éste constituye un hecho incontestable, no todos aceptan que se conviert
a en el rasgo esencial de la identidad nacional, por lo que es rechazado desde diversas perspectivas ideológicas. Una cierta lectura de la historia, buscando preservar a toda costa la identidad indígena, denuncia el mestizaje como una forma de contaminación por parte de los pueblos europeos. De modo inverso, la lectura europeísta, queriendo salvar el carácter europeo de la cultura iberoamericana, ve en el contacto con las culturas amerindias y afroamericanas un mero episodio accidental, sin efectos sobre la cultura europea, más allá de un vago toque exótico. Ambas interpretaciones se ven obligadas a plantear la tesis del «desencuentro» entre europeos y amerindios o afroamericanos, para salvar la identidad de cada uno.
Habría que decir, sin embargo, que lo mestizo es la novedad del encuentro, el producto de la transformación de las culturas, que no son ya ni plenamente europeas ni puramente indígenas. Por ello, la categoría de mestizaje en México, como en el resto de América Latina, debería ser originaria y constitutiva, hasta tal punto que cuando se la olvida o explícitamente se la rechaza, con ella se abandona también el fundamento de la identidad, debiendo cada generación plantearse nuevamente el mismo problema. Acaso se halle aquí, en esta negación del mestizaje, tanto desde la perspectiva europeísta como indigenista, la causa de esa tendencia a vivir mirando hacia el pasado y discutiendo en permanente conflicto acerca de la propia identidad.
En este contexto, la extraordinaria devoción mariana de México, que llega a su culmen en las apariciones guadalupanas, me parece importantísima por el alcance que tiene, no sólo desde el punto de vista religioso sino también cultural, como verdadera clave de interpretación del barroco americano. En efecto, no existiendo una historia común que compartir entre los pueblos indígenas y europeos, la figura de María significó la posibilidad de autocompadecerse y de entender lo que estaba sucediendo. La imagen de la Santísima Virgen representa la posibilidad de reconocer la unicidad de la condición humana más allá de sus limitaciones históricas y culturales, y su común origen, la pertenencia a la historia universal. En ella se venera también el encuentro entre Dios y en hombre, y se descubre en sus brazos la Palabra encarnada que se hace pan, que se congrega a todos sin exclusión y satisface las necesidades de los hombres. El rostro mestizo de Nuestra Señora de Guadalupe resume en perfecta síntesis la esperanza de un futuro mejor, en la imagen de una mujer vestida de sol, a punto de dar a luz a un Dios cercano, y al mismo tiempo la dignidad de su condición y de su origen, que no se remonta a enseñanzas históricas de héroes legendarios, sino a la experiencia de encuentro entre pueblos y personas diversas. De ahí que el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II escribiera «el rostro mestizo de la Virgen de Guadalupe fue ya desde el inicio en el Continente un símbolo de la inculturación de la evangelización, de la cual ha sido la estrella y guía. Con su intercesión poderosa la evangelización podrá penetrar el corazón de los hombres y mujeres de América, e impregnar sus culturas trasformándolas desde dentro».
Santa María de Guadalupe, por tanto, representa un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada. Más aún, podríamos decir que, así como la Biblia es el gran código de la cultura occidental, que puede servir de terreno común de entendimiento a los creyentes y no creyentes, en cierto sentido, la imagen de la Virgen de Guadalupe constituye como él código simbólico de la cultura mexicana, como expresión de su identidad. Un símbolo que podría ser aceptable también para quienes no creen y, sin embargo, ven plasmada en aquella imagen el prontuario de valores en lo que fundar una comunidad de destino.
3. El gran divorcio
Siendo ésta la gran riqueza cultural de América, no puede por menos de sorprender «el gran divorcio» entre la cultura popular, que hemos calificado como la gran síntesis barroca y mestiza, con la cultura de las élites y las minorías dirigentes. Es paradójica la escisión entre la cultura ilustrada de las élites, que viven mirando a Europa o Norteamérica, y la cultura barroca del pueblo.
Son muchos los factores lo que han contribuido a esta división, que ha conducido después a una especie de irrelevancia cultural de los católicos y de la Iglesia en el mundo de la cultura. A este tema quiso dedicar la Conferencia del Episcopado Mexicano un encuentro de trabajo sobre la Cultura Católica, organizado por las Comisiones Episcopales de Pastoral Social, de Educación y de Cultura, el año 1999, al que fueron invitados algunos representantes del mundo de la cultura. Tomo de aquel encuentro algunas observaciones, que hallo particularmente interesantes, para hablar acerca de la situación de la cultura.
