San Basilio y la fe en el Espíritu Santo

Tercer sermón de Cuaresma

Share this Entry

CIUDAD DEL VATICANO, sábado 24 marzo 2012 (ZENIT.org).- Publicamos la tercera prédica de Cuaresma del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap, predicador de la Casa Pontificia, realizada este viernes en la capilla Redemptoris Mater del Vaticano.

*****

P. Raniero Cantalamessa

1. La fe termina en las cosas

El filósofo Edmund Husserl resumió el programa de su fenomenología con el lema: Zu den Sachen selbst!, ir a las cosas mismas, a las cosas como realmente son, antes de su conceptualización y formulación. Otro filósofo que vino después de él, Sartre, dice que «las palabras y, con ellas, el significado de las cosas y las formas de su uso» no son más que «los signos sutiles de reconocimiento que los hombres han trazado sobre su superficie»: se debe sobrepasarlos para tener la revelación imprevista, que deja sin aliento, la «existencia» de las cosas1.

Santo Tomás de Aquino había formulado mucho antes un principio similar en referencia a las cosas o a los objetos de la fe: Fides non terminatur ad enunciabile, sed ad rem: la fe no termina en los enunciados, sino en la realidad2. Los padres de la Iglesia son modelos insuperables de esa fe que no se detiene en las fórmulas, sino que va a la realidad. Después de la época dorada de los grandes padres y doctores, vemos casi de inmediato lo que un estudioso de la patrística define como «el triunfo del formalismo»3. Conceptos y términos, como sustancia, persona, hipóstasis, son analizados y estudiados por sí mismos, sin la constante referencia a la realidad que con ellos los creadores del dogma habían tratado de expresar.

Atanasio es quizás el caso más ejemplar de una fe que se preocupa más de la cosa que de su enunciación. Durante algún tiempo, después del Concilio de Nicea, parece ignorar el término homousios, consustancial, mientras defiende con la tenacidad que vimos la última vez su contenido, es decir, la plena divinidad del Hijo y su igualdad con el Padre. También está dispuesto a aceptar términos equivalentes para él, porque estaba claro que tenía la intención de mantener firme la fe de Nicea. Sólo más tarde, cuando se dio cuenta de que ese término era el único que no daba escapatoria a la herejía, le dio un uso cada vez más generalizado.

Este hecho se nota porque sabemos los daños causados a la comunión eclesial, al dar más importancia al acuerdo sobre los términos que lo referido a los contenidos de la fe. En los últimos años se ha podido restaurar la comunión con algunas iglesias orientales, llamadas monofisitas, tras reconocer que su conflicto con la fe de Calcedonia era por el significado diferente dado al término ousia e hipóstasis, y no la sustancia de la doctrina. El acuerdo entre la Iglesia católica y la Federación Mundial de Iglesias Luteranas sobre el tema de la justificación por la fe, firmado en 1998, mostró que el viejo conflicto sobre este punto era más en cuanto a los términos que en la realidad. Las fórmulas, una vez acuñadas, tienden a fosilizarse, volviéndose banderas y signos de pertenencia, más que expresiones de una fe vivida.

2. San Basilio y la divinidad del Espíritu Santo

Hoy nos subimos sobre los hombros de otro gigante, san Basilio el Grande (329-379), para examinar con él otra realidad de nuestra fe, el Espíritu Santo. Ya veremos cómo también él es un modelo de la fe que no se detiene en las fórmulas, sino que va a la realidad.

Sobre la divinidad del Espíritu Santo, Basilio no dice ni la primera ni la última palabra, es decir, no es él quien abre el debate, ni tampoco quien lo concluye. Quien abrió el discurso sobre el estatus ontológico del Espíritu Santo fue san Atanasio. Hasta él, la doctrina del Paráclito se había quedado en las sombras, y se entiende el por qué: no se podía definir la posición del Espíritu Santo en la divinidad, antes de que fuera definida la del Hijo. Se limitaba por tanto a repetir el símbolo de la fe: «y creo en el Espíritu Santo», sin otras adiciones.

