YAUNDÉ, martes, 17 marzo 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI este martes en la tarde durante la ceremonia de bienvenida que tuvo lugar en el aeropuerto Nsimalen de Yaundé, tras escuchar las palabras que le dirigió el presidente de la República, Paul Biya.
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[En francés]
Señor presidente
señoras y señores que representáis a las autoridades civiles,
señor cardenal,
queridos hermanos en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas:
Os doy las gracias por vuestra acogida. Y le doy las gracias a usted, señor presidente, por las amables palabras que me acaba de dirigir. Aprecio profundamente la invitación que se me ha hecho para venir aquí, a Camerún, y quiero expresarle en primer lugar mi gratitud, así como al presidente de la conferencia episcopal nacional, monseñor Tonyé Bakot. Os saludo a todos los que me honráis con vuestra presencia en esta ocasión, y deseo asegurar que me siento feliz de encontrarme aquí, con vosotros, en la tierra de África, por primera vez desde mi elección a la Sede de Pedro.
Saludo cordialmente a mis hermanos en el episcopado, así como a los sacerdotes y laicos que están aquí reunidos. Dirijo mi saludo respetuoso también a los representantes del gobierno, a las autoridades civiles, y a los miembros del Cuerpo Diplomático. Mientras vuestro país, al igual que muchos otros en África, se prepara para celebrar el quincuagésimo aniversario de su independencia, quiero unir mi voz al coro de felicitaciones y de buenos deseos que os presentarán vuestros amigos de todo el mundo en esta feliz circunstancia. En esta asamblea, saludo también con reconocimiento a los miembros de otras confesiones cristianas y a los fieles de otras religiones. Al uniros hoy a nosotros, ofrecéis un signo elocuente de la buena voluntad y de la armonía que existen en este país entre las personas que pertenecen a las diferentes tradiciones religiosas.
Vengo entre vosotros como un pastor, vengo para confirmar a mis hermanos y hermanas en la fe. Es la misión que Cristo confió a Pedro en la Última Cena, y es la misión de los sucesores de Pedro. Cuando Pedro predicaba a las muchedumbres venidas a Jerusalén en Pentecostés, había entre ellos peregrinos procedentes de África. Y, en los primeros siglos del cristianismo, el testimonio de numerosos grandes santos de este continente –san Cipriano, santa Mónica, san Agustín, san Atanasio, por nombrar a unos pocos– muestra el lugar destacado de África en los anales de la historia de la Iglesia. Desde entonces y hasta nuestros días, innumerables misioneros y numerosos mártires han seguido dando testimonio de Cristo en toda África, y hoy la Iglesia es bendecida por la presencia de unos 150 millones de miembros. Por tanto, ¿cómo no podía venir el sucesor de Pedro a África para celebrar junto a vosotros la fe en Cristo, que da la vida; fe que apoya y alimenta a tantos hijos e hijas de este gran continente?
[En inglés]
Aquí, en Yaundé, en 1995, mi venerable predecesor, Juan Pablo II, promulgó la exhortación apostólica postsinodal «Ecclesia in Africa», fruto de la primera asamblea especial del Sínodo de los Obispos para África, celebrada en Roma el año anterior. De hecho, el décimo aniversario de aquel momento histórico fue recordado con gran solemnidad en esta misma ciudad no hace mucho tiempo. He venido aquí para publicar el «Instrumentum Laboris» de la segunda asamblea especial, que tendrá lugar en Roma el próximo mes de octubre. Los padres sinodales reflexionarán juntos sobre el tema: «La Iglesia en África, al servicio de la reconciliación, de la justicia y la paz. ‘Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo’ (Mt 5, 13,14)». Después de casi diez años del nuevo milenio, este momento de gracia es un llamamiento a todos los obispos, sacerdotes, religiosos y fieles laicos del continente a entregarse nuevamente a la misión de la Iglesia de llevar esperanza a los corazones del pueblo de África, y de este modo también a los pueblos de todo el mundo.
