CIUDAD DEL VATICANO, viernes 13 de marzo de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto de la primera predicación cuaresmal que el padre Raniero Cantalamessa OFM, predicador de la Casa Pontificia, ha dirigido hoy a la Curia Romana en presencia del Papa Benedicto XVI, en la capilla «Redemptoris Mater», sobre el capítulo octavo de la carta de San Pablo a los Romanos, con el título «La ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús».
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P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.
Primera Predicación de Cuaresma
«Toda la creación gime y sufre
con dolores de parto» (Rm 8, 22)
El Espíritu Santo, en la creación y en la transformación del cosmos
1. Un mundo en estado de espera
En Adviento san Pablo nos ha introducido en el conocimiento y el amor por Cristo; en esta Cuaresma el Apóstol se convertirá en nuestro guía hacia el conocimiento y el amor por el Espíritu Santo. He elegido, con este fin, el capítulo octavo de la Carta a los Romanos porque constituye, en el corpus paulino y en todo el Nuevo Testamento, el tratado más completo y más profundo sobre el Espíritu Santo.
El pasaje sobre el que hoy queremos reflexionar es el siguiente:
«Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto» (Romanos 8, 19-22).
Un problema exegético debatido desde la antigüedad sobre este texto es el significado del término creación, ktisis. Con el término creación, ktisis, san Pablo a veces designa el conjunto de los hombres, el mundo humano, a veces el hecho o el acto divino de la creación, a veces el mundo en su conjunto, es decir, la humanidad y el cosmos juntos, a veces la nueva creación que resulta de la Pascua de Cristo.
Agustín [1], seguido aún por algún autor moderno [2], piensa que aquí el término designa al mundo humano y que, por tanto, se debería excluir del texto toda perspectiva cósmica, referida a la materia. La distinción entre la «creación entera» y «nosotros que poseemos las primicias del Espíritu», sería una distinción entera del mundo humano y equivaldría a la distinción entre la humanidad irredenta y la humanidad redimida por Cristo.
La opinión, sin embargo, casi unánime hoy es que el término ktisis designa a la creación en su conjunto, es decir tanto el mundo material como el mundo humano. La afirmación de que la creación ha sido sometida «no espontáneamente» a la vanidad, no tendría sentido si no se refiriera a la creación material.
El Apóstol ve esta creación impregnada de una espera, en un «estado de tensión». El objeto de esta espera es la revelación de la gloria de los hijos de Dios. «La creación en su existencia aparentemente cerrada en sí misma e inmóvil… espera con ansia al hombre glorificado, del cual ésta será el ‘mundo’, también él glorificado»[3].
Este estado de sufriente espera se debe al hecho de que la creación, sin culpa por su parte, ha sido arrastrada por el hombre al estado de impiedad que el Apóstol describe al principio de su carat (cf. Romanos 1, 18 ss.). Allí definía este estado como «injusticia» y «mentira», aquí usa los términos de «vanidad» (mataiotes) y corrupción (phthora) que dicen lo mismo: «pérdida de sentido, irrealidad, ausencia de fuerza, de esplendor, del Espíritu y de la vida».
Este estado sin embargo no es cerrado y definitivo. ¡Existe una esperanza para la creación! No porque la creación, en cuanto tal, sea capaz de esperar subjetivamente, sino porque Dios tiene en mente para ella un rescate. Esta esperanza está ligada al hombre redimido, el «hijo de Dios», que con un movimiento contrario al de Adán, arrastrará un día definitivamente el cosmos a su propio estado de libertad y de gloria.
De ahí la responsabilidad más profunda de los cristianos hacia el mundo: la de manifestar, ya desde ahora, los signos de la libertad y de la gloria al que todo el universo está llamado, sufriendo con esperanza, sabiendo que «los sufrimientos del momento presente no son comparables con la gloria futura que deberá ser revelada en nosotros».