Atanasio, en las Cartas a Serapión, inicia el debate que conducirá a la definición de la divinidad del Espíritu Santo en el Concilio de Constantinopla del 381. Enseña que el Espíritu es plenamente divino, consustancial con el Padre y con el Hijo, que no pertenece al mundo de las criaturas, sino al del creador y la evidencia, aquí también, es que su contacto nos santifica, nos diviniza, lo que no podría hacer si él mismo no fuese Dios.

He dicho que Basilio ni siquiera dice la última palabra. Se abstiene de aplicar al Paráclito el título de «Dios» y de «consustancial». Afirma con claridad la fe en la plena divinidad del Espíritu usando expresiones equivalentes, tales como la igualdad con el Padre y el Hijo en la adoración (la isotimia), su homogeneidad y no heterogeneidad con respecto a ellos. Son los términos con los cuales la divinidad del Espíritu Santo fue definida en el concilio ecuménico de Constantinopla en el año 381 y que desarrollaron el artículo de fe sobre el Espíritu Santo que profesamos aún hoy en el credo.

Esta actitud prudente de Basilio, para no alejar aún más a la otra parte de los macedonios, provocó la crítica de Gregorio Nacianceno, que se encuentra entre aquellos que tuvieron el coraje suficiente como para pensar que el Espíritu Santo es Dios, pero no lo suficiente como para proclamarlo explícitamente. Tomando la iniciativa, escribe. «¿El Espíritu es Dios? ¡Por supuesto! ¿Es consustancial? Sí, si es verdad que es Dios»4.

Si por tanto Basilio no dice, sobre la teología del Espíritu Santo, ni la primera ni la última palabra, ¿por qué elegirlo como nuestro maestro de fe en el Paráclito? Es que Basilio, como ya Atanasio, está más preocupado por la «cosa» que por su formulación, más de la plena divinidad del Espíritu que de los términos con que expresar esa fe. La cosa, para decirlo en términos de Tomás de Aquino, le interesa más que su enunciación. Nos traslada a lo vivo de la persona y de la acción del Espíritu Santo.

La de Basilio es una pneumatología concreta, vivida, no escolástica, sino «funcional» en el sentido más positivo del término, y es eso lo que hace que sea especialmente actual y útil para nosotros hoy. Debido a la cuestión mencionada del Filioque, la pneumatología ha terminado por reducirse a través de los siglos casi exclusivamente al problema de la procedencia del Espíritu Santo: si sólo del Padre, como dicen los orientales, o también del Hijo, como profesamos los latinos. Algo de la pneumatología concreta de los Padres ha pasado por los tratados sobre «los Siete dones del Espíritu Santo», pero limitado al ámbito de la santificación personal y a la vida contemplativa.

El Concilio Vaticano II inició una renovación en este campo, por ejemplo, cuando ha devuelto los carismas de la hagiografía, que son las vidas de los santos, a la eclesiología, que es la vida de la Iglesia, hablando de ellos en la Lumen Gentium5. Pero fue sólo el comienzo; todavía queda mucho por hacer para poner de relieve la acción del Espíritu Santo en toda la vida del pueblo de Dios. En ocasión del XVI centenario del Concilio ecuménico de Constantinopla del 381, el beato Juan Pablo II escribió una carta apostólica en la que entre otras cosas, dijo: «Todo el trabajo de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II tan providencialmente ha propuesto y comenzado… no se puede realizar sin el Espíritu Santo, es decir, con la ayuda de su luz y de su fuerza»6.Basilio, lo vamos a ver, nos hace de guía en este camino.

3. El Espíritu Santo en la historia de la salvación y en la Iglesia

Es interesante conocer el origen de su tratado sobre
el Espíritu Santo. Está curiosamente ligada a la oración del Gloria Patri. Durante la liturgia, Basilio había pronunciado a veces la doxología en la forma: «Gloria al Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo», otras veces en la forma: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.» Esta segunda forma clarificaba más que la primera la igualdad de las tres personas, coordinándolas, en lugar de subordinarlas entre sí. En la atmósfera recalentada de los debates sobre la naturaleza del Espíritu Santo, el tema provocó las protestas y Basilio escribió su obra para justificar sus acciones; en la práctica, para defender contra los herejes macedonios la plena divinidad del Espíritu Santo.

