ZENIT, domingo 21 de agosto de 2011 (ZENIT.org).- Hay un espectáculo único en el mundo, y es la noche que sigue a la vigilia del Papa en cada JMJ. Solo quien lo haya vivido puede hacerse una idea de la fuerza de transformación que estas Jornadas ponen al alcance de los jóvenes, de la experiencia de fraternidad y comunidad que dejan en sus almas, como un sello.
Son las tres de la mañana en Cuatro Vientos, y tengo que atravesar el campo de punta a punta, dentro de los limites establecidos por las fuerzas del orden. Salgo del recinto de la prensa, donde muchos compañeros duermen en un improvisado “vivac”, y compruebo una vez más que, como casi siempre, la fiesta está “ahí afuera”. Una marea humana absorbe en seguida mis pasos, cientos de jóvenes van y vienen por las avenidas algunos hablando tranquilamente, otros riendo y divirtiéndose. Hay un redoble de tambores y panderetas continuo de fondo, una música incesante que cambia de tonos y matices conforme se avanza, pero cuya intensidad no disminuye.
A pesar de la poca luz, se adivinan los recintos cercados llenos de sacos abultados por la presencia de los cuerpos. Pero miles de jóvenes prefieren no dormir esta noche, como puedo comprobar mientras camino a semioscuras. Las improvisadas avenidas están concurridas como el centro de cualquier ciudad grande. Muchos jóvenes aprovechan para utilizar los baños o para comprar comida, o se sientan unos junto a otros y hablan. Otros forman grandes círculos y bailan sin descanso, y como suele suceder, cuanto más grande es el ruedo más gente se añade a él. La mayor parte habla, ríe, bromea... De vez en cuando pasan ambulancias del Samur, el servicio de emergencia sanitaria, que esta noche hará horas extras a causa del tremendo calor que padecieron los peregrinos por la tarde.
Paso al lado de una de las carpas, caída a causa de la fuerte tormenta que se abatió de repente sobre los participantes en la Vigilia. La policía ha acordonado la zona, pues ha habido varios heridos leves. Otra de las carpas ha sido desalojada y se va a proceder a su desmantelación, pues la estructura se ha desestabilizado.
Los jóvenes que van y vienen se reconocen entre sí por las banderas o por los signos distintivos de su pertenencia eclesial. Hay dos tipos de fraternidades que se establecen en Cuatro Vientos: una, la de la procedencia del mismo país. Concretamente en España, país castigado por los particularismos, resulta curioso ver cómo los jóvenes levantan entre sí las barreras y se presentan mutuamente. Unos madrileños intentan chapurrear catalán con unas jóvenes, que aprecian el gesto muy divertidas. Más adelante, dos grupos de italianos con sus banderas se entrecruzan y saludan al grito de “italiano, batti le mani” (“¡italiano, aplaude!”).
La segunda fraternidad que se establece es la eclesial. Jóvenes pertenecientes a distintos movimientos se saludan y se explican mutuamente, o se intercambian sus camisetas o distintivos propios. También hay grupos pertenecientes al mismo movimiento o comunidad pero de países distintos, y que se sorprenden de hablar el mismo lenguaje a pesar del distinto idioma. Resulta curioso ver el resultado de este mestizaje, después de unas horas en la explanada, con muchachos vestidos con banderas de Estados Unidos, gorros mexicanos y sombreros que no combinan ya con sus camisetas, o grupos de franceses o de africanos que se pintan los colores de la bandera española en la cara.
También los voluntarios, la mayor parte de los cuales puede tomarse unas horas de “descanso” hasta que amanezca, aprovechan para mezclarse entre los jóvenes y participar de la fiesta. Hablo con una de ellas, francesa. “Me doy cuenta de que mi fe está creciendo estos días”, me dice en un español bastante correcto. Otra presencia importante es la de las personas consagradas, monjas y frailes están entre los grupos bailando como uno más. A mi lado, un chicarrón enorme que se adivina procedente de un país nórdico habla en inglés con una monjita menuda con hábito marrón. Más adelante, un sacerdote sudamericano se sienta encima de un saco de dormir, con la estola puesta, mientras un joven le habla, parece estar confesándose. Varios jóvenes charlan amigablemente en italiano con un franciscano capuchino, vestido con el pobre hábito y las sandalias, y tonsurado. Es de la misma edad que ellos, no llega a los treinta.
Hay grupos que sólo con su presencia despiertan la simpatía de quienes les rodean, como el nutrido grupo de libaneses que duerme en el suelo de la improvisada avenida porque no quedaba sitio en el sector que se le había asignado. Otro grupo que ha estado omnipresente en primera fila en todos los actos del Papa, con su bandera ondeando al viento, procede de Siria. Si uno se acerca, comprueba que gran parte de quienes lo integran son bonitas adolescentes que miran con la cara descubierta y la sonrisa en los labios, con una sensación de libertad de que quizás no gocen en sus países de origen. Hay turcos cristianos, otra minoría en entredicho que sabe mucho de sufrimiento. Parece que un grupo de Iraq ha logrado acudir también, y un grupo de cuarenta etíopes, con la ayuda de varias asociaciones cristianas internacionales, pero no hay forma de encontrarlos, son solo gotas en este océano viviente. Se ve de lejos una bandera de Malasia. Por donde paso ahora, un grupo de Nueva Zelanda duerme junto a otro de Croacia.
Otro de los espectáculos de la noche es ver las carpas de la adoración eucarística, llenas de jóvenes hasta el punto de que muchos se tienen que unir desde fuera pues no caben en el recinto. De rodillas y en silencio, ajenos al barullo, con la cabeza inclinada ante la Custodia. Muchos, bastantes adolescentes entre ellos, pasarán la noche allí, al lado de su Señor.
Me ha costado casi una hora llegar al otro extremo del campo, y sólo lo he cruzado de lado a lado. No he visto sino jóvenes disfrutando de la vida, con la energía de la edad, exuberantes y alegres. Nadie bebido, nadie drogado, nadie molestando o alterando el orden. En ningún momento he tenido miedo, a pesar de la oscuridad y de la gente. Me dicen que al menos doscientos mil están durmiendo fuera del área, con más dificultades porque no tienen casi luz ni servicios. Los veo desde la valla: sólo ésta les separa de los de dentro, pero el espíritu es el mismo, la misma alegría, la misma serenidad.
No se ve el final de la explanada. Decido volver sobre mis pasos. Son las cuatro, pero la “fiesta” no ha disminuido. Para muchos jóvenes es una noche blanca, única, que terminará dentro de unas horas con la salida del sol y el rezo del Ángelus. Habrán hecho amistades, se habrán divertido, habrán conocido a otros jóvenes con las mismas inquietudes que ellos. A algunos, esta noche puede que les cambie la vida.