En primer lugar, habría que mencionar la persecución sufrida por la Iglesia en México. La Iglesia fue deliberantemente expulsada de los ámbitos públicos de creación de alta cultura, especialmente de la Universidad y del foro político. Liberales y revolucionarios aplicaron con éxito una estrategia de aislamiento, especialmente en el área de la educación. Este proceso, como sabemos, fue particularmente violento en el siglo XX, en el que se desencadenó una sangrienta represión contra la Iglesia.
Sin embargo, sería equivocado atribuir toda la culpa a elementos externos, y a la existencia de tramas de poder, ciertamente activas y poderosas, que persiguen eliminar la presencia de la Iglesia en la vida pública.
Es necesario constatar también que los esfuerzos católicos para la producción de la cultura han tenido, en general, un éxito mermado. Han faltado en ocasiones la creatividad necesaria para dar vida a nuevas propuestas culturales. Mientras que Europa y América conocieron a finales del siglo XIX y principios del XX una explosión de creatividad en todos los órdenes, con notables reflejos de la vida cultural mexicana, los católicos no supieron integrarse adecuadamente en las vanguardias, ocupados como estaban en la defensa de su propia identidad. A ello se añade el hecho de que en México, como en los países bajo la influencia napoleónica, la teología desapareció de la vida universitaria. Paralelamente se verificó en algunos momentos un proceso de deterioro en la formación cultural de los sacerdotes.
La resultante de todos estos factores es que, mientras que en el pasado de la Iglesia tuvo un papel destacado en la vida cultural de México, como en el resto de la cultura del Nuevo Mundo, con un florecimiento en los siglos XVI-XVII, en la pasada centuria, una de las más brillantes en la cultura mexicana, al Iglesia y los católicos apenas tuvieron incidencia en ella.
En el fondo de este panorama hay un problema más profundo, relacionado con la incapacidad para poner en práctica lo que el Papa Benedicto XVI, citando al filósofo Jurgen Habermas, llama «disposición al aprendizaje mutuo», de modo, que los católicos y no católicos acepten escuchar las razones del otro.
Los participantes en el encuentro antes citado concluían que, si bien se puede afirmar que la alta cultura católica no ha tenido un gran influjo en México, y que ha dejado un vacío en la vida de la nación, gracias a Dios también se podían constatar nuevas y prometedoras realidades en las que la vivencia del Evangelio se manifiesta en la vida intelectual. Entre los signos incipientes y esperanzadores se percibe una mayor participación de la Iglesia en la vida cultural, así como el acercamiento de figuras importantes de la cultura mexicana a la religiosidad católica. Se trata, en definitiva, de trabajar para que la cultura mexicana ahonde en sus raíces, no necesariamente para imponer un canon moral o intelectual a los intelectuales y artistas, sino para complementar, enriquecer y acoger sus esfuerzos creativos. Se trata, en definitiva, de evangelizar la cultura.
4. Evangelizar la cultura
Esta situación de escisión interna de las culturas americanas constituye un factor de empobrecimiento, no sólo para la Iglesia, sino para el conjunto de la sociedad latinoamericana. Un pueblo privado de su identidad se ve permanentemente amenazado por nuevas formas de colonialismo cultural, que a la larga son fuente de tensiones. Por ello, a las cuatro columnas que el beato Juan XXIII proponía como punto de apoyo para la paz, -la verdad, la libertad, la justicia y el amor-, habría que añadir una quinta, la cultura. No puede hacer paz ni progreso auténticos ignorando o destruyendo la cultura de un pueblo. A lo largo de los últimos decenios, el Estado y el mercado ha ido ocupando con eficacia el ámbito de las instituciones y de la vida pública. Pero ni el uno ni el otro son capaces de ofrecer al hombre el sentido profundo de su existencia, que no se esclarece ni por su adhesión a una opción política, ni por el desempeño de una profesión, ni por el éxito económico.
La evangelización de la cultura en México, como en otras parte del mundo, es hoy más urgente que nunca. Así como el primer anuncio de Evangelio fue, ante todo, un encuentro entre culturas, es necesario hoy un nuevo anuncio que tenga entre sus prioridades a la cultura. Estoy firmemente persuadido: mientras no iluminemos con el Evangelio el alma de la cultura, no podemos esperar la transformación tan anhelada de nuestros pueblos.