Pero vayamos al punto por el cual, decía, la doctrina de Basilio se revelaba especialmente actual: su capacidad para iluminar la acción del Espíritu en cada momento de la historia de la salvación y en todos los ámbitos de la vida de la iglesia. Inicio de la obra del Espíritu en la creación.

«En la creación, la causa primera de lo que existe es el Padre, la causa instrumental es el Hijo, la causa perfeccionadora es el Espíritu. Por la voluntad del Padre los espíritus creados existen; por la fuerza de la acción del Hijo son llevados al ser, por la presencia del Espíritu llegan a la perfección… Si se intenta sustraer al Espíritu de la creación, todas las cosas se mezclan y la vida surge sin ley, sin orden, sin ningún tipo de determinación»7.

San Ambrosio retomará este pensamiento de Basilio elaborando una conclusión sugerente. Refiriéndose a los dos primeros versículos del Génesis («la tierra era un caos y desierta y las tinieblas cubrían el abismo»), observa:

«Cuando el Espíritu comenzó a flotar sobre ella, la creación no tenía aún ninguna belleza. En cambio, cuando la creación recibió la acción del Espíritu, obtuvo todo el esplendor de la belleza que la hizo brillar como ‘mundo'»8.

En otras palabras, el Espíritu Santo es el que transforma la creación, del caos al cosmos, que hace de él algo bello, ordenado, limpio, un «mundo» (mundus) justo, de acuerdo con el significado original de esta palabra y de la palabra griega cosmos. Ahora sabemos que la acción creadora de Dios no se limita al instante inicial, como se creyó en la visión deísta o mecanicista del universo. Dios no «fue» una vez, sino que siempre «es» creador. Esto significa que el Espíritu Santo es el que hace pasar continuamente al universo, a la Iglesia y a cada persona, del caos al cosmos, es decir: del desorden al orden, de la confusión a la armonía, de la deformidad a la belleza, de la vetustez a la novedad. No, por supuesto, mecánicamente y bruscamente, sino en el sentido de que está trabajando en ella y lleva hasta un fin su propia evolución. Él es el que siempre «crea y renueva la faz de la tierra» (cf. Sal. 104,30).

Esto no significa, explicaba Basilio en ese mismo texto, que el Padre había creado algo imperfecto y «caótico» que necesitaba ser corregido; simplemente, era el plan y la voluntad del Padre de crear por medio del Hijo y guiar a los seres a la perfección por medio del Espíritu.

Desde el inicio, el santo doctor va a ilustrar la presencia del Espíritu en la obra de la redención:

«En cuanto al plan de salvación (oikonomia) para el hombre, por mérito de nuestro gran Dios y salvador Jesucristo, establecido por la voluntad de Dios, ¿se podría argumentar que se lleva a cabo por la gracia del Espíritu?»9.

En este punto, Basilio se abandona a la contemplación de la presencia del Espíritu en la vida de Jesús que está entre los pasajes más bellos de la obra y abre a la pneumatología un campo de investigación que solo recientemente se ha comenzado a reconsiderar10. El Espíritu Santo está actuando ya en el anuncio de los profetas y en la preparación para la venida del Salvador; por su poder se realiza la encarnación en el seno de María; es él el crisma con el que Jesús fue ungido por Dios en el bautismo. Cada obra fue realizada con la presencia del Espíritu. Este «estuvo presente cuando fue tentado por el diablo, cuando se realizaban los milagros; no lo dejó cuando resucitó de entre los muertos, y el domingo de Pascua se derramó sobre sus discípulos (cf. Jn 20, 22 s.). El Paráclito fue «el compañero inseparable» de Jesús durante toda su vida.

De la vida de Jesús, san Basilio va a ilustrar la presencia del Espíritu en la Iglesia:

«Y la organización de la Iglesia, ¿no es claro e indiscutible que es obra del Espíritu? Él mismo ha dado a la iglesia, dice Pablo, «en primer lugar a los apóstoles, luego a los profetas, y luego a los maestros … Este orden está organizado de acuerdo a la diversidad de los dones del Espíritu»11.

En la anáfora que lleva el nombre de san Basilio –que nuestra actual Plegaria Eucarística IV ha seguido de cerca–, el Espíritu Santo ocupa un lugar central.

