CIUDAD DEL VATICANO, lunes 23 de febrero de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos el contenido de la «lectio divina» para los seminaristas pronunciada por Benedicto XVI el pasado viernes por la tarde, durante su visita al Seminario Romano Mayor, en la vigilia de la fiesta de Nuestra Señora de la Confianza.
* * *
Señor cardenal, queridos amigos:
Para mí siempre es una gran alegría estar en mi Seminario, ver a los futuros sacerdotes de mi diócesis, estar con vosotros en el signo de Nuestra Señora de la Confianza. Con Ella, que nos ayuda y acompaña, y que nos da realmente la certeza de ser siempre ayudados por la gracia divina, seguimos adelante.
Vamos a ver ahora qué nos dice san Pablo con este texto: «Habéis sido llamados a la libertad». La libertad en todas las épocas ha sido el gran sueño de la humanidad, desde los comienzos, pero particularmente en la época moderna. Sabemos que Lutero se inspiró en este texto de la Carta a los Gálatas, y la conclusión fue que la Regla monástica, la jerarquía, el magisterio le parecieron como un yugo de esclavitud del que era necesario librarse. Sucesivamente, el periodo de la Ilustración fue totalmente guiado, penetrado por este deseo de la libertad, que se pensaba haber ya alcanzado . Pero también el marxismo se presentó como camino hacia la libertad.
Nos preguntamos esta noche: ¿qué es la libertad? ¿cómo podemos ser libres? San Pablo nos ayuda a entender esta realidad complicada que es la libertad insertando este concepto en un contexto de divisiones antropológicas y teológicas fundamentales. Dice: «Que esta libertad no se convierta en un pretexto para vivir según la carne, sino poneos al servicio unos de otros en la caridad» El rector nos ha dicho ya que «carne» no es el cuerpo, sino que «carne» –en el lenguaje de san Pablo– es expresión de la absolutización del yo, del yo que quiere serlo todo y tomarlo todo para sí. El yo absoluto, que no depende de nada ni de nadie, parece poseer realmente, en definitiva, la libertad. Soy libre si no dependo de nadie, si puedo hacer todo lo que quiero. Pero precisamente esta absolutización del yo es «carne», es decir, es degradación del hombre, no es conquista de la libertad: el libertinismo no es libertad, es más bien el fracaso de la libertad.
Y Pablo se atreve a proponer una fuerte paradoja: «Mediante la caridad, poneos al servicio» (en griego douléuete); es decir, la libertad se realiza paradójicamente en el servicio; llegamos a ser libres si nos convertimos en siervos unos de otros. Y así Pablo pone todo le problema de la libertad a la luz de la verdad del hombre. Reducirse a la carne, aparentemente elevándose al rango de divinidad – «Sólo yo soy el hombre» – introduce en la mentira. Porque en realidad no es así: el hombre no es un absoluto, de forma que pueda aislarse y comportarse sólo según su propia voluntad. Esto va contra la verdad de nuestro ser. Nuestra verdad es que, ante todo, somos criaturas, criaturas de Dios y vivimos en relación con el Creador. Somos seres relacionales, y sólo aceptando esta relacionalidad entramos en la verdad, de otra manera caemos en la mentira y en ella, al final, nos destruimos.
Somos criaturas, por tanto dependientes del Creador. En el periodo de la Ilustración, sobre todo al ateísmo, esto le parecía como una dependencia de la que era necesario liberarse. En realidad, sin embargo, sería una dependencia fatal sólo si este Dios Creador fuese un tirano, no un Ser bueno, sólo si fuese como son los tiranos humanos. Si en cambio este Creador nos ama y nuestra dependencia supone estar en el espacio de su amor, en este caso precisamente la dependencia es libertad. De esta forma de hecho estamos en la caridad del Creador, estamos unidos a Él, a toda su realidad, a todo su poder. Por tanto éste es el primer punto: ser criatura quiere decir ser amados por el Creador, estar en esta relación de amor que Él nos da, con la que nos previene. De ahí deriva ante todo la verdad sobre nosotros mismos, que es al mismo tiempo, una llamada a la caridad.
