CIUDAD DEL VATICANO, domingo 18 de diciembre de 2011 (ZENIT.org).- A continuación ofrecemos la tercera homilía de adviento de 2011, que realizó el padre Raniero Cantalamessa, OFMCAP, predicador de la Casa Pontificia, este viernes 16 de diciembre.
1.-La fe cristiana va más allá del océano
Hace cuatro días, el 12 de diciembre, el continente americano celebró la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, que en México es fiesta de precepto. Es una hermosa coincidencia hablar en esta tercera meditación de la tercera gran etapa de evangelización en la historia de la Iglesia, que se realizó tras el descubrimiento del nuevo mundo. Traigo a la memoria, sucintamente la realización de esta empresa misionera.
Inicio con una observación importante. Europa cristiana, junto con la fe, exportó al nuevo continente también las propias divisiones. Al final de la gran onda misionera, el continente americano reproducirá exactamente la situación que existía en Europa: un sur mayoritariamente católico y un norte mayoritariamente protestante. Nosotros nos ocuparemos aquí solamente de la evangelización de América Latina, por el hecho que fue la primera que se realizó a continuación del descubrimiento del nuevo mundo.
Después que Cristóbal Colón en 1492 volvió de su viaje con la noticia de la existencia de nuevas tierras (que se creía fueran parte de las Indias), se encendieron en España católica, dos decisiones que se mezclaban: la de llevar a los nuevos pueblos la fe cristiana y la de extender a ellos la propia soberanía política. Para esta finalidad se obtuvo del papa Alejandro VI una bula con la que se reconocía a España el derecho de todas las tierras descubiertas cientos de leguas más allá de las islas Azores y a Portugal aquellas más acá de dicha línea. Poco después la línea fue desplazada en favor de Portugal lo que le permitió legitimar la posesión de Brasil. Se delineaba así, incluso desde el punto de vista lingüístico, el rostro del futuro continente latinoamericano.
Cada vez que las tropas entraban en un lugar, hacían una proclama (requerimiento) con el cual a los habitantes se le ordenaba abrazar el cristianismo y reconocer la soberanía del rey de España1. Solamente algunos grandes espíritus, ante todo los dominicos Antonio Montesino y Bartolomé de Las Casas, tuvieron el coraje de levantar la voz contra los abusos de los conquistadores en defensa de los derechos de los nativos. En un poco más de cincuenta años, también por las debilidades y divisiones de los reinos autóctonos, el continente estaba bajo el dominio español y portugués y al menos, nominalmente, era cristiano.
Los historiadores tienden a atenuar los colores obscuros proyectados en el pasado sobre esta empresa misionera. Sobretodo hacen notar que a diferencia de cuanto sucedió con las tribus indígenas de América del norte, en Latinoamérica aunque diezmados, la mayoría de los pueblos nativos sobrevivió con su idioma y en su territorio y pudieron retomarse y reafirmar a continuación su identidad e independencia.
Hay que tomar en cuenta tanbien el condicionamiento que tenían los misioneros por su formación teológica. Tomando a la letra y de manera rígida el axioma Extra Ecclesian nulla salus, ellos estaban convencidos de la necesidad de bautizar el mayor número de personas y en el menor tiempo posible para asegurarles la salvación eterna.
Vale la pena detenerse un momento sobre este axioma que tuvo tanto peso en la evangelización. Fue formulado en el III siglo por Orígenes y sobretodo por san Cipriano. Al inicio no se refería a la salvación de los no cristianos, sino al contrario a la de los cristianos. Se dirigía exclusivamente a los herejes y a los cismáticos del tiempo, para recordarles que rompiendo la comunión con la Iglesia ellos se volvían reos de una culpa grave, por la cual se autoexcluían de la salvación. Se dirigía por lo tanto a los que se iban de la Iglesia y no a los que no entraban.
Solamente en un segundo momento, cuando el cristianismo se volvió la religión de Estado, el axioma comenzó a ser aplicado a paganos y judíos, en base a la convicción entonces común (aunque objetivamente equivocada) que el mensaje a esa altura era conocido por todos los hombres y por lo tanto rechazarlo significaba volverse culpable y merecedor de una condena.
Fue justamente después del descubrimiento del nuevo mundo cuando aquellos límites geográficos se rompieron drásticamente. El descubrimiento de nuevos pueblos enteros que vivían fuera de cualquier contacto con la Iglesia obligó a rever una interpretación tan rígida del axioma. Los teólogos dominicos de Salamanca y a continuación algunos jesuitas tomaron una posición crítica, reconociendo que era posible estar fuera de la Iglesia sin ser necesariamente culpables y por lo tanto excluidos de la salvación. No solamente, sino que frente al modo y métodos inaceptables con el que el Evangelio era anunciado a los indígenas, alguien por primera vez se puso el problema de si realmente era posible considerar culpables a todos aquellos que incluso habiendo conocido el anuncio cristiano no se hubieran adherido2.
