MADRID, viernes 23 marzo 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el artículo de monseñor Juan del Río Martín, arzobispo castrense de España, con motivo de la Jornada por la Vida 2012.
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+Juan del Río Martín
La Iglesia en España celebra la Jornada por la Vida 2012 bajo el lema «Amar y cuidar toda la vida humana», en el marco litúrgico de la solemnidad de la Encarnación del Verbo (25-26 de marzo). La luz salvadora de este acontecimiento ha elevado al nivel más sublime la dignidad del hombre.
Pero ¿Qué es la vida humana? Es la eterna pregunta que cada uno tenemos que responder si queremos encontrar el camino de la felicidad. Para la filosofía de moda es simplemente: “un frenesí, una ilusión, un sueño”, sin embargo, esta respuesta nos deja insatisfecho y descubrimos que no es más que una evasiva para no ir al fondo de la cuestión. En cambio otros, movidos por el sentir de todas las culturas y por la experiencia acumulada de la humanidad responderán que la vida humana es el don por excelencia que nos posibilita a existir como “espíritus encarnado”, que nos diferencia de los animales y de la naturaleza, y que da sentido a toda realidad.
Nos encontramos, por tanto, en un debate crucial donde se quiere imponer una nueva concepción de la vida humana, carente de su valor sagrado, entendida como mera propiedad inmanente de ciertos seres y prevaleciendo la libertad y el bienestar de los adultos sobre ella misma. Digamos que el valor de la vida se ha cosificado, se ha separado del amor y la entrega que constituyen el eje esencial del hombre y de la mujer. Ante esta realidad, es imperioso que no olvidemos o infravaloremos los componentes esenciales del gran misterio del don de la vida. Recordemos, por una parte, que la vida humana, a diferencia de las máquinas, no se puede domesticar ni programar ya que la vida es la biografía de cada persona que cuenta con los elementos irrenunciables de sus sentimientos y emociones, de su responsabilidad y sobre todo de la libertad. Ello hace que cada ser humano sea único e irrepetible.
Por otra parte, es necesario tener presente que nadie se da la vida a sí mismo, nadie es dueño de ella. No es el resultado de ningún ordenamiento político, sino que en toda vida humana resplandece la realidad de la alteridad del ser humano, de ahí que el derecho a la vida sea el primer derecho del hombre y debe ser tutelado eficazmente en las costumbres y en las leyes como valor fundamental para que la convivencia sea justa, democrática y pacífica. Todo el mundo tiene derecho a vivir y a vivir con plena dignidad.
No caigamos en la trampa y en el engaño. La mentalidad anti-vida revela la crisis moral que padece la modernidad. Lo verdaderamente progresista no es ir contra la vida fomentando la cultura de la muerte mediante el aborto, la eutanasia y otras prácticas, sino en acoger, proteger y respetar la vida humana desde el primer instante hasta su final natural, porque ello construye un mañana mucho más esperanzador para el hombre y la sociedad. Por eso, no es razonable, ni humano, que en estos tiempos en que las ciencias médicas han logrado una mayor capacidad de velar por la salud y la vida se atente contra los no nacidos y contra aquellos que están al final de sus días. Como tan poco es coherente, que mientras se lucha por el respeto de la naturaleza animal y vegetal, no se propugne con el mismo vigor el respeto a todos los estadios de la existencia de la persona. Como dice Benedicto XVI: «respetar la naturaleza supone respetar la inviolabilidad de la vida humana”. ¡Esto es un valor no negociable!
Por todo ello y mucho más, se entenderá cómo la defensa de la vida se ha convertido para la Iglesia en la primera preocupación de su acción misionera en el actual siglo XXI y no deja de invitar a todos a amar la vida apasionadamente, no sólo en la flor de la juventud, sino también cuando llega el otoño de la existencia y afloran las flaquezas y enfermedades. Porque no amar y valorar el tesoro más genuino de nuestro ser “imagen y semejanza del Creador” (Gn 1,26), es haber sucumbido a la muerte antes que ésta haya llamado a nuestras puertas. ¡Sólo el amor es más fuerte que la muerte y únicamente se tiene vida en abundancia cuando la donamos a los demás! (cf. Cant 8,6; Mc 8,34-38).
Los cristianos y todos los hombres y mujeres de buena voluntad somos convocados a: “ser promotores de una civilización que ame la vida, la respete y la proteja según la voluntad del Creador” (Benedicto XVI).