Junto con toda la creación acojamos y adoremos a Cristo que nace (Navidad, ciclo A, B, C)

Comentarios a la segunda lectura dominical

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ROMA, viernes 23 diciembre 2011 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para la Solemnidad de la Navidad.

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Pedro Mendoza LC

«Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos; el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más les supera en el nombre que ha heredado. En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy; y también: Yo seré para él Padre, y él será para mi Hijo? Y nuevamente al introducir a su Primogénito en el mundo dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios». Heb 1,1-6

Comentario

El pasaje de la carta a los Hebreos, propuesto en la celebración de la Solemnidad de la Navidad, recoge una llamada cálida a prestar una vez más atención al mensaje de salvación del Nuevo Testamento. El peligro de la rutina y de la dispersión acechaba entonces y ahora a los cristianos para entender la palabra de Dios y, por lo mismo, les hacía perder la atracción y la fascinación de la novedad de ese anuncio. El autor de esta carta introduce este reclamo de una manera solemne y llena de calificativos sobre la figura que nos comunica el mensaje de la salvación.

(vv.1-2a) A diferencia de las otras cartas del corpus paulinum, esta carta inicia sin recurrir al formulario usual de las cartas antiguas, esto es: sin especificar los destinatarios, sin saludos, acción de gracias. Esto es señal distintiva de que nos encontramos, más que ante una carta propiamente, ante un discurso que desde el inicio quiere llamar la atención de sus oyentes. El autor inicia afirmando, como coronamiento de todo el proceso de acercamiento por parte de Dios al hombre, la revelación que nos ofrece en el anuncio traído por su Hijo, el Verbo Encarnado. Tal anuncio es un hecho histórico que ha tenido lugar con la venida de Cristo, quien lo ha difundido.

Pero el peligro de entonces y de siempre está en quedarse en un conocimiento «material» del contenido de dicho anuncio: las enseñanzas del Señor, sus promesas y exigencias, aprendidas a través de las catequesis o de los evangelios, sin que este anuncio resuene en la vida de una manera nueva y personal. Por eso los destinatarios de la carta, aunque conocían todos estos contenidos, no veían ya nada especial en las palabras de Cristo.

(vv.2b-6) Una de las finalidades de la carta es resolver esta problemática. Por ello inicia con una serie de títulos que expresan toda la dignidad de Cristo. Así el autor quiere resaltar toda la importancia de cuanto  el Hijo de Dios nos comunica. Él es «heredero de todo» (v. 2b), por tanto todos nosotros le pertenecemos. Él es además el mediador de la creación por medio del cual Dios ha creado los «eones», esto es: el mundo presente y el mundo futuro. Por consiguiente, a Él, además de a Dios, debemos nuestra existencia.

A partir del v. 3 el autor de la carta teje un himno de «elogio» a Jesús, no deteniéndose a presentar los acontecimientos de su vida terrestre, ya conocidos por todos, sino los eventos del mundo celestial, que tuvieron lugar en el momento de la entronización de Jesús como Hijo de Dios y Señor del mundo. Así continúa en el v.4 presentando a Jesús con atributos divinos como «resplandor de su gloria», «impronta de su esencia» y «el que sostiene todo con su palabra poderosa». A través de esta triple descripción de la esencia de Cristo, resplandece la más estricta relación posible entre Dios y la persona y la obra de Jesús. De la misma manera se inserta a continuación la comparación, más desarrollada, entre Cristo y los ángeles. Toda ella está calcada sobre el ritual de la ceremonia de entronización de un rey en el antiguo oriente, que constaba de tres momentos: primero, la adopción del nuevo rey por parte de Dios, simbolizada en la imposición del nombre; después venía la postración de los principales del reino (que aquí son los ángeles); y, finalmente, la otorgación de los poderes (la entrega del cetro, la unción y la subida al trono).

Concluye este himno de alabanzas a Cristo exhortando a sumarnos a la adoración que deben rendirle «todos los ángeles de Dios» (v. 6). Precisamente en esta última exhortación reside un motivo por el cual la Iglesia encuentra este pasaje muy apropiado para la celebración del nacimiento de Cristo.

Aplicación

Junto con toda la creación acojamos y adoraremos a Cristo que nace.

En la lectura del profeta Isaías (52,7-10) escuchamos la exhortación a llenarnos de gozo porque «el Señor ha consolado a su pueblo». En efecto, la fiesta de la Navidad representa esta gran consolación por parte de Dios, un gozo inmenso para cada uno de nosotros: Dios se muestra cercano a nosotros, más todavía se hace presente en medio de nosotros en la forma de un Niño. ¡Qué iniciativa tan maravillosa y encantadora por parte de Dios! De este modo nos revela su ternura y nos invita a que también nosotros le amemos con toda la ternura de nuestro corazón. La consolación de Dios, que se encarna en el Niño de Belén, revela el profundo amor de Dios. Él está lleno de compasión, de amor, por su pueblo, también cuando éste es castigado, como sucedió en la historia del pueblo de Israel, a quien el profeta se dirige en primer lugar. Por eso nunca debemos perder la confianza en Dios, porque Él es un Dios todo bondad y misericordia para con todos sus hijos, sin excepción.

San Juan en el prólogo de su evangelio (Jn 1,1-18), en la línea del pasaje de la carta a los Hebreos, nos ayuda a profundizar en la naturaleza del Niño que nace en Belén: es el Verbo de Dios que se ha encarnado, la Palabra de Dios, que estaba junto a Dios en el principio, esto es: desde la eternidad. Después de afirmar que en Jesús, Verbo Encarnado, reside la vida y que ésta es la luz de los hombres, el evangelista nos invita a acogerlo, a diferencia de cuanto algunos no hicieron en su primera venida: «Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (vv.11-12). Hacia esta actitud de acogida quiere conducirnos san Juan, pues ahí está el punto decisivo ante la excelencia de los dones que Dios quiere comunicarnos: Él ha dado pasos gigantescos para venir hasta nosotros; pero también nosotros debemos dar esos pasos humanos nuestros para ir hacia Él. Esta Navidad, llenos de gratitud, renovemos nuestra adhesión a Jesús, el Hijo de Dios. Acojamos realmente al Niño de Belén y dejémonos guiar por Él en nuestras decisiones, pues así serán fuente de paz, de concordia, de perdón, de justicia y de amor.

La grandeza del Niño de Belén, derivada de su condición de Hijo de Dios, resplandece en el pasaje de la carta a los Hebreos (1,1-6), que ya comentamos. Este Niño no nos habla todavía con palabras humanas que puedan ser escuchadas, sino que nos habla ya con su presencia. Nos comunica del modo más elocuente el amor de Dios, el proyecto que Dios ya ha llevado a cumplimiento, como afirma la carta: «Dios después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (v.3). A este Dios, que viene a nuestro encuentro de esa manera tan asequible y asombrosa, como Niño tierno y necesitado, rindamos el culto de adoración que se merece. Reconociendo nuestra condición de indigencia y la sed insaciable de la felicidad que sólo en Él podemos encontrar, vayamos presurosos a Él, como los pastores de Belén. Y abrámosle a Cris
to de par en par las puertas de nuestro corazón para que haga en él su morada y lo llene de su presencia y de su amor.

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ZENIT Staff

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