2. Protagonistas, los frailes
No es ciertamente este el lugar para dar un juicio histórico sobre la primera evangelización de América Latina. En ocasión del quinto centenario, en mayo de 1992 se realizó en Roma un simposio internacional de historiadores sobre tal tema. En su discurso a los participantes, Juan Pablo II afirmó: «Sin lugar a dudas en esta evangelización, como en toda obra del hombre, existieron éxitos y equivocaciones, luces y sombras; si bien más luces que sombras, a juzgar por los frutos que encontramos después de quinientos años: una Iglesia viva y dinámica que representa hoy una parte relevante de la Iglesia universal»3.
Desde la orilla opuesta, en aquella ocasión, algunos hablaron de la necesidad de una «desculturación» y «desevangelización», dando la impresión de que preferían que la evangelización del continente nunca se hubiera realizado, en lugar de haberse realizado como conocemos. Con todo el respeto debido al amor por los pueblos indígenas que movía a estos autores, yo creo que una tal opinión merece ser rechazada enérgicamente.
A un mundo sin pecado y sin Jesucristo, la teología ha demostrado que es preferible un mundo con el pecado pero con Jesucristo. «Oh feliz culpa –exclama la liturgia pascual en el Exultet– que nos permitió tener un tal y tan grande redentor». ¿No deberíamos decir lo mismo de la evangelización de ambas las partes de América, sea la del norte que la del sur? A un continente sin las «equivocaciones y sombras» que acompañaron su evangelización, pero también sin Cristo, ¿quien no preferiría un continente con tales sombras pero con Cristo? Qué cristiano, de derecha o de izquierda (particularmente si es religioso) podría decir lo contrario sin menguar, por ello mismo, en su propia fe?
He leído en algún lado la siguiente afirmación que comparto plenamente: «Lo más grande que sucedió en 1492 no fue que Cristobal Colón descubrió América, sino que América descubrió a Jesucristo». No era –es verdad- el Cristo integral del Evangelio por el cual la libertad es presupuesto mismo de la fe, pero ¿quién puede pretende ser un portador de Cristo libre de cualquier tipo de condicionamiento histórico? Quienes proponen un Cristo revolucionario, contestador de las estructuras, directamente empeñado en la lucha incluso política, ¿no se olvidan quizás también ellos de alguna cosa de Cristo, por ejemplo de la afirmación: «Mi reino no es de este mundo»?
Si en la primera oleada de la evangelización los protagonistas fueron los obispos y en la segunda los monjes, en esta tercera lo fueron indiscutiblemente los frailes, o sea los religiosos de las órdenes mendicantes, en primer lugar los franciscanos, dominicos, agustinos y en un segundo momento los jes
uitas. Los historiadores de la Iglesia reconocen que en América Latina «fueron los miembros de las órdenes religiosas a determinar la historia de las misiones y de las Iglesias»4.
Sobre esto vale el juicio de Juan Pablo II que he recordado: que «las luces son mayores que las sombras». No sería honesto desconocer el sacrificio personal y el heroísmo de tantos de estos misioneros. Los conquistadores estaban movidos por el espíritu de aventura y sed de ganancias, pero los frailes ¿qué podían esperarse después de haber dejado su patria y conventos? No iban a tomar sino a dar. Querían conquistar almas para Cristo, no súbditos para el rey de España, mismo si compartían el entusiasmo nacional de sus compatriotas.
Cuando se leen historias relacionadas con la evangelización de un territorio particular, se ve cómo los juicios genéricos son injustos y lejanos de la realidad. A mi me sucedió estando en el lugar, leer la crónica del inicio de la misión en Guatemala y en las regiones vecinas. Son historias de sacrificios y peripecias increíbles. De un grupo de veinte dominicos que partieron para el nuevo mundo hacia las Filipinas, 18 murieron durante el viaje.
En 1974, se realizó el sínodo sobre «La evangelización en el mundo contemporáneo». En un apunte manuscrito, puesto al final de un documento, Pablo VI escribía:
«¿Será suficiente lo que he dicho (en el documento) de los religiosos? ¿No sería necesario añadir alguna palabra sobre el carácter voluntario, emprendedor, generoso de la evangelización de los religiosos y de las religiosas? Su evangelización debe depender de la jerarquía y coordinarse con ella, pero hay que alabar la originalidad, la genialidad, la dedicación, muchas veces de vanguardia y a riesgo propio».
