ROMA, viernes 24 febrero 2012 (ZENIT.org).- Dado que en el 1º domingo de Cuaresma la segunda lectura dominical corresponde a un pasaje de la 1ª carta de san Pedro, en esta ocasión nuestra columna «En la escuela de san Pablo…», ofrece el comentario y la aplicación de dicho pasaje.
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Pedro Mendoza LC
«Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el Arca, en la que unos pocos, es decir ocho personas, fueron salvados a través del agua; a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva y que no consiste en quitar la suciedad del cuerpo, sino en pedir a Dios una buena conciencia por medio de la Resurrección de Jesucristo, que, habiendo ido al cielo, está a la diestra de Dios, y le están sometidos ángeles, dominaciones y potestades». 1Ped 3,18-22
Comentario
El pasaje de la primera carta de san Pedro nos invita a contemplar el ejemplo de Cristo en su muerte y las promesas del bautismo.
En primer lugar, el autor de la carta presenta a Cristo que se ofrece en oblación por nuestros pecados. Una vez más (como en 2,21-25), al pintar la imagen del Crucificado, recurre a los cánticos del «siervo doliente» del profeta Isaías. Refiere la muerte del Señor en la cruz como un sacrificio por el pecado: «Es que quiso quebrantarle Yahveh con padecimientos. Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, tendrá descendencia y vivirá largos días» (Is 53,10). En esta muerte de Cristo según la carne, vivida como oblación, todo bautizado está llamado a descubrir su propia vocación y a estar dispuesto a poner su vida en la balanza de la justicia divina como víctima por el pecado, por las injusticias de los otros.
Como Cristo, el creyente en Él debe contar con la posibilidad de ser condenado a muerte, pero de ella resurgirá victorioso a nueva vida. Precisamente en la muerte comenzó la mayor actividad de Cristo. En el reino de Dios, este ajusticiado en la tierra comenzó a actuar y a «atraer a todos hacia sí» (Jn 12,32). También el cristiano, si llega a ser eliminado, ha de saber que entonces actuará todavía más, que con la muerte comienza para él una vida en el espíritu.
San Pedro, señalando el ejemplo de Cristo y su actividad llena de vida que comenzó con su muerte: «fue también a predicar a los espíritus encarcelados» (1Ped 3,19), pretende que sirva como modelo para quienes son llamados al martirio. Lo que sucedió en aquel intervalo de tiempo, en las horas que transcurrieron desde su muerte hasta su resurrección, lo describe el autor de la carta con imágenes tomadas de las representaciones del judaísmo tardío. La «cárcel» es un lugar que se ha de entender algo así como en el interior de la tierra, donde los espíritus caídos están encadenados: un lugar de castigo y de horror. Cristo descendió a este lugar para dar noticia de sí y de su muerte. Con esta imagen parece expresarse una doble verdad. Por un lado, la acción salvífica del Señor fue un hecho que abarcaba todos los ámbitos del mundo, que realizaba el juicio y la gracia de Dios. Y, por otro lado, Cristo es el testigo fiel, el mártir que tras su acción salvífica dio noticia de ella a todos los seres, incluso a los que tenían sentimientos hostiles a Dios.
Desarrollando más esta idea de la predicación, san Pedro pasa de los espíritus en general a determinados hombres desobedientes. Con esto evoca dos épocas de la historia de la salvación, en las cuales aguarda cada vez la paciencia de Dios ante el juicio: el tiempo que precede al diluvio y los últimos tiempos, los tiempos cristianos. Cuando todo estaba bajo la amenaza de quedar aniquilado por las olas de la cólera divina, se preparó un medio de salvación, un arca, una caja de madera. Como Noé en el diluvio obedeciendo a Dios se confió a aquel leño y se salvó, así también nuestra vida se asocia con el leño salvador de la cruz mediante el agua del bautismo y la buena voluntad de obedecer.
Ahora pasa san Pedro a hablar de las promesas del bautismo. Lo que hasta aquí sólo se podía deducir de insinuaciones, lo formula ahora el autor de la carta claramente: «a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva y que no consiste en quitar la suciedad del cuerpo, sino en pedir a Dios una buena conciencia por medio de la Resurrección de Jesucristo» (3,21). Lo que le interesa no son precisamente los acontecimientos de los tiempos de Noé, sino el hecho del bautismo. Pero conviene notar que lo que da la pauta no es la semejanza exterior que hay en el empleo del agua, sino la interior: en ambos casos se sometieron los hombres incondicionalmente a la obediencia a Dios.
