CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 21 de agosto de 2010 (ZENIT.org) – En el centenario del decreto «Quam singulari Christus amore» (8 de agosto de 1910) de san Pío X –el Papa beatificado en 1951 y canonizado en 1954–, publicamos la reflexión del prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el cardenal Antonio Cañizares, presentada en «L’Osservatore Romano». Benedicto XVI afrontó este argumento en la audiencia del miércoles pasado (Cf. «San Pío X, modelo de pastor»).
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Se cumplen ahora cien años de la promulgación del decreto «Quam singulari», del Papa san Pío X, por el que, siguiendo fielmente las enseñanzas del concilio IV de Letrán y las de Trento, estableció la primera comunión y primera confesión de los niños a la edad del uso de razón, es decir, en torno a los siete años.
Esta disposición del santo Papa suponía un cambio muy importante en la práctica pastoral y en la concepción habitual de entonces, que por diversas razones, habían retrasado a edades posteriores este acontecimiento tan trascendental para el hombre.
Con este decreto, san Pío X, el gran Papa de la piedad y de la participación eucarística, con el deseo de renovación eclesial que inspiró su pontificado, enseñó a toda la Iglesia el sentido, lugar, valor y centralidad de la sagrada comunión para la vida de todos los bautizados, incluidos los niños.
Con este gesto al mismo tiempo, destacaba y recordaba a todos el amor y la predilección de Jesús por los niños, que además de hacerse niño, manifestó su amor hacia ellos con gestos y palabras hasta el punto de decir: «Si no sois como niños no entraréis en el reino de los cielos»; «Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis, porque de ellos es el reino de los cielos». Ellos son siempre amigos muy especiales del Señor.
Con la misma predilección, con la misma mirada amorosa y con la misma atención y solicitud singular, mira, atiende, cuida y se preocupa la Iglesia de los niños. Por esto, ella, como madre amorosa, quiere para sus hijos pequeños, los primeros en el reino de Dios, que, con las debidas disposiciones participen pronto en lo mejor y más grande que Jesús nos ha dejado en memoria suya: su Cuerpo y su Sangre, el Pan de la vida. Por la sagrada comunión, Jesús en persona, Hijo de Dios, entra dentro de la vida de quien lo recibe y pone su morada en él. No cabe mayor amor, ni mayor regalo. Esto es un don de amor que vale más que todo el resto que pueda darse a la vida de cada hombre. Estar con el Señor; que el Señor esté en nosotros, dentro de nosotros; que nos alimente y sacie; que nos tome de la mano y nos guíe; que nos vivifique y permanezcamos fielmente en comunión y amistad con él: es sin duda lo más grande, lo más gratificante, lo más gozoso que le puede suceder a uno.
¿Cómo retrasar, pues, a los niños, este encuentro con Jesús, que son sus mejores amigos, los especialmente queridos por Dios, el Padre, objeto de especial cuidado de la Iglesia, madre santa?
La primera comunión de los niños es como el inicio de un camino junto a Jesús, en comunión con él: el inicio de una amistad destinada a durar y fortalecerse toda la vida con él; comienzo de un camino, porque con Jesús, unidos sin separarnos, procedemos bien y la vida se hace buena y dichosa; con él dentro de nosotros podemos ser sin duda personas mejores. Su presencia entre nosotros y con nosotros es luz, vida y pan en el camino. El encuentro con Jesús es la fuerza que necesitamos para vivir con alegría y esperanza. No podemos, retrasando la primera comunión, privar a los niños -al alma y al espíritu de los niños- de esta gracia, obra y presencia de Jesús, de este encuentro de amistad con él, de esta participación singular de Jesús mismo y de este alimento del cielo para poder madurar y llegar así a la plenitud.
Todos, especialmente los niños, tenemos necesidad del Pan bajado del cielo, porque también el alma debe nutrirse y no bastan nuestras conquistas, la ciencia, las cosas técnicas, por muy importantes que sean. Necesitamos a Cristo para crecer y madurar en nuestras vidas. Esto es más importante todavía en los momentos que vivimos y lo es de modo especial para los niños, frecuentemente objeto, por desgracia, de manipulación y de destrucción de su grandeza, pureza, simplicidad, «santidad», capacidad de Dios y de amor que les constituye. Los niños viven inmersos en mil dificultades, envueltos en un ambiente difícil que no les favorece ser lo que Dios quiere de ellos, muchos, víctimas de la crisis de la familia. En ese clima aún les es más necesario el encuentro, la amistad, la unión con Jesús, su presencia y su fuerza. Son, por su alma limpia y abierta, los mejor dispuestos, sin duda, para ello.
El centenario del decreto «Quam singulari» es una ocasión providencial para recordar e insistir en el tomar la primera comunión cuando los niños tengan la edad del uso de razón, que hoy, incluso, parece anticiparse. No es recomendable, por ello, la práctica que se está introduciendo cada día más de alargar la edad de la primera comunión. Al contrario, es aún más necesario el adelantarla.
Ante tantas cosas que están acaeciendo con los niños, y el ambiente tan adverso en el que crecen, no los privemos del don de Dios: puede ser, es la garantía de su desarrollo como hijos de Dios, engendrados por los sacramentos de la iniciación cristiana en el seno de la santa madre Iglesia. La gracia del don de Dios es más poderosa que nuestras obras y que nuestros planes y programas. Cuando san Pío X adelantó la edad de la primera comunión, también insistió en la necesidad de una buena formación, de una buena catequesis. Hoy debemos acompañar este mismo adelanto en la edad con una nueva y vigorosa pastoral de iniciación cristiana. Las líneas marcadas por el Catecismo de la Iglesia católica y el Directorio general para la catequesis son guía imprescindible en esta pastoral nueva o renovada de la iniciación cristiana tan fundamental para el futuro de la Iglesia, la madre que, con el auxilio de la gracia del espíritu, engendra y madura a sus hijos por los sacramentos de la iniciación, por la catequesis, y por toda la acción pastoral que acompaña. Así pues, no cerremos hoy nuestros oídos a las palabras de Jesús: «Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis». Él quiere estar en ellos y con ellos, porque «de los niños y de los que son como ellos es el reino de Dios».