CIUDAD DEL VATICANO, lunes 26 de enero de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso pronunciado este lunes por Benedicto XVI ante el nuevo embajador de Francia ante la Santa Sede, Stanislas Lefebvre de Laboulaye, al presentarse éste sus Cartas Credenciales.
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Señor embajador:
Estoy contento de acoger a Vuestra Excelencia en esta circunstancia solemne de la presentación de las Cartas que le acreditan en calidad de embajador extraordinario y plenipotenciario de la República francesa ante la Santa Sede. En primer lugar, le agradecería que expresara mi saludo a Su Excelencia el Señor Nicolas Sarkozy, Presidente de la República Francesa, y le transmita mis más cordiales votos hacia su persona, hacia su actividad al servicio de su país así como hacia la totalidad del pueblo francés.
Mi alegría está aún viva por haber podido, el año pasado, acudir a París y a Lourdes para celebrar el 150 aniversario de las apariciones de la Virgen María a Bernadette Soubirous. Deseo renovar mis agradecimientos al Señor Presidente de la República por su invitación, así como a las autoridades políticas, civiles y militares, que han permitido el completo éxito de este viaje. Mi gratitud se dirige también a los pastores y los fieles católicos que han hecho posible estos grandes encuentros, dando testimonio de la capacidad de la fe para tener abierto pacíficamente el espacio de interioridad que existe en el hombre, y para reunir fraternal y gozosamente a grandes masas de hombres y mujeres tan distintos.
Estos momentos han mostrado, si era necesario, que la comunidad católica es una de las fuerzas vivas de su país. Los fieles han comprendido bien y acogido con interés y satisfacción la propuesta de su Presidente de que la aportación de las grandes familias espirituales constituya para la vida de la Nación una «gran riqueza» en lugar de una «locura» que dejar pasar. La Iglesia está dispuesta a responder a esta invitación y disponible para trabajar de cara al bien común.
El próximo año verá celebrarse en Francia un gran debate sobre bioética. Me alegro de que la misión parlamentaria sobre las cuestiones relativas al final de la vida haya llegado a conclusiones prudentes y llenas de humanidad, proponiendo reforzar los esfuerzos para permitir acompañar mejor a los enfermos. Deseo que esa misma sabiduría que reconoce el carácter intangible de toda vida humana, pueda aplicarse en el momento de la revisión de las leyes de bioética. Los pastores de la Iglesia de Francia han trabajado mucho y están dispuestos a ofrecer su contribución de calidad al debate público que va a empezar. Recientemente, el Magisterio de la Iglesia a querido, por su parte, a través del documento Dignitas Humanae publicado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, subrayar que los poderosos avances científicos deben estar siempre guiados por la preocupación de servir al bien y a la dignidad inalienable del hombre.
Como en todo el mundo, el gobierno de su país debe afrontar hoy la crisis económicas: deseo que las medidas que se están estudiando tengan particular empeño en favorecer la cohesión social, en proteger a las poblaciones más frágiles y sobre todo en devolver a la mayor cantidad de personas la capacidad y la oportunidad de convertirse en actores de una economía verdaderamente creadora de servicios y de auténtica riqueza. Estas dificultades son una fuente penosa de inquietudes y de sufrimientos para muchos, pero también son una oportunidad para sanear los mecanismos financieros, para hacer progresar el funcionamiento de la economía hacia una preocupación más grande por el hombre y para reducir las formas antiguas y nuevas de pobreza (cf. Discours à l’Élysée, 12 septiembre 2008).
El deseo de la Iglesia es el de dar testimonio de cristo poniéndose al servicio de todo hombre. Me congratulo, por esta razón, del acuerdo que usted mismo ha mencionado hace un momento y que acaba de ser firmado entre Francia y la Santa Sede sobre el reconocimiento de los diplomas librados por las Universidades pontificias y los Institutos católicos. Este acuerdo, inscrito dentro del marco del proceso de Bolonia, ayudará a numerosos estudiantes franceses y extranjeros. Valora la fuerte contribución, particularmente en el campo de la educación, de la Iglesia que manifiesta una preocupación por la formación de la juventud para que ésta adquiera las competencias técnicas adecuadas para ejercer sus capacidades en el futuro, y reciba también una formación que les haga vigilantes para afrontar la dimensión ética de toda responsabilidad.
Hace poco, las autoridades francesas manifestaron otra vez su voluntad firme de dotarse de mecanismos de discusión y de representación de los cultos. Al respecto, en el momento de mi viaje a Francia, me alegró la posición ocupada por el diálogo oficial entre el gobierno francés y la Iglesia católica. Conozco, además, la continua preocupación de los obispos de Francia por reunir las condiciones de un diálogo pacífico y permanente con todas las comunidades religiosas y todas las familias del pensamiento. Les agradezco sus desvelos para asegurar las bases de un diálogo intercultural e interreligioso donde las diferentes comunidades religiosas tengan la oportunidad de mostrar que son factores de paz. En efecto, como quise subrayar en la tribuna de la ONU, reconociendo el valor trascendente de todo ser humano, en lugar de enfrentar a los hombres unos contra otros, favorecen la conversión del corazón «que lleva a un compromiso contra la violencia, el terrorismo o la guerra, y la promoción de la justicia y de la paz» (18 abril 2008).
En este sentido, usted ha evocado, señor embajador, las numerosas crisis que marcan actualmente la escena internacional. Es bien sabido -como tuve ocasión de recordar en mi reciente discurso al Cuerpo Diplomático – que la Santa Sede sigue con preocupación constante las situaciones de conflicto y los casos de violación de los derechos humanos, pero no dudo que la comunidad internacional, en la que Francia desempeña un gran papel, puede aportar una contribución más justa y eficaz en favor de la paz y de la concordia entre las naciones y para el desarrollo de cada país,
Quisiera aprovechar la ocasión de nuestro encuentro para saludar calurosamente, por vuestro medio, a las comunidades de fieles católicos que viven en Francia. Sé que su alegría será grande este año, al ver canonizada a la Bienaventurada Jeanne Jugan, fundadora de la Congregación de las Hermanitas de los Pobres. Muchos franceses están en deuda con el humilde y firme testimonio de caridad de las monjas que han seguido sus pasos, en particular, para servir a los pobres y los ancianos. Este acontecimiento manifestará, una vez más, cómo la fe viva es pródiga en buenas obras y cómo la santidad es un bálsamo benéfico en las heridas de la humanidad.
En el momento en que usted inaugura su noble misión de representación ante la Santa Sede, deseo honrar la memoria de su predecesor, Su Excelencia M. Bernard Kessedjian, agradeciendo las cualidades humanas que ha desempeñado en su misión al servicio de las relaciones entre Francia y la Santa sede. Con reconocimiento, le confío, como a sus familiares, a la ternura del Señor.
Señor Embajador, le dirijo mis mayores votos por el feliz cumplimiento de su propia misión. Estoy seguro de que encontrará entre mis colaboradores la acogida y la comprensión de la que pueda tener necesidad. Sobre Su Excelencia, sobre su familia y sobre sus colaboradores, así como sobre todo el pueblo francés y sus dirigentes, invoco de corazón la abundancia de las Bendiciones divinas.
[Traducción del original francés por Inma Álvarez]
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