Concluye san Pedro este pasaje retomando el ejemplo de Cristo triunfante (3,22). En un principio se había mostrado a Cristo como aquel que se sometió a los jueces de la tierra, que fue voluntariamente a la muerte y que utilizó su muerte para pregonar la obra salvadora de Dios. Ahora surge su imagen como la del rey que impera, cuyo «escabel» lo forman enemigos sometidos (Sal 110[109],1), que le están totalmente subordinados. Entre ellos designa en concreto a las «potestades», indicando con ello a los poderes políticos visibles, que están bajo el influjo de los poderes demoníacos invisibles. En efecto, los grandes de la tierra, sostenidos por el poder de Satán, son ante quienes ahora tiemblan los cristianos. Su consuelo consiste en que Cristo, desde su Pascua, triunfa sobre estos poderes.
Aplicación
Convertirnos y creer en la Buena Nueva que Cristo nos anuncia.
El primer domingo de Cuaresma, como nos recuerda el Evangelio, nos reclama a volver nuestra mirada al desierto donde se encuentra Cristo, disponiéndose con la oración, el ayuno y las buenas obras, para iniciar su vida pública. Se encuentra ahí también para someterse a la tentación y vencerla. Por eso las lecturas nos hablan de tentación, de conversión, de Buena Noticia y de bautismo. La primera lectura nos refiere la promesa y la alianza de Dios después del diluvio, se trata por tanto de una buena noticia después del desastre del diluvio. En la segunda lectura san Pedro nos habla de Jesús que después de la muerte va a predicar a los espíritus, y recuerda los días de Noé, es decir el diluvio y la salvación, haciendo notar que era una figura que anunciaba el bautismo, en el cual se realiza la conversión y la salvación.
La primera lectura (Gen 9,8-15) nos recuerda que el proyecto de Dios, que se ha manifestado en el Antiguo Testamento con el diluvio y la salvación de Noé, de su familia y de todos los seres vivientes, consiste en eliminar del mundo el mal y en consentir al hombre vivir una vida buena y hermosa. Resuena todavía el eco de la promesa de Dios, hecha al término del diluvio: «Pongo mi arco en las nubes, y servirá de señal de la alianza entre yo y la tierra […] y me acordaré de la alianza que media entre yo y vosotros y toda alma viviente, toda carne, y no habrá más aguas diluviales para exterminar toda carne». De este modo nos recuerda la voluntad salvífica de Dios que dirige y guía todos los acontecimientos de la historia. A este Dios que hace hasta lo imposible por salvarnos, debemos escuchar y acoger con docilidad en nuestras vidas.
El Evangelio (Mc 1,12-15), aunque de forma breve, nos presente esa realidad misteriosa de Cristo que se somete a la tentación para que, venciéndola, también nosotros podamos vencerla en Él. La preparación de Cristo al inicio de su vida pública no requiere conversión, pero en cuanto hombre siente la necesidad de una intensa preparación. Por eso se retira a orar, a ayunar y, de este modo, a abrirse a la voluntad del Padre. Nos enseña que para vencer en el combate espiritual de nue
stra vida contra las fuerzas del mal es preciso prepararnos como Él. Acojamos la invitación de la Iglesia a hacer de este tiempo de Cuaresma, un tiempo de intensa preparación espiritual para nuestra misión junto a Cristo, que nos conducirá a la vivencia culmen de los misterios de nuestra Redención.
Como nos enseña san Pedro en la segunda lectura (1Ped 3,18-22), el evento extraordinario de la salvación después del diluvio era prefiguración de la salvación cristiana que se realiza por medio del bautismo. Así Cristo triunfante de la muerte, con su descenso a los infiernos, demuestra su victoria sobre las fuerzas del mal. Él lleva a cuantos yacían en ese valle de sombras, el anuncio de la salvación que nos ha obtenido. Precisamente, en virtud de la resurrección de Cristo, las aguas bautismales son fuente de vida nueva. A este Cristo que nos ha salvado y que nos llama a la conversión y a creer en la Buena Nueva respondámosle con un sí generoso y total.