Y por ello ver a Dios, orientarse a Dios, conocer a Dios, conocer la voluntad de Dios, insertarse en la voluntad, es decir, en el amor de Dios es entrar cada vez más en el espacio de la verdad. Y este camino del conocimiento de Dios, de la relación de amor con Dios, es la aventura extraordinaria de nuestra vida cristiana: porque conocemos en Cristo el rostro de Dios, el rostro de Dios que nos ama hasta la cruz, hasta el don de sí mismo.
Pero la relacionalidad criatural implica también un segundo tipo de relación: estamos en relación con Dios, pero al mismo tiempo, como familia humana, estamos también en relación el uno con el otro. En otras palabras, libertad humana es, por una parte, estar en la alegría y en el espacio grande del amor de Dios, pero implica también ser una sola cosa con el otro y para el otro. No hay libertad contra el otro. Si yo me absolutizo me convierto en enemigo del otro, ya no podemos convivir más sobre la tierra y toda la vida se convierte en crueldad, en fracaso. Solo una libertad compartida es una libertad humana; en el estar juntos podremos entrar en la sinfonía de la libertad.
Y por tanto este es otro punto de gran importancia: sólo aceptando al otro, aceptando también la aparente limitación que supone para mi libertad el respeto por la libertad del otro, sólo insertándome en la red de dependencias que nos hace, finalmente, una sola familia humana, yo estaré en camino hacia la liberación común.
Aquí aparece un elemento muy importante: ¿cuál es la medida de este compartir la libertad? Vemos que el hombre necesita orden, derecho, para poder realizar su libertad, que es una libertad vivida en común. ¿Y cómo podemos encontrar este orden justo, en el que nadie sea oprimido, sino que cada uno pueda ofrecer su propia contribución para formar esta especie de concierto de la libertad? Si no hay una verdad común del hombre como aparece en la visión de Dios, queda sólo el positivismo y se tiene la impresión de algo impuesto de manera incluso violenta. De ahí esta rebelión contra el orden y el derecho como si se tratase de una esclavitud.
Pero si podemos encontrar el orden del Creador en nuestra naturaleza, el orden de la verdad que da a cada uno su sitio, orden y derecho pueden ser precisamente instrumentos de libertad contra la esclavitud de egoísmo. Servirnos unos a otros se convierte en instrumento de la libertad, y aquí podemos incluir toda una filosofía de la política según la Doctrina social de la Iglesia, la cual nos ayuda a encontrar este orden común que da a cada uno su lugar en la vida común de la humanidad. La primera realidad que hay que respetar es, por tanto, la verdad: la libertad contra la verdad no es libertad. Servirnos unos a otros crea el espacio común de la libertad.
Y luego Pablo sigue diciendo: «La ley encuentra su plenitud en un solo precepto: Amarás a tu prójimo como a tí mismo». Tras esta afirmación aparece el misterio del Dios encarnado, aparece el misterio de Cristo que en su vida, en su muerte, en su resurrección se convierte en la ley viviente. Inmediatamente, las primeras palabras de nuestra lectura -«Habéis sido llamados a la libertad» – señalan este misterio. Hemos sido llamados por el Evangelio, hemos sido llamados realmente en el Bautismo, en la participación en la muerte y la resurrección de Cristo, y de esta forma hemos pasado de la «carne», del egoísmo, a la comunión con Cristo. Y así estamos en la plenitud de la ley.
Conocéis todos probablemente las hermosas palabras de san Agustín: «Dilige et fac quod vis – Ama y haz lo que quieras». Lo que Agustín dice es la verdad, si hemos entendido bien la palabra «amor». «Ama y haz lo que quieras», pero debemos ser penetrados realmente de la comunión con Cristo, habernos identificado con su muerte y su resurrección, estar unidos a Él en la comunión de su Cuerpo. En la par
ticipación de los sacramentos, en la escucha de la Palabra de Dios, realmente la voluntad divina, la ley divina entra en nuestra voluntad, nuestra voluntad se identifica con la suya, se convierten en una sola voluntad y así somos realmente libres, podemos realmente hacer lo que queremos, porque queremos con Cristo, queremos en la verdad y con la verdad.
