CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 4 de febrero de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto de la catequesis que Benedicto XVI pronunció el miércoles, con motivo de la Audiencia General, en el Aula Pablo VI, y con la que ha concluido su ciclo sobre san Pablo.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
La serie de nuestras catequesis sobre la figura de san Pablo ha llegado a su conclusión: queremos hablar hoy del final de su vida terrena. La antigua tradición cristiana testifica unánimemente que la muerte de Pablo vino como consecuencia del martirio sufrido aquí en Roma. Los escritos del Nuevo Testamento no recogen el hecho. Los Hechos de los Apóstoles terminan su relato señalando la condición de prisionero del Apóstol, que sin embargo podía recibir a todos aquellos que le visitaban (cfr Hch 28,30-31). Sólo en la segunda Carta a Timoteo encontramos estas palabras premonitorias suyas: «Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación, y el momento de mi partida [de desplegar las velas en el original, n.d.t.] es inminente» (2 Tm 4,6; cfr Fil 2,17). Se usan aquí dos imágenes, la cultual del sacrificio, que ya había usado en la Carta a los Filipenses interpretando el martirio como parte del sacrificio de Cristo, y la marinera de soltar las amarras: dos imágenes que juntas aluden discretamente al acontecimiento de la muerte, y de una muerte cruenta.
El primer testimonio explícito sobre el final de san Pablo nos viene de la mitad de los años 90 del siglo I, y por tanto poco más de treinta años después de su muerte efectiva. Se trata precisamente de la Carta que la Iglesia de Roma, con su obispo Clemente I, escribió a la Iglesia de Corinto. En aquel texto epistolar se invita a tener ante los ojos el ejemplo de los Apóstoles, e, inmediatamente después de mencionar el martirio de Pedro, se lee así: «Por los celos y la discordia Pablo fue obligado a mostrarnos como se consigue el premio de la paciencia. Arrestado siete veces, exiliado, lapidado, fue el heraldo de Cristo en Oriente y en Occidente, y por su fe consiguió una gloria pura. Tras haber predicado la justicia en todo el mundo, y tras haber llegado hasta el extremo de Occidente, aceptó el martirio ante los gobernantes; así partió de este mundo y llegó al lugar santo, convertido así en el más grande modelo de paciencia» (1 Clem 5,2). La paciencia de la que habla es la expresión de su comunión con la pasión de Cristo, de la generosidad y constancia con la que aceptó un largo camino de sufrimiento, hasta poder decir: «llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús» (Gal 6,17). Hemos escuchado en el texto de san Clemente que Pablo habría llegado «hasta el extremo de Occidente». Se discute si esto se refiere a un viaje a España que san Pablo habría realizado. No existe certeza sobre esto, pero es verdad que san Pablo en su carta a los Romanos expresa su intención de ir a España (cfr Rm 15,24).
Es muy interesante, en la carta de Clemente, la sucesión de los dos nombres de Pedro y de Pablo, aunque éstos serán invertidos en el testimonio de Eusebio de Cesarea en el siglo IV, cuando hablando del emperador Nerón escribió: «Durante su reinado Pablo fue decapitado precisamente en Roma, y Pedro fue allí crucificado. El relato está confirmado por el nombre de Pedro y de Pablo, que aun hoy se conserva en sus sepulcros en esta ciudad» (Hist. eccl. 2,25,5). Eusebio después continúa relatando la declaración anterior de un presbítero romano de nombre Gayo, que se remonta a los inicios del siglo II: «Yo te puedo mostrar el trofeo de los apóstoles: si vas al Vaticano o a la Vía Ostiense, allí encontrarás los trofeos de los fundadores de la Iglesia» (ibid. 2,25,6-7). Los «trofeos» son los monumentos sepulcrales, y se trata de las mismas sepulturas de Pedro y de Pablo que aún hoy veneramos, tras dos milenios en los mismos lugares: sea aquí en el Vaticano respecto a san Pedro, sea en la Basílica de San Pablo Extramuros en la Vía Ostiense, respecto al Apóstol de los Gentiles.
Es interesante señalar que los dos grandes Apóstoles son mencionados juntos. Aunque ninguna fuente antigua habla de un ministerio contemporáneo suyo en Roma, la sucesiva conciencia cristiana, sobre la base de su común sepultura en la capital del imperio, los asociará también como fundadores de la Iglesia de Roma. Así se lee de hecho en Ireneo de Lyón, a finales del siglo II, a propósito de la sucesión apostólica en las distintas iglesias: «Ya que sería largo enumerar las sucesiones de todas las Iglesias, tomaremos la Iglesia grandísima y antiquísima y de todos conocida, la Iglesia fundada y establecida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo» (Adv. haer. 3,3,2).