Este reconocimiento se aplica plenamente a los religiosos protagonistas de la evangelización de América Latina, especialmente si pensamos en algunas de sus realizaciones, como las conocidas «reducciones» de los jesuitas en Paraguay, o sea en los pueblos en los cuales los indios cristianos, protegidos de los abusos de cualquier autoridad civil, podían instruirse en la fe y desarrollar su talento humano.
3. Los problemas actuales
Ahora, como es costumbre, tratemos de pasar al hoy, para ver que nos dice la historia de la experiencia misionera de la Iglesia, que hemos sumariamente reconstruido. Las condiciones sociales y religiosas del continente han cambiado tan profundamente que, más que insistir en lo que podemos aprender o menos de dicha época, es útil reflexionar sobre la tarea de la actual evangelización en el continente latinoamericano.
Sobre este tema existió y se producen una tal cantidad de reflexiones y de documentos por parte del magisterio pontificio, por el CELAM y las Iglesias locales, que sería presuntuoso poder pensar en añadir algo nuevo. Puedo entretanto compartir alguna reflexión sugerida por mi experiencia en el terreno, habiendo tenido ocasión de predicar en retiros a conferencias episcopales, al clero y al pueblo de casi todos los países de América Latina, y varias veces en algunos de ellos. Además, porque los problemas que se plantean sobe este tema en América Latina no son muy diversos que los del resto de la Iglesia.
Una reflexión es sobre la necesidad de superar una excesiva polarización presente por todas partes en la Iglesia, pero particularmente en América Latina, especialmente hace algunos años: la polarización entre el alma activa y el alma contemplativa, entre la Iglesia del empeño social por los pobres y la Iglesia del anuncio de la fe. Ante cada diferencia, nos sentimos instintivamente tentados a elegir una parte, exaltando una y despreciando la otra. La doctrina de los carismas nos ahorra el trabajo. El don de la Iglesia católica es el de ser, justamente, católica, es decir abierta para recoger los dones más diversos que provienen del Espíritu.
Lo demuestra la historia de las órdenes religiosas que encarnaron instancias diversas y a veces opuestas: insertarse en el mundo y la fuga del mundo, el apostolado entre los doctos, como los jesuitas, y el apostolado entre el pueblo, como los capuchinos. Hay lugar para unos y otros. Además necesitamos de unos y otros, ya que nadie puede realizar el evangelio integral y representar a Cristo en todos los aspectos de su vida. Cada uno debería por lo tanto alegrarse de que los otros hagan lo que uno no puede hacer: quien cultiva la vida espiritual y el anuncio de la Palabra alegrarse de que estén los que se dedican a la justicia y a la promoción social, y viceversa. Es siempre válida la advertencia del apóstol: «Dejemos de una vez por todas de juzgarnos los unos a los otros» (cfr. Rom 14, 13).
Una segunda observación se refiere al problema del éxodo de los católicos hacia otras denominaciones cristianas. Sobretodo es necesario recordar que no se pueden calificar indistintamente estas denominaciones como ‘sectas’. Con algunas de ellas, incluidos los pentecostales, la Iglesia católica mantiene un diálogo ecuménico oficial, lo que no haría si los considerara una secta.
La promoción también a nivel local, de este diálogo es el mejor medio para desenvenenar el clima, aislar las sectas más agresivas y desanimar la práctica del proselitismo. Algunos años atrás se realizó en Buenos Aires un encuentro ecuménico de oración y para compartir la palabra, con la participación del arzobispo católico y los líderes de otras iglesias, y la presencia de siete mil personas. Esto hizo ver con claridad la posibilidad de una relación nueva entre los cristianos, tanto más constructiva para la fe y la evangelización.
En uno de sus documentos, Juan Pablo II afirmaba que la propagación de las sectas obliga a interrogarse sobre el por qué, sobre qué falta en nuestra pastoral. Mi convicción, según mi experiencia –y no sólo en los países de América Latina- es la siguiente. Lo que atrae fuera de la Iglesia no son ciertamente formas de piedad popular alternativas que más bien la mayoría de las otras iglesias y las sectas rechazan y combaten. Es un anuncio quizá parcial pero incisivo, de la gracia de Dios, la posibilidad de experimentar a Jesús como Señor y Salvador personal, el pertenecer a un grupo que se hace cargo personalmente de tus necesidades, que ora por ti en la enfermedad, cuando la medicina no tiene ya nada que decir.