En el versículo final el Apóstol plasma esta visión de fe en una imagen audaz y dramática: la creación entera es comparada con una mujer que sufre y gime con los dolores del parto. En la experiencia humana, éste es un dolor siempre mezclado con alegría, bien distinto del llanto silencioso y sin esperanza del mundo, que Virgilio recogió en el famoso verso de la Eneida: «sunt lacrimae rerum», lloran las cosas [4].
2. La tesis del «Intelligent design»: ¿ciencia o fe?
Esta visión de fe y profética del Apóstol nos ofrece la ocasión para tocar el problema hoy tan debatido sobre la presencia o no de un sentido y de un proyecto divino dentro de la creación, sin querer con ello sobrecargar el texto paulino de significados científicos o filosóficos, que evidentemente no tiene. La celebración del bicentenario del nacimiento de Darwin (12 de febrero de 1809) hace aún más actual y necesaria una reflexión en este sentido.
En la visión de Pablo, Dios está al principio y al final de la historia del mundo; lo guía misteriosamente a un fin, haciendo servir a éste incluso las oscilaciones de la libertad humana. El mundo material está en función del hombre y el hombre está en función de Dios. No se trata de una idea exclusiva de Pablo. El tema de la liberación final de la materia y de su participación en la gloria de los hijos de Dios encuentra un paralelo en el tema de «los cielos nuevos y la tierra nueva» de la Segunda Carta de Pedro (3,13) y del Apocalipsis (21,1).
La primera gran novedad de esta visión, es que ésta habla de liberación por parte de la materia, no de liberación de la materia, como en cambio sucedía en casi todas las concepciones antiguas de la salvación: platonismo, gnosticismo, docetismo, maniqueísmo, catarismo. San Ireneo combatió toda la vida contra la afirmación gnóstica según la cual «la materia es incapaz de salvación» [5].
En el diálogo actual entre ciencia y fe el problema se presenta en términos diversos, pero la sustancia es la misma. Se trata de saber si el cosmos ha sido pensado y querido por alguno o si es fruto «de la casualidad y de la necesidad»; si su camino muestra signos de una inteligencia y avanza hacia un desenlace preciso, o si evoluciona por así decirlo a ciegas, obedeciendo sólo a leyes propias y a mecanismos biológicos.
La tesis de los creyentes al respecto ha acabado por cristalizarse en la fórmula que en inglés suena Intelligent design, el diseño inteligente, se entiende, del Creador. Lo que ha creado tanta discusión y rechazo de esta idea ha sido, en mi opinión, el hecho de no distinguir con bastante claridad el diseño inteligente como teoría científica, del diseño inteligente como verdad de fe.
Como teoría científica, la tesis del «diseño inteligente» afirma que es posible probar por el análisis mismo de la creación, por tanto científicamente, que el mundo tiene un autor externo a sí mismo y muestra los signos de una inteligencia ordenadora. Esta es la afirmación que la mayoría de los científicos pretende rechazar (¡y es la única!), no la afirmación de fe, que el creyente tiene de la revelación y de la cual también su inteligencia siente la íntima verdad y necesidad.
Si, como piensan muchos científicos (¡no todos!), es pseudo-ciencia hacer de
l «diseño inteligente» una conclusión científica, también es pseudo-ciencia excluir la existencia de un «diseño inteligente» en virtud de los resultados de la ciencia. La ciencia podría avanzar en esta pretensión si pudiera por sí sola explicarlo todo: no sólo el «cómo» del mundo, sino también el «qué» y el «por qué». Esto la ciencia sabe bien que no está en su poder. Incluso quien elimina de su horizonte la idea de Dios, no elimina con ello el misterio. Queda siempre una pregunta sin respuesta: ¿por qué el ser y no la nada? La misma nada, ¿es quizás para nosotros un misterio menos impenetrable que el ser, y la casualidad un enigma menos inexplicable que Dios?