Dejemos aparte la figura de Pedro y concentrémonos en la de Pablo. Su martirio viene relatado por primera vez en los Hechos de Pablo, escritos hacia finales del siglo II. Éstos refieren que Nerón lo condenó a muerte por decapitación, ejecutada inmediatamente después (cfr 9,5). La fecha de la muerte varía según las fuentes antiguas, que la colocan entre la persecución desencadenada por Nerón mismo tras el incendio de Roma en julio del 64 y el último año de su reinado, el 68 (cfr Jerónimo, De viris ill. 5,8). El cálculo depende mucho de la cronología de la llegada de Pablo a Roma, una discusión en la que no podemos entrar aquí. Tradiciones sucesivas precisarán otros dos elementos. Uno, el más legendario, es que el martirio tuvo lugar en las Acquae Salviae, en la Vía Laurentina, con un triple rebote de la cabeza, cada uno de los cuales causó la salida de una corriente de agua, por lo que el lugar se ha llamado hasta ahora «Tre Fontane» (Hechos de Pedro y Pablo del Pseudo Marcelo, del siglo V). El otro, en consonancia con el antiguo testimonio ya mencionado, del presbítero Gayo, es que su sepultura tuvo lugar «no sólo fuera de la ciudad, en la segunda milla de la Vía Ostiense», sino más precisamente «en la granja de Lucina», que era una matrona cristiana (Pasión de Pablo del Pseudo Abdías, del siglo VI). Aquí, en el siglo IV, el emperador Constantino erigió una primera iglesia, después enormemente ampliada tras el siglo IV y V por los emperadores Valentiniano II, Teodosio y Arcadio. Tras el incendio de 1800, se erigió aquí la actual basílica de San Pablo Extramuros.
En todo caso, la figura de san Pablo se engrandece más allá de su vida terrena y de su muerte; él ha dejado de hecho una extraordinaria herencia espiritual. También él, como discípulo verdadero de Jesús, se convirtió en signo de contradicción. Mientras que entre los llamados «ebionitas» –una corriente judeocristiana– era considerado como apóstata de la ley mosaica, ya en el libro de los Hechos de los Apóstolesaparece una gran veneración hacia el Apóstol Pablo. Quisiera ahora prescindir de la literatura apócrifa, como los Hechos de Pablo y Tecla y un epistolario apócrifo entre el Apóstol Pablo y el filósofo Séneca. Es importante constatar sobre todo que bien pronto las Cartas de san Pablo entran en la liturgia, donde la estructura profeta-apóstol-Evangelio es determinante para la forma de la liturgia de la Palabra. Así, gracias a esta «presencia» en la liturgia de la Iglesia, el pensamiento del Apóstol se convierte en seguida en nutrición espiritual para los fieles de todos los tiempos.
Es obvio que los Padres de la Iglesia y después todos los teólogos se han nutrido de las Cartas de san Pablo y de su espiritualidad. Él ha permanecido en los siglos, hasta hoy, como verdadero maestro y apóstol de los gentiles. El primer comentario patrístico llegado hasta nosotros sobre un escrito del Nuevo testamento es el del gran teólogo alejandrino Orígenes, que comenta la Carta de san Pablo a los Romanos. Este comentario por desgracia se conserva sólo en parte. San Juan Crisóstomo
, además de comentar sus Cartas, ha escrito de él sus siete Panegíricos memorables. San Agustín le deberá el paso decisivo de su propia conversión, y volverá a Pablo durante toda su vida. De este diálogo permanente con el Apóstol deriva su gran teología católica y también para la protestante de todos los tiempos. Santo Tomás de Aquino nos ha dejado un bello comentario a las Cartas Paulinas, que representa el fruto más maduro de la exegesis medieval. Un verdadero punto de inflexión se verificó en el siglo XVI con la Reforma protestante. El momento decisivo en la vida de Lutero fue el llamado «Turmerlebnis», (1517) en el que en un momento encontró una nueva interpretación de la doctrina paulina de la justificación. Una interpretación que lo liberó de los escrúpulos y de las ansias de su vida precedente y que le dio una nueva, radical confianza en la bondad de Dios, que perdona todo sin condición. Desde aquel momento, Lutero identificó el legalismo judeo-cristiano, condenado por el Apóstol, con el orden de vida de la Iglesia católica. Y la Iglesia le pareció como expresión de la esclavitud de la ley a la que opuso la libertad del Evangelio. El Concilio de Trento, entre 1545 y 1563, interpretó profundamente la cuestión de la justificación y encontró en la línea de toda la tradición católica la síntesis entre ley y Evangelio, conforme al mensaje de la Sagrada Escritura leída en su totalidad y unidad.