Si, por una parte hay que alegrarse de que estas personas hayan encontrado a Cristo y se hayan convertido, por otra es triste que para hacerlo hayan sentido la necesidad de dejar su Iglesia. En la mayoría de las iglesias a las que se aproximan estos hermanos, todo gira en torno a la primera conversión y a la aceptación de Jesús como Señor. En la Iglesia católica, gracias a los sacramentos, al magisterio, a la riquísima espiritualidad, existe la ventaja de no detenerse en este estadio inicial, sino de llegar a la plenitud y a la perfección de la vida cristiana. Los santos son la prueba de ello. Pero es necesario poner aquél inicio consciente y personal y en esto el reto de las comunidades evangélicas y pentecostales nos sirve de estímulo.
En esto, la Renovación Carismática se revela más que nunca, según la palabra de Pablo VI, “una oportunidad para la Iglesia”. En América Latina, los pastores de la Iglesia se están dando cuenta de que la Renovación Carismática no es (como alguno creyó al principio) “parte del problema” del éxodo de los católicos de la Iglesia, sino que es más bien parte de la solución del problema. Las estadísticas no revelarán nunca cuántas personas han permanecido fieles a la Iglesia gracias a este, habiendo encontrado en su ámbito lo que otros buscaban en otro lado. Las numerosas comunidades nacidas en el seno de la Renovación Carismática, aún con límites, y a veces con derivas, presentes en toda iniciativa humana, están a la vanguardia en el servicio a la Iglesia y la evangelización.
4. El papel de los religiosos en la nueva evangelización
He dicho
que no quería detenerme en la primera evangelización. Una cosa sin embargo debemos aprender de ella: la importancia de las órdenes religiosas tradicionales para la evangelización. A ellas dedicó el beato Juan Pablo II su carta apostólica, con motivo del V centenario de la primera evangelización del continente titulada “Los caminos del Evangelio”. La última parte de la carta trata justo de los “religiosos en la nueva evangelización”: “Los religiosos –escribe–, que fueron los primeros evangelizadores –y han contribuido de manera tan relevante a mantener viva la fe en el continente–, no pueden faltar a esta convocatoria eclesial de la nueva evangelización. Los diversos carismas de la vida consagrada hacen vivo el mensaje de Jesús, presente y actual en todo tiempo y lugar”5.
La vida de comunidad, el hecho de tener un gobierno centralizado y lugares de formación de nivel superior fue lo que permitió a las órdenes religiosas de entonces una tan vasta empresa misionera. Pero hoy, ¿que ha sido de su fuerza? Hablando desde una de estas órdenes antiguas, puedo atreverme a expresarme con una cierta libertad. La rápida caída de las vocaciones en los países occidentales está determinando una situación peligrosa: la de gastar casi todas las propias fuerzas en satisfacer las exigencias internas de la propia familia religiosa (formación de jóvenes, mantenimiento de las estructuras y de las obras), sin muchas fuerzas vivas para introducir en el círculo más amplio de la Iglesia. De ahí el repliegue sobre sí mismos. En Europa, las órdenes religiosas tradicionales se ven obligadas a reunir varias provincias en una y a cerrar dolorosamente una casa tras otra.
La secularización es, cierto, una de las causas de la caída de las vocaciones, pero no es la única. Hay comunidades religiosas de reciente fundación que atraen a oleadas de jóvenes. En la carta citada, Juan Pablo II exhortaba a religiosos y religiosas de América Latina a “evangelizar a partir de una profunda experiencia de Dios”. Aquí está, creo, el punto: “una profunda experiencia de Dios”. Es esto lo que atrae a las vocaciones y lo que crea las premisas para una nueva eficaz oleada de evangelización. El proverbio “nemo dat quod non habet”, nadie puede dar lo que no tiene, vale más que nunca en este campo.
El superior provincial de los capuchinos de las Marcas, Italia, que es también mi superior, ha escrito para este Adviento una carta a todos los frailes. En ella lanza una provocación que creo haga bien a todas las comunidades religiosas tradicionales escuchar: “Tú que lees estas líneas debes imaginar que ‘eres el Espíritu Santo’. Sí, has entendido bien: no sólo estar ‘lleno de Espíritu Santo’ por los sacramentos que has recibido, pero justo que “eres” el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Y así revestido, piensa que tienes el poder de llamar y enviar a un joven por un camino, que lo ayudas a caminar hacia la perfección de la caridad, la vida religiosa para entendernos. ¿Tendrías el valor de enviarlo a tu fraternidad, con certeza y garantía de que tu fraternidad pueda ser el lugar que le ayude seriamente a lograr la perfección de la caridad en la concreción de la vida cotidiana? En pocas palabras: si un joven viniera a vivir por unos días o meses a tu fraternidad, compartiendo la oración, la vida fraterna, el apostolado… ¿se enamoraría de nuestra vida?”.