En un libro de divulgación científica, escrito por un no creyente, he leído esta significativa admisión: si recorremos hacia atrás la historia del mundo, como se pasan las páginas de un libro desde la última página hacia atrás, llegados al final, nos damos cuenta de que es como si faltara la primera página, el íncipit. Lo sabemos todo del mundo, excepto por qué y cómo ha comenzado. El creyente está convencido de que la Biblia nos proporciona precisamente esta página inicial que falta; ¡en ella, como en el frontispicio de todo libro, está indicado el nombre del autor y el título de la obra!
Una analogía puede ayudarnos a conciliar nuestra fe en la existencia de un diseño inteligente de Dios sobre el mundo con la aparente casualidad e impredecibilidad puesta a la luz por Darwin y por la ciencia actual. Se trata de la relación entre gracia y libertad. Como en el campo del espíritu la gracia deja espacio a la impredecibilidad de la libertad humana y actúa también a través de ella, así en el campo físico y biológico todo está confiado al juego de las causas segundas (la lucha por la supervivencia de las especies según Darwin, la casualidad y la necesidad según Monod), aunque este mismo juego está previsto y hecho precisamente por la providencia de Dios. En uno y en otro caso, Dios, como dice el proverbio, «escribe derecho con renglones torcidos».
3. La evolución y la Trinidad
El discurso sobre creacionismo y evolución tiene lugar habitualmente en diálogo con la tesis opuesta, de naturaleza materialista y atea, y en clave, por ello, necesariamente apologética. En una reflexión hecha entre creyentes y para creyentes, como es la actual, no podemos detenernos en este estadio. Detenernos aquí, significaría quedar prisioneros de una visión del problema «deísta», no trinitaria, y por tanto, no específicamente cristiana.
Quien abrió el discurso sobre la evolución a una dimensión trinitaria fue Pierre Teilhard de Chardin. La aportación de este estudioso a la discusión sobre la evolución consistió esencialmente en introducir en ella la persona de Cristo, de hacer de ella un problema también cristológico [6].
Su punto de partida bíblico es la afirmación de Pablo, según la cual «todo fue creado por él y para él» (Col 1,16). Cristo aparece en esta visión como el Punto Omega, es decir, como sentido y punto de llegada final de la evolución cósmica y humana. Se pueden discutir el modo y los argumentos con los que el estudioso jesuita llega a esta conclusión, pero no la conclusión misma. El motivo lo explica bien Maurice Blondel en una nota escrita en defensa del pensamiento de Teilhard de Chardin: «Ante los horizontes agrandados de la ciencia de la naturaleza y de la humanidad, no se puede, sin traicionar al catolicismo, permanecer en explicaciones mediocres y en modos de ver limitados que hacen de Cristo un accidente histórico, que lo aíslan del Cosmos como un episodio postizo y que parecen hacer de él un intruso o un perdido en la abrumadora y hostil inmensidad del Universo» [7].
Lo que falta aún, para una visión completamente trinitaria del problema, es una consideración sobre el papel del Espíritu Santo en la creación y en la evolución del cosmos. Lo exige el principio básico de la teología trinitaria según el cual las obras ad extra de Dios son comunes a las tres personas de la Trinidad, cada una de las cuales participa en ella con su característica propia.
El texto paulino que estamos meditando nos permite precisamente colmar esta laguna. La referencia a los dolores de parto de la creación se hace en el contexto del discurso de Pablo sobre las diversas actuaciones del Espíritu Santo. Él ve una continuidad entre el gemido de la creación y el del creyente que está puesto abiertamente en relación con el Espíritu: «Ésta (la creación) no está sola, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente». El Espíritu Santo es la fuerza misteriosa que empuja a la creación hacia su cumplimiento. Hablando de la evolución del orden social, el Concilio Vaticano II afirma que «el espíritu de Dios que, con admirable providencia, dirige el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, está presente en esta evolución» [8].