El siglo XIX, recogiendo la mejor herencia de la Ilustración, conoció una nueva reviviscencia del paulinismo, ahora sobre todo en el plano del trabajo científico desarrollado por la interpretación histórico-crítica de la Sagrada Escritura. Prescindamos aquí del hecho de que también en aquel siglo, como en el XX, emergió una verdadera y propia denigración de san Pablo. Pienso sobre todo en Nietzsche, que se burlaba de la teología de la humildad en san Pablo, oponiendo a ella su teología del hombre fuerte y poderoso. Pero prescindamos de esto y veamos la corriente esencial de la nueva interpretación científica de la Sagrada Escritura y del nuevo paulinismo de este siglo. Aquí se subraya sobre todo como central en el pensamiento paulino el concepto de libertad: en él se ha visto el corazón del pensamiento de Pablo, como por otra parte ya había intuido Lutero. Ahora sin embargo el concepto de libertad era reinterpretado en el contexto del liberalismo moderno. Y después se subraya fuertemente la diferenciación entre el anuncio de san Pablo y el anuncio de Jesús. Y san Pablo aparece casi como un nuevo fundador del cristianismo. Es cierto que en san Pablo la centralidad del Reino de Dios, determinante para el anuncio de Jesús, se transforma en la centralidad de la cristología, cuyo punto determinante es el misterio pascual. Y del misterio pascual resultan los Sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, como presencia permanente de este misterio, del que crece el Cuerpo de Cristo, se construye la Iglesia. Pero diría, sin entrar ahora en detalles, que precisamente en la nueva centralidad de la cristología y del misterio pascual se realiza el Reino de Dios, se hace concreto, presente, operante el anuncio auténtico de Jesús. Hemos visto en las catequesis precedentes que precisamente esta novedad paulina es la fidelidad más profunda al anuncio de Jesús. En el progreso de la exégesis, sobre todo en los últimos doscientos años, crecen también las convergencias entre las exégesis católica y protestante, realizando así un consenso notable precisamente en el punto que estaba en el origen de la mayor disensión histórica. Por tanto una gran esperanza para la causa del ecumenismo, tan central para el Concilio Vaticano II.
Brevemente quisiera al final señalar aún a los diversos movimientos religiosos, surgidos en la edad moderna en el seno de la Iglesia católica, que se remiten a san Pablo. Así ha sucedido en el siglo XVI con la «Congregación de san Pablo», llamada de los Barnabitas, en el siglo XIX con los «Misioneros de San Pablo» o Paulistas, y en el siglo XX con la poliédrica Familia paulina» fundada por el beato Santiago Alberione , por no hablar del Instituto secular de la «Compañía de san Pablo». Sustancialmente, permanece luminosa ante nosotros la figura de un apóstol y de un pensador cristiano extremadamente fecundo y profundo, de cuya cercanía cada uno de nosotros puede sacar provecho. En uno de sus panegíricos, san Juan Crisóstomo instauró una original comparación entre Pablo y Noé, expresándola así: Pablo «no colocó juntos los ejes para fabricar un arca; más bien, en lugar de unir las tablas de madera, compuso cartas y así extrajo de las aguas no a dos, o tres, o cinco miembros de su porpia familia, sino a la entera ecumene que estaba a punto de perecer» (Paneg. 1,5). Precisamente puede hacer aún y siempre el apóstol Pablo. Tender hacia él, tanto a su ejemplo apostólico como a su doctrina, será por tanto un estímulo, si no una garantía, para consolidar la identidad cristiana de cada uno de nosotros y para la renovación de toda la Iglesia.
[Durante los saludos, añadió:]
Sigue suscitando preocupación la situación de Sri Lanka.
Las noticias de un recrudecimiento del conflicto y del creciente número de víctimas inocentes me inducen a dirigir un apremiante llamamiento a los combatientes para que respeten le derecho humanitario y la libertad de movimiento de la población, hagan lo posible por garantizar la asistencia a los heridos y la seguridad de los civiles y consientan la satisfacción de sus urgentes necesidades alimentarias y médicas.
La Virgen santa de Madhu, muy venerada por los católicos y también por los pertenecientes a otras religiones, apresure en día de la paz y de la reconciliación en ese querido país.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]