También en medio de las más grandes dificultades, el mensaje cristiano trae siempre consigo esperanza. La vida de santa Josefina Bakhita ofrece un espléndido ejemplo de la transformación que el encuentro con el Dios vivo puede provocar en una situación de gran sufrimiento e injusticia. Ante el dolor y la violencia, la pobreza, el hambre, la corrupción o el abuso del poder, un cristiano nunca puede quedarse en silencio. El mensaje salvífico del Evangelio exige ser proclamado con fuerza y claridad, de manera que la luz de Cristo pueda brillar en la oscuridad de la vida de las personas. Aquí, en África, al igual que en otras muchas partes del mundo, innumerables hombres y mujeres anhelan escuchar una palabra de esperanza y consuelo. Conflictos locales dejan miles de personas sin casa y desprotegidas, huérfanos y viudas. En un continente que, en el pasado, ha visto cómo muchos de sus habitantes eran cruelmente raptados y llevados a ultramar para trabajar como esclavos, el tráfico de seres humanos, especialmente de mujeres y niños inermes, se ha convertido en una moderna forma de esclavitud. En un momento de global escasez de comida, de confusión financiera, de cambios climáticos, África sufre de manera desproporcionada: un número creciente de sus habitantes acaba convirtiéndose en presa del hambre, de la pobreza, de la enfermedad. Gritan reconciliación, justicia, y paz, y esto es precisamente lo que la Iglesia les ofrece. No ofrece nuevas formas de opresión económica o política, sino la libertad gloriosa de los hijos de Dios (Cf. Romanos 8,21). No impone modelos culturales que ignoran el derecho a la vida de los que todavía no han nacido, sino el agua pura salvífica del Evangelio de la vida. No promueve las rivalidades interétnicas, sino la rectitud, la paz y la alegría del Reino de Dios, descrito de manera sumamente apropiada por el Papa Pablo VI con estas palabras: «civilización del amor» (Cf. Mensaje para el Regina caeli, Pentecostés 1970).
[En francés]
Aquí, en Camerún, donde más de una cuarta parte de la población es católica, la Iglesia puede continuar con su misión de promoción del consuelo y la reconciliación. En el centro Cardenal Léger, podré observar personalmente la solicitud pastoral de esta Iglesia local por las personas enfermas y que sufren; y es particularmente digno de encomio el que los enfermos de sida en este país sean curados gratuitamente. El compromiso educativo es otro elemento-clave del ministerio de la Iglesia, y ahora vemos que los esfuerzos de generaciones de maestros misioneros dan su fruto en la obra de la Universidad Católica de África Central, un signo de gran esperanza para el futuro de la región.
Camerún es efectivamente tierra de esperanza para muchos en África Central. Miles de refugiados de los países de la región devastados por la guerra han sido acogidos aquí. Es una tierra de vida, con un gobierno que habla claramente en defensa de los derechos de los no nacidos. Es una tierra de paz: resolviendo a través del diálogo el contencioso sobre la península de Bakassi, Camerún y Nigeria han demostrado al mundo que una paciente diplomacia puede traer frutos. Es una tierra de jóvenes, bendita por una población llena de vitalidad e impaciente por construir un mundo más justo y pacífico. Justamente Camerún es descrito como un «África en miniatura», patria de más de doscientos grupos étnicos diferentes que viven en armonía los unos con los otros. Estas son otras tantas razones para alabar y dar gracias a Dios.
Al venir hoy entre vosotros, rezo para que la Iglesia, aquí y en toda África, pueda seguir creciendo en santidad, en el servicio a la reconciliación, a la justicia y la paz. Rezo para que el trabajo de la segunda asamblea especial del Sínodo de los Obispos pueda avivar la llam
a de los dones que el Espíritu ha derramado sobre la Iglesia en África. Rezo por cada uno de vosotros, por vuestras familias, y vuestros seres queridos, y os pido que os unáis conmigo en la oración por todos los habitantes de este gran continente. ¡Que Dios bendiga a Camerún! ¡Que Dios bendiga África! ¡Gracias!
[Traducción del original inglés y francés realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]