Él, que es «el principio de la creación de las cosas» [9], es también el principio de su evolución en el tiempo. Esto, de hecho, no es otra cosa que la creación que continúa. En el discurso dirigido, el 31 de octubre de 2008, a los participantes en el simposio sobre la evolución, promovido por la Academia Pontificia de las Ciencias, el Santo Padre Benedicto XVI subraya este concepto: «Afirmar –decía– que el fundamento del cosmos y de sus desarrollos es la sabiduría providente del Creador no es decir que la creación tiene que ver sólo con el inicio de la historia del mundo y de la vida. Esto implica, más bien, que el Creador funda estos desarrollos y los sostiene, los fija y los mantiene constantemente».
¡Qué aporta de específico y de «personal» el Espíritu en la creación? Esto depende, como siempre, de las relaciones internas de la Trinidad. El Espíritu Santo no está en el origen, sino por así decirlo, al término de la creación, como no está en el origen, sino al final del proceso trinitario. En la creación –escribe san Basilio– el Padre es la causa principal, aquel del cual son todas las cosas; el Hijo es la causa eficiente, aquel por medio del cual todas las cosas han sido hechas; el Espíritu Santo es la causa perfeccionadora» [10].
La acción creadora del Espíritu está en el origen por tanto de la perfección de lo creado; él, diríamos, no es tanto aquel que hace pasar el mondo de la nada al ser, sino aquel que hace pasar del ser informe al ser formado y perfecto. En otras palabras, el Espíritu Santo es aquel que hace pasar lo creado del caos al cosmos, que hace de él algo bello, ordenado, limpio: un «mundo», precisamente, según el significado original de esta palabra. San Ambrosio observa: «Cuando el Espíritu comenzó a aletear sobre él, la creación no tenía aún belleza alguna. En cambio, cuando la creación recibió la actuación del Espíritu, obtuvo todo este esplendor de belleza que la hace resplandecer como ‘mundo'» [11].
No es que la acción creadora del Padre haya sido «caótica» y necesitada de corrección, sino que es el Padre mismo, señala san Basilio en el texto citado, que quiere hacer existir todo por medio del Hijo y quiere llevar a la perfección las cosas por medio del Espíritu.
«En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gn 1,1-2). La Biblia misma, como se ve, alude al paso de un estado informe y caótico del universo, a un estado en camino de progresiva formación y diferenciación de las criaturas y menciona al Espíritu de Dios como el principio de este paso o evolución. Ésta presenta este pasaje como repentino e inmediato, la ciencia ha revelado que se extendió en un arco de millones de años y que está aún en acto. Pero esto no debería crear problemas, una vez conocida la finalidad y el género literario del relato bíblico.
Basándose en el sentido de expresiones análogas presentes en los poemas co
smogónicos babilónicos, hoy se tiende a dar a la expresión «espíritu de Dios» (ruach ‘elohim) del Génesis (1, 2) el sentido puramente natural de viento impetuoso, viendo en ella un elemento del caos primordial, igual que el abismo y las tinieblas, ligándolo por tanto a lo que precede y no a lo que sigue, en el relato de la creación [12]. Pero la imagen del «soplo de Dios» vuelve en el capítulo sucesivo del Génesis (Dios «sopló en su nariz un aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente») con un sentido teológico y no ciertamente natural.
Excluir, del texto, toda referencia, aunque embrionaria, a la realidad divina del Espíritu, atribuyendo la actividad creadora únicamente a la palabra de Dios, significa leer el texto sólo a la luz de lo que lo precede y no a la luz de lo que lo sigue en la Biblia, a la luz de las influencias que ha sufrido y no también del influjo que ha ejercido, contrariamente a lo que sugiere la tendencia más reciente en la hermenéutica bíblica. (¿El modo más seguro para establecer la naturaleza de una semilla desconocida no es quizás ver qué tipo de planta nace de ella?).