Oremos por tanto al Señor para que nos ayude en este camino que comenzó con el Bautismo, un camino de identificación con Cristo que se realiza siempre de nuevo en la Eucaristía. En la tercera Plegaria eucarística decimos: «Para ser en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu». Es un momento en el cual, a través de la Eucaristía y a través de nuestra verdadera participación en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, nos convertimos en un solo espíritu con Él, estamos en esta identificación de la voluntad, y así llegamos realmente a la libertad.
Tras esta palabra –la ley se ha cumplido– tras esta única palabra que se convierte en realidad en la comunión con Cristo, aparecen detrás del Señor todas las figuras de los santos que han entrado en esta comunión con Cristo, en esta unidad del ser, en esta unidad con su voluntad. Aparece sobre todo la Virgen, en su humildad, en su bondad, en su amor. La Virgen nos da esta confianza, nos toma de la mano, nos guía, nos ayuda en el camino de unirnos a la voluntad de Dios, como ella lo estuvo desde el primer momento, expresando esta unión en su «Fiat».
Y finalmente, tras estas cosas hermosas, una vez más en la carta se señala la situación un poco triste de la comunidad de los Gálatas, cuando Pablo dice: Si os mordéis y os devoráis mutuamente, mirad al menos de no destruiros del todo unos a otros… Caminad según el Espíritu». Me parece que en esta comunidad -que ya no estaba en el camino de la comunión con Cristo, sino en la ley exterior de la «carne» – emergen naturalmente también las polémicas y Pablo dice: «Os convertís en fieras, uno muerde al otro». Se refiere así a las polémicas que nacen donde la fe degenera en intelectualismo y la humildad es sustituida por la arrogancia de ser mejor que el otro.
Vemos bien que hoy también hay cosas parecidas donde, en lugar de insertarse en la comunión con Cristo, en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, cada uno quiere ser superior al otro y con arrogancia intelectual quiere hacer creer que él es mejor. Y así nacen las polémicas que son destructivas, nace una caricatura de la Iglesia, que debería ser una sola alma y un solo corazón.
En esta advertencia de San Pablo debemos encontrar hoy un motivo de examen de conciencia: no pensar en ser superior al otro, sino encontrarnos en la humildad de Cristo, encontrarnos en la humildad de la Virgen, entrar en la obediencia de la fe. Precisamente así se abre realmente también para nosotros el gran espacio de la verdad y de la libertad en el amor.
Finalmente, queremos agradecer a Dios porque nos ha mostrado su rostro en Cristo, porque nos ha dado a la Virgen, nos ha dado a los santos, nos ha llamado a ser un solo cuerpo, un solo espíritu con Él. Y oremos para que nos ayude a insertarnos cada vez más en esta comunión con su voluntad, para encontrar así, con la libertad, el amor y la alegría.
[Al final de la cena con la comunidad del Seminario Romano, el Santo Padre dirigió estas palabras]
Me dicen que se espera aún una palabra mía. Ya he hablado quizás demasiado, pero quisiera expresar mi gratitud, mi alegría por estar con vosotros. En mi coloquio ahora en la mesa he aprendido algo más de la historia de Letrán, comenzando por Constantino, Sixto V, Benedicto XIV, Papa Lambertini.
Así he visto todos los problemas de la historia y el renacimiento siempre nuevo de la Iglesia en Roma. Y he comprendido que en la discontinuidad de los acontecimientos históricos exteriores está la gran continuidad de la unidad de la Iglesia en todos los tiempos. Y también sobre la composición del Seminario he comprendido que es expresión de la catolicidad de nuestra Iglesia. De todos los continentes somos una Iglesia y tenemos en común el futuro. Esperemos sólo que crezcan aún las vocaciones porque, como ha dicho el rector, de trabajadores en la viña del Señor. ¡Gracias a todos vosotros!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]
[© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]