La última imagen es la presencia del Paráclito en la escatología: «Incluso en el momento del evento de la aparición del Señor de los cielos –escribe Basilio–, no estará ausente el Espíritu Santo.» Este momento será, para los salvados, el paso de las «primicias» a la plena posesión del Espíritu, y para los condenados la separación definitiva, el corte entre el alma y el Espíritu»12.

4. El alma y el Espíritu

San Basilio no se detiene en la acción del Espíritu en la historia de la salvación y de la Iglesia. Como asceta y hombre espiritual, su principal interés es por la acción del Espíritu en la vida de cada bautizado. Aunque todavía sin establecer la distinción y el orden de las tres vías que se convertirán en clásicos más tarde, ilumina maravillosamente la acción del Espíritu Santo en la purificación del alma del pecado, en su iluminación y en la divinización que él llama «intimidad con Dios»13.

No podemos dejar de leer la página en la que, en constante referencia a la Escritura, el santo describe esta acción y dejarnos llevar por su entusiasmo:

«La relación de familiaridad del Espíritu con el alma, ¿no es un acercamiento en el espacio, como podría de hecho acercarse al incorpóreo corporalmente?, pero sobre todo consiste en la exclusión de las pasiones, las cuales, como resultado de su atracción por la carne, llegan al alma y la separan de la unión con Dios. Purificados de la inmundicia en la que se estaba por medio del pecado, y vueltos a la belleza natural, como habiendo restituido a una imagen real la antigua forma mediante la purificación, sólo así es posible aproximarse al Paráclito. Él, como un sol, reconociendo el ojo purificado, te mostrará en sí mismo la imagen del Invisible. En la bendita contemplación de la imagen, verás la indecible belleza del arquetipo. Por medio de él se elevan los corazones, los débiles se toman de la mano, aquellos que progresan alcanzan la perfección. Él, iluminando a aquellos que son purificados de toda mancha, los vuelve espirituales a través de la comunión con él. Es como los cuerpos claros y transparentes, cuando un rayo los golpea, se convierten en brillantes y reflejan un rayo diferente, así las almas portadores del Espíritu son iluminadas por el Espíritu; ellas mismas se vuelven plenamente espirituales y envían sobre otros la gracia. De aquí el preconocimiento de las cosas futuras; la comprensión de los misterios; la percepción de las cosas ocultas; la distribución de los carismas; la ciudadanía celestial; la danza con los ángeles; la alegría sin fin; la permanencia en Dios; la semejanza con Dios; el cumplimiento de los deseos: ser Dios»14.

No fue difícil para los investigadores descubrir detrás del texto de Basilio imágenes y conceptos derivados de las Enéadas de Plotino y habla
r, en referencia a ello, de una infiltración externa en el cuerpo del cristianismo. De hecho, se trata de un tema puramente bíblico y paulino que se expresa, como era debido, en términos familiares y comprensibles para la cultura de la época. A la base de todo Basilio no pone la acción del hombre –la contemplación–, sino la acción de Dios y la imitación de Cristo. Estamos en las antípodas de la visión de Plotino y de toda filosofía. Todo, para él, comienza con el bautismo que es un nuevo nacimiento. El acto decisivo no está al final sino el comienzo del camino:

«Como en la doble carrera de los estadios, una parada y un descanso separan los caminos en la dirección opuesta, así también en el cambio de vida es necesario que una muerte se interponga entre las dos vidas para poner fin a lo que precede y dar inicio a las cosas sucesivas. ¿Cómo vamos a descender a los infiernos? Imitando la sepultura de Cristo por medio del bautismo»15.

El esquema básico es el mismo que Pablo. En el sexto capítulo de la Carta a los Romanos, el apóstol habla de la purificación radical del pecado que viene del bautismo y en el capítulo octavo se describe la lucha, que sostenida por el Espíritu, el cristiano debe llevar en el resto de su vida, contra los deseos de la carne, para avanzar hacia una vida nueva: “Efectivamente, los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz, ya que las tendencias de la carne llevan al odio a Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios[…].Así que, hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si viven según la carne, morirán. Pero si con el Espíritu hacen morir las obras del cuerpo, vivirán.” (Rom. 8, 5-13).