Cuando nacieron las órdenes mendicantes, los dominicos y franciscanos, a principios del siglo XIII, también las órdenes monásticas anteriores extrajeron beneficio de ellas e hicieron suya la llamada a una mayor pobreza y a una vida más evangélica, viviéndola según el propio carisma. ¿No deberíamos hacer lo mismo nosotros hoy, órdenes tradicionales, respecto a las nuevas formas de vida consagrada suscitadas en la Iglesia?
La gracia de estas nuevas realidades es multiforme, pero tiene un denominador común que se llama Espíritu Santo, el “nuevo Pentecostés”. Tras el concilio, casi todas las órdenes religiosas preexistentes releyeron y renovaron sus propias constituciones, pero ya en 1981, el beato Juan Pablo II advertía: “Toda la obra de renovación de la Iglesia, que el concilio Vaticano II ha propuesto providencialmente e iniciado… no puede realizarse si no es en el Espíritu Santo, es decir con la ayuda de su luz y de su fuerza”6 .
“El Espíritu Santo –decía san Buenaventura– va allí “donde es amado, donde es invitado, donde es esperado”7. Tenemos que abrir nuestras comunidades al soplo del Espíritu que renueva la oración, la vida fraterna, el amor por Cristo y con ellos el celo misionero. Mirar atrás, a los propios orígenes y al propio fundador, ciertamente, pero mirar también hacia adelante.
Observando la situación de las órdenes antiguas en el mundo occidental, surge espontánea la pregunta que Ezequiel oyó ante el panorama de huesos secos: “¿Podrán estos huesos revivir?” Los huesos áridos de los que se habla en el texto no son de los muertos sino de los vivos; son el pueblo de Israel en el exilio que va diciendo: «¡Nuestros huesos están secos, nuestra esperanza se ha desvanecido, estamos perdidos!». Son los sentimientos que afloran, a veces también en nosotros quienes pertenecemos a órdenes religiosas antiguas.
Sabemos la respuesta, llena de esperanza, que Dios da a aquella pregunta: “’Infundiré en vosotros mi Espíritu, y viviréis, os estableceré en vuestra tierra, y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago’, dice el Señor”. Debemos creer y esperar que se realizará también en nosotros y en toda la Iglesia, lo que se dice al final de la profecía: “El Espíritu entró en ellos: volvieron a la vida y se alzaron en pie; eran un ejército grande, grandísimo” (cf. Ez 37, 1-14).
Hace cuatro días, recordaba al inicio, América Latina celebró la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe. Se discute mucho sobre la historicidad de los hechos en el origen de esta devoción. Debemos clarificar lo que se entiende por hecho histórico. Hay muchos hechos que realmente han sucedido, pero que no son históricos porque “histórico”, en el sentido más auténtico, no es todo lo acaecido, sino sólo aquello que, además de haber sucedido, ha incidido en la vida de un pueblo, ha creado algo nuevo, ha dejado traza en la historia. ¡Y qué traza ha dejado la devoción a la Virgen de Guadalupe en la historia religiosa del pueblo mexicano y latinoamericano!
Es de gran significado simbólico el hecho de que, en los inicios de la evangelización del continente americano, en 1531, sobre la colina del Tepeyac, al norte de la Ciudad de México, la imagen de la Virgen se haya estampado en la tilma de san Juan Diego como “la Morenita”, es decir con los rasgos de una humilde muchacha mestiza. No se podía decir de manera más sugestiva que la Iglesia, en América Latina, está llamada a hacerse –y quiere hacerse- indígena con los indígenas, criolla con los criollos, toda a todos.
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Notas
1 Cfr. J. Glazik, en Storia della Chiesa, dirigida por H. Jedin, vol. VI, Milán Jaca Book, 1075, p. 702.
2 F. Sullivan, Salvation outside the Church? Tracing the History of the Catholic Response, Paulist Press, Nueva York 1992.
3 Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Simposio internacional sobre la evangelización en América Latina, 14 mayo 1992.
4 Cfr. Glazik, op. cit., p. 708.
5 Juan Pablo II, “Los caminos del Evangelio”, nr. 24 (AAS 83, 1991, pp. 22 ss.)
6. Juan Pablo II, carta apostólica A Concilio Constantinopolitano I (25 marzo 1981).
7. San Buenaventura, Sermón para el IV Domingo después de Pascua, 2 (ed. Quaracchi, IX, p.311).