ROMA, viernes 2 diciembre 2011 (ZENIT.org).- Dado que en el 2º domingo de Adviento la segunda lectura dominical corresponde a un pasaje de la 2ª carta de san Pedro, en esta ocasión nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación de dicho pasaje.
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Pedro Mendoza LC
«Mas una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión. El día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá. Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en lo que habite la justicia. Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante él, sin mancilla y sin tacha». 2Pe 3,8-14
Comentario
El pasaje propuesto para este 2º domingo de adviento en la 2ª lectura nos reclama a la verdad de fe de «la venida del Señor» al final de los tiempos (vv.8-10) y a la necesidad de «prepararse santamente» para el día del Señor (vv.9-14).
En la primera parte del pasaje se habla de «la venida del Señor» (vv.8-10): Para explicar el retraso aparente de la parusía, el autor de la carta recurre al Sal 90,4, según una interpretación judía tradicional: para el Señor un solo día es como mil años. También el Apocalipsis (20,3-6) refiere una especulación análoga de los tiempos antes de la llegada del Señor, la cual ha dado lugar posteriormente a toda una serie de cálculos sobre el fin del mundo. Está claro que el texto que comentamos no se sitúa ni mucho menos en semejantes perspectivas.
Ante el hecho del alargarse de los tiempos antes de «la venida del Señor», no sería exacto juzgar esto como si se tratara de un retraso indefinido. Más bien debemos ver en ello un plazo de gracia, como indica el v.9: se trata de la paciencia que Dios tiene con vosotros, para que abracemos la conversión. De este modo el autor de la carta nos interpela a descubrir la misericordia de Dios como la clave de la historia, según demostraba ya la historia de Noé que invitaba a sus contemporáneos a la conversión, antes de que fuera demasiado tarde (2Pe 2,5).
Esta paciencia y misericordia de Dios no contradice el hecho de que el juicio llegará, caracterizado por una irrupción del fuego celestial. El carácter imprevisible del regreso de Cristo queda gráficamente expresado por medio de la imagen del ladrón. Tal imagen procede de una parábola (Mt 24,43-45 y par.) y se encuentra también en 1Tes 5,2 y en Ap 3,3; 16,15.
La segunda parte del pasaje gira en torno a la necesidad de «prepararse santamente» para el día del Señor (vv.9-14). Se trata de la consecuencia lógica de lo expuesto anteriormente. Ante la realidad de «la venida del Señor» sólo cabe la actitud de quien se dispone a recibirlo con una conducta y piedad santas, esto es en una vida cristiana justa e intachable, contribuyendo de este modo a la inminencia del día del Señor en que surgirán «nuevos cielos y nueva tierra». Por consiguiente, la enseñanza sobre la destrucción del mundo no tiene que llevarnos a un desinterés egoísta por nuestras tareas terrenas, ya que podrán habitar en la tierra nueva (Is 65,17) sólo quienes hayan caminado por el «camino de la justicia» (2Pe 2,21).
Nuestro comentario está muy bien ilustrado en la constitución Gaudium et Spes: «Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano. […] No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo» (nº 39).
Aplicación
Convertirse y vivir en la santidad para habitar el mundo nuevo.
En este tiempo de adviento que nos prepara a la celebración del misterio de la Navidad, la liturgia de la palabra de este segundo domingo nos exhorta, de forma clara e insistente, a disponernos de la mejor manera para ser dignos de entrar a formar parte del mundo nuevo que la llegada de Cristo inaugurará. Esta preparación para el encuentro con Dios pasa, en primer lugar, por la conversión personal. Así resuena en la primera lectura del libro de Isaías (40,1-5.9-11), en donde Dios garantiza que está a punto de obrar un cambio radical en la situación de aflicción de su pueblo, debida a sus mismos pecados, ofreciendo la «consolación» que proviene de Él, pero a condición de que el pueblo se convierta a Él.
El evangelio de Marcos (1,1-8) retoma, como en un eco, las palabras del profeta Isaías colocándolas en labios de Juan el Bautista. De este modo confirma la necesidad de la conversión como algo imprescindible para purificar nuestro corazón de todo aquello que puede mantenernos apartados de Dios. Sólo podrán colocarse entre los destinatarios de la acción benéfica de Dios en su venida quienes hayan purificado su corazón de todo mal. Estamos llamados a abrir camino al Señor a través de la escucha y docilidad a su palabra; a rellenar los valles con su presencia en nuestras vidas; y a rebajar las colinas vaciándonos de todo orgullo y dando paso a una actitud de total sumisión y confianza en Él.
Por lo mismo el autor de la segunda carta de san Pedro (3,8-14), al mismo tiempo que despierta nuestra conciencia ante lo que conllevará «la venida del Señor», nos insiste en la necesidad de disponernos a ella con una vida santa. La santidad a la que somos llamados no es otra que la vivencia fiel y coherente de nuestra vida cristiana, abrazando por amor y puntualmente la voluntad de Dios en sus diversas expresiones, según el estado y los compromisos de vida de cada uno. Así seremos juzgados dignos de habitar el mundo nuevo que Él viene a inaugurar.