No es de extrañarse que para ilustrar la tarea descrita por san Pablo, Basilio haya utilizado una imagen de Plotino. Esta está al principio de una de las metáforas más universales de la vida espiritual y nos habla hoy no menos que a los cristianos de aquel tiempo:

«Ven, vuelve a ti y mira; y si todavía no te ves bello, imita al autor de una estatua que debe quedar hermosa: aquél en parte escalpela, en parte aplana; aquí suaviza, allí refina, hasta que le haya dado un bello rostro a la estatua. Del mismo modo, también tú quita lo superfluo, endereza lo torcido, y, a fuerza de purificar lo que es oscuro, has que se vuelva brillante y no dejes de fustigar a la estatua hasta que el esplendor divino de la virtud brille delante de ti»16.

Si la escultura, como decía Leonardo da Vinci, es el arte de la elevación, el filósofo tiene razón para comparar la purificación y la santidad a la escultura. Para los cristianos no se trata de llegar a una belleza abstracta, de construir una hermosa estatua, sino de descubrir y hacer más brillante la imagen de Dios que el pecado tiende constantemente a cubrir.

La historia cuenta que un día Miguel Ángel, caminando en un patio de Florencia vio un bloque de mármol en bruto cubierto de polvo y barro. Se detuvo de repente a verlo, y entonces, como iluminado por un relámpago, dijo a los presentes: «En esta masa de piedra se esconde un ángel: ¡lo voy a sacar!» Y comenzó a trabajar con un cincel para dar forma al ángel que había visto. Así también somos nosotros. Todavía somos masas de piedra en bruto, con una gran cantidad de «tierra» encima y tantos pedazos inútiles. Dios Padre nos mira y dice: «¡En este pedazo de piedra se oculta la imagen de mi Hijo; quiero sacarlo hacia afuera, para que brille por siempre conmigo en el cielo!» Y para hacer esto usa el cincel de la cruz, nos poda (cf. Jn. 15,2).

Los más generosos no sólo soportan los golpes del cincel, que vienen de fuera, sino también colaboran, en lo que se les concede, imponiéndose pequeñas, o grandes, mortificaciones voluntarias y quiebran su vieja voluntad. Decía un padre del desierto: «Si queremos ser completamente liberados, aprendamos a quebrantar nuestra voluntad, y así, poco a poco, con la ayuda de Dios, avanzaremos y llegaremos a la plena liberación de las pasiones. Es posible romper diez veces la propia voluntad en un tiempo brevísimo y le digo cómo. Uno está caminando y ve algo; su pensamiento le dice: ‘¡Mira allí!’, pero él responde a su pensamiento: ‘¡No, no lo veo!’, y quiebra la voluntad»17.

Este antiguo padre tiene otros ejemplos tomados de la vida monástica. Si se está hablando mal de alguien, tal vez del superior; tu hombre viejo te dice: «Participa también tú, dí lo que sabes. Pero tú respondes: «¡No!». Y mortificas al hombre viejo… Pero no es difícil ampliar la lista con otros actos de renuncia, propios del estado en que se vive y del oficio que se cubre.

Mientras se viva consintiendo los deseos de la carne, nos parecemos a los dos famosos «Bronces de Riace», cuando fueron desenterrados del fondo del mar, todos cubiertos de escamas y apenas reconocibles como figuras humanas. Si queremos brillar también nosotros, como estas dos obras maestras después de su restauración, la Cuaresma es el momento oportuno para poner manos a la obra.

5. Una mortificación «espiritual»

Hay un punto en el que la transformación del ideal de Plotino en ideal cristiano seguía siendo incompleta, o al menos poco explícita. San Pablo, lo hemos escuchado, dice: «Si mediante el Espíritu hacen morir las obras de la carne, vivirán.» El Espíritu no es, pues, sólo el fruto de la mortificación, sino también lo que la hace posible; no está solo al final del camino, sino también al inicio. Los apóstoles no recibieron el Espíritu en Pentecostés porque se habían vuelto fervorosos; se volvieron fervorosos porque habían recibido el Espíritu.