Avanzando en la revelación, encontramos referencias cada vez más explícitas a una actividad creadora del soplo de Dios, en estrecha conexión con aquella de su palabra. «Por la palabra (dabar) del Señor se hicieron los cielos, por el soplo (ruach) de su boca sus ejércitos» (Salmo 33, 6; cf. también Isaías 11.4: «Su palabra será una vara contra el violento, con el soplo de su boca matará al malvado»). Espíritu o soplo no indica ciertamente, en estos textos, el viento natural. A este texto se remite otro salmo cuando dice: «Envías tu espíritu y son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Salmo 104, 30). Sea cual sea la interpretación que se le quiera dar, por ello, al Génesis 1, 2, es cierto que la continuación de la Biblia atribuye al Espíritu de Dios un papel activo en la creación.
Esta línea de desarrollo se hace clarísima en el Nuevo Testamento, que describe la intervención del Espíritu Santo en la nueva creación, sirviéndose precisamente de las imágenes del soplo y del viento que se leen a propósito del origen del mundo (Jn 20, 22 con Gen 2,7). La idea de la ruach creadora no puede haber surgido de la nada. ¡No se puede, en un mismo comentario o edición de la Biblia, traducir Génesis 1,2 con «un viento de Dios sobre las aguas» y luego remitir a este mismo texto para explicar la paloma en el bautismo de Jesús![13].
No es por tanto incorrecto seguir haciendo referencia a Génesis 1,2 y a los demás testimonios posteriores, para encontrar en ellos un fundamento bíblico al papel creador del Espíritu Santo, como hacían los Padres. «Si adoptas esta explicación -decía san Basilio, seguido en ello por Lutero – sacarás gran provecho» [14]. Y es verdad: ver en el «Espíritu de Dios» que aleteaba sobre las aguas una primera referencia embrionaria a la acción creadora del Espíritu abre la comprensión de tantos pasajes sucesivos de la Biblia, de los que de otra forma su origen no tendría explicación.
4. Pascua, paso de la vejez a la juventud
Intentemos ahora señalar algunas consecuencias prácticas que esta visión bíblica del papel del Espíritu Santo puede tener para nuestra teología y para nuestra vida espiritual. En cuanto a las aplicaciones teológicas recuerdo sólo una: la participación de los cristianos en el empeño por el respeto y la salvaguardia de la creación. Para el creyente cristiano el ecologismo no es sólo una necesidad práctica de supervivencia o un problema solo político y económico, tiene un fundamento teológico. ¡La creación es obra del Espíritu Santo!
Pablo nos habló de una creación que «gime y sufre con dolores de parto». A este llanto de parto, hoy se mezcla un llanto de agonía y muerte. La naturaleza está sometida, una vez más «sin su voluntad», a una vanidad y corrupción, diversas de aquellas de orden espiritual que Pablo entendía, sino derivadas de la misma fuente que es el pecado y el egoísmo del hombre».
El texto paulino que estamos meditando podría inspirar más de una consideración sobre el problema de la ecología: ¿nosotros que hemos recibido las primicias del Espíritu estamos apresurando «la plena liberación del cosmos y su participación en la gloria de los hijos de Dios», o la estamos retrasando, como todos los demás?
Pero pasemos a la explicación más personal. Decimos que el hombre es un microcosmos; a él, por tanto, como individuo se aplica todo lo que hemos dicho en general del cosmos. El Espíritu Santo es aquel que hace pasar a cada uno de nosotros del caos al cosmos: del desorden, de la confusión y de la dispersión, al orden, la unidad y la belleza. Esa belleza que consiste en ser conformes a la voluntad de Dios y a la imagen de Cristo, pasando del hombre viejo al hombre nuevo.
Con una referencia veladamente autobiográfica, el Apóstol escribía a los Corintios: «Si también nuestro hombre exterior se va deshaciendo, el interior se renueva día a día» (2 Corintios 4,16). La evolución del espíritu no tiene lugar paralelamente a la del cuerpo, sino en sentido contrario.