La pastoral de la cultura en sus múltiples expresiones, no tiene otro objetivo que inspirar con la fuerza de la Palabra de Dios la existencia cristiana en todas sus dimensiones, no sólo en el ámbito privado de la conciencia. No se trata de un complemento de lujo, una atención aislada a ciertas élites de intelectuales, que no haría sino perpetuar su desconexión con el resto de la sociedad. Se trata más bien de una dimensión necesaria propia de cualquier otro tipo de acción evangelizadora.
Conclusión
Queridos amigos: tenemos ante nosotros un desafío apasionante y hermoso. Dar a luz una nueva cultura cristiana en este comienzo del Tercer Milenio, ser los autores de una nueva síntesis entre la fe y la cultura de nuestro tiempo, abrir horizontes fecundos, acabar con tópicos inútiles y estériles.
La Iglesia, conocedora como ninguna otra institución del alma del pueblo, porque ha acompañado su crecimiento y siempre ha respondido a sus dificultades, quiere de nuevo aprovechar las fuerzas que le vienen de lo alto para ofrecer una realidad original, no quimérica, sino nacida del cambio del corazón del hombre. El cambio que necesitamos no es una simple mutación de estructuras: unas pueden sustituir a otras, pero siempre serán portadoras de respuestas no definitivas. Sólo el Evangelio puede engendrar el hombre nuevo que genere a su vez estructuras nacidas de la verdad y del amor. La Iglesia reconoce este reto y, como en otras épocas de su ya bimilenaria historia, se lanza con los ojos puestos en Jesús y con la fuerza transformadora del Espíritu Santo a promover con ahínco todo lo que favorezca y salvaguarde la dignidad del hombre y promueva el bien común de la entera sociedad. Ella conoce su pequeñez y pobres medios, pero es consciente que su fuerza le viene del Señor, que no se deja ganar en generosidad y es capaz de robustecer lo débil.
Ahora bien, este proceso de transformación se debe realzar gradualmente. Es necesario partir de comienzos modestos y, a través de una acción capilar, aspirar a la transformación y enriquecimiento de la cultura, sin despreciar los pequeños logros. Es mejor encender una pequeña candela, que maldecir de la oscuridad. En este sentido, el beato Federico Ozanam, defendiendo la acción que llevaba a cabo las Conferencias de San Vicente de Paúl, solía responder a quien objetaba que con humildes acciones no se resolvía el problema social: «antes de hacer el bien común, podamos lograr el bien de alguien, antes de regenerar Francia, podemos ayudar a alguno de estos pobres».
Para ello juega a nuestro favor un fondo de religiosidad popular que la ola de secularismo todavía no ha logrado apagar. Acaso pueda parecer una caña quebrada o una mecha vacilante, pero es siempre un punto de arranque para la tarea de la evangelización. Así lo han entendido siempre los santos. El mismo Ozaman, en medio de los tumultuosos acontecimientos revolucionarios de 1848, no dejó de percibir este fondo de fe en el pueblo: «Es en el pueblo donde yo veo aún bastante fe y moralidad como para salvar una sociedad en la que las clases altas han perdido. No convertiremos a Atila y a Genserico, pero gracias a Dios, quizá lo lograremos con los hunos y los vándalos». No todo esta perdido. No hay tiempo para el desaliento. Nada ganamos con dejarnos vencer por la inercia o la rutina. No podemos cruzarnos de brazos pensando que cualquier esfuerzo en el terreno cultural es fatiga inútil o empresa imposible.
Si queremos ser fermentos de una nueva cultura, hemos de comenzar por abrir el corazón a la pujante acción del Espíritu de Jesucristo que, divinizándolo, no lo despoja de lo humano, sino que lo enaltece, purificándolo y transformándolo. No quisiera que parezca ingenua o poco realista esta invitación a no dejarse superar por las dificultades y optar por la superación y la santidad. No es sino un eco de la que el recordado Papa Juan Pablo II dirigió a toda la Iglesia en su carta Novo Millenio Ineunte. Es la invitación a contemplar más intensamente el rostro de Cristo y entrar en intimidad con él, a hacer de la santidad el programa de la renovación de la Iglesia y, por tanto también, de la pastoral de la cultura. La santidad crea belleza, despejamos caminos, hace aflorar propuestas, genera fuerzas y proporciona esperanzadas razones. A todos ustedes, queridos amigos, permítanme que les repita las mismas palabras que el Señor dirigió a un Pedro fatigado y desalentado tras una noche d trabajo infructuoso: «Duc in altum!, ¡Rema mar adentro!» para responder como el humilde pescador de Galilea: «Señor, en tu nombre, echaré las redes» (Lc 5, 1-11). Muchas gracias.
Card. Tarcisio Bertone
Secretario de Estado