En estos últimos días, a través de los tres Oscars que ha recibido y de la celebridad del protagonista, se ha hablado mucho de una película titulada «El curioso caso de Benjamin Button», tomado de un relato del escritor Francis Scott Key Fitzgerald. Es la historia de un hombre que nace viejo, con los rasgos monstruosos de un ochentón, y creciendo, rejuvenece hasta morir como un verdadero niño. La historia es naturalmente paradójica, pero puede tener una aplicación verdadera si se transfiere al plano espiritual. Nosotros nacemos como «hombres viejos» y debemos convertirnos en «hombres nuevos». ¡Toda la vida, no sólo la adolescencia, es una «edad evolutiva»!
¡Según el Evangelio, niños no se nace sino se llega a ser! Un Padre de la Iglesia, san Máximo de Turín, define la Pascua como un paso «de los pecados a la santidad, de los vicios a la virtud, de la vejez a la juventud, una juventud que se entiende no en edad, sino en sencillez. Éramos de hecho decadentes por la vejez de los pecados, pero por la resurrección de Cristo hemos sido renovados en la inocencia de los niños» [15].
La Cuaresma es el tiempo ideal para aplicarse a este rejuvenecimiento. Un prefacio de este tiempo dice: «Tu has establecido para tus hijos un tiempo de renovación espiritual, para que se conviertan a ti con todo el corazón, y libres de los fermentos del pecado vivan las vicisitudes de este mundo, orientados siempre hacia los bienes eternos». Una oración, que se remonta al Sacramentario Gelasiano del siglo VII y que aún se usa en la vigilia pascual, proclama solemnemente: «Que todo el mundo vea y reconozca que lo que está destruido se reconstruye, lo que está envejecido se renueva, y todo vuelve a su integridad, por medio de Cristo que es el principio de todas las cosas».
El Espíritu Santo es el alma de esta renovación y de este rejuvenecimiento. Comencemos nuestras jornadas diciendo, con el primer verso del himno en su honor: «Veni, creator Spiritus»: Ven Espíritu creador, renueva en mi vida el prodigio de la primera creación, aletea sobre el vacío, las tinieblas y el caos de mi corazón, y guíame hacia la realización plena del «diseño inteligente» de Dios sobre mi vida.
[1] Cf. San Agustín, Exposición sobre la Carta a los Romanos, 45 (PL 35, 2074 s.). [2] A. Giglioli, L’uomo o il creato? Ktisis in S. Paolo, Edizioni Dehoniane, Bologna 1994. [3] H. Schlier, La lettera ai Romani, Paideia, Brescia 1982, p. 429. [4] Virgilio, Eneida, I, 462. [5] Cf. S. Ireneo, Adv. haer. V, 1,2; V,3,3. [6] Cf. C. F. Mooney, Teilhard de Chardin et le mystère du Christ, Aubier, Paris 1966. [7] M. Blondel et A. Valensin, Correspondance, Aubier, Parigi 1965. [8] Gaudium et Spes, 26. [9] Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, 20, n. 3570. [10] S. Basilio, Sobre el Espíritu Santo, XVI, 38 (PG 32, 136). [11] S. Ambrosio, Sobre el Espíritu Santo, II, 32. [12] Così G. von Rad, in Genesi. Traduzione e commento di G. von Rad, Paideia, Brescia 1978, pp. 56-57; da notare, tuttavia, che in Enuma Elish il vento appare come un alleato del dio creatore, non un elemento ostile che gli si oppone: cf. R. J. Clifford-R. E. Murphy, in The New Jerome Biblical Commentary, 1990, p. 8-9. [13] Así sucede en la «Biblia de Jerusalén»: cf. note a Gen 1,2 e Mt 3,16 e in The New Jerome Biblical Commentary, Prentice Hall 1990, pp. 10 e 638. [14] S. Basilio, Exameron, II, 6 (SCh 26, p. 168); Lutero, Sobre el Génesis (WA 42, p. 8).. [15] S. Máximo de Turín, Sermo de sancta Pascha, 54,1 (CC 23, p. 218).
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]