Los tres padres capadocios fueron básicamente ascetas y monjes; Basilio, en particular, con su regla monástica (¡Asceticon!), fue el fundador del monaquismo cenobítico. Esto le llevó a acentuar con fuerza la importancia del esfuerzo humano. El hermano y discípulo de Basilio, Gregorio de Nisa, escribirá en esa línea: «En la medida en que desarrolles tus luchas por la misericordia, en esta misma medida se desarrolla también la grandeza del alma a través de estas luchas y de estos esfuerzos»18.

En la siguiente generación, esta visión de la ascesis será retomada y desarrollada por los escritores espirituales, como Juan Casiano, pero separados de la sólida base teológica que había en Basilio y en Gregorio de Nisa. «A partir de este punto –observa Bouyer–, el pelagianismo, poniendo el esfuerzo humano antes que la gracia, tendrá su punto de partida»xix. Pero este resultado negativo difícilmente se le puede atribuir a Basilio y a los Capadocios.

Volvemos para concluir, al motivo que vuelve a la doctrina de Basilio sobre el Espíritu Santo eternamente válida, y hoy, decía, más que nunca actual y necesaria: su concreción y adhesión a la vida de la Iglesia. Nosotros los latinos tenemos un medio privilegiado para hacer nuestro y transformar en oración este mismo tipo de neumatología: el himno del Veni Creator.

Es de principio a fin una contemplación orante de lo que el Espíritu hace en realidad: en toda la tierra y la humanidad como Espíritu creador; en la Iglesia, como Espíritu de santificación (don de Dios, agua viva, fuego, amor y unción espiritual ) y como Espíritu carismático (multiforme en sus dones, el dedo de la mano derecha de Dios que pone la palabra en los labios); en la vida del creyente, como una luz para la mente, amor para el corazón, curación para el cuerpo; como nuestro aliado en la lucha contra el mal y guía en el discernimiento del bien.

Invoquémosle con las palabras de la primera estrofa, pidiéndole hacer pasar también nuest
ro mundo y nuestra alma del caos al cosmos, de la dispersión a la unidad, de la fealdad del pecado a la belleza de la gracia.

Veni, Creator Spiritus/ mentes tuorum visita,/ imple superna gratia/ quae tu creasti pectora.

Oh Espíritu que suscitas la creación,/ invade a tus fieles en lo profundo,/ vierte la plenitud de la gracia/ en los corazones que creaste para tí solo.

Traducido del italiano por José Antonio Varela V.

NOTAS

1 J.P. Sartre, La Nausea, trad. ital, Milano 1984, p. 193 s.

2 Tommaso d’Aquino, Somma teologica, II-IIae, q. 1,a.2,ad 2.

3 Cf. G. Prestige, God in Patristic Thought, London 1936, chap. XIII( trd. Ital., Dio nei pensiero dei Padri, Bologna, il Mulino, 1969, pp. 273 ss).

4 Gregorio Nazianzeno, Oratio 31, 5.10; cf. anche Oratio 6: “¿Hasta cuándo tendremos escondida la lámpara bajo el celemín y no proclamaremos a viva voz la plena divinidad del Espíritu Santo?”

5 Cf. Lumen gentium, 12.

6 Giovanni Paolo II. “A concilio Costantinopolitano I”, in AAS 73, 1981, p. 521.

7 Basilio, Sullo Spirito Santo, XVI, 38 (PG 32, 137B); trad. ital. di E. Cavalcanti, L’esperienza di Dio nei Padri Greci, Roma 1984.

8 Ambrogio, Sullo Spirito Santo, II, 32.

9 Basilio, Sullo Spirito Santo, XVI, 39.

10 J.D.G. Dunn, Jesus and the Spirit, London 1988.

11 Basilio, Sullo Spirito Santo, XVI, 39

12 Ib. XVI, 40.

13 Ib. XIX, 49.

14 Ib. IX, 23.

15 Ib. XV,35.

16 Plotino, Enneadi I, 9 (trad. ital. di V. Cilento, vol. I, Laterza, Bari 1973, p. 108).

17 Doroteo di Gaza, Insegnamenti 1,20 (SCh 92, p. 177).

18 Gregorio Nisseno, De instituto christiano (ed. W. Jaeger, Two Rediscovered Works, Leida 1954, p.46).

19 L. Bouyer, La spiritualità dei Padri, Edizioni Dehoniane, Bologna 1968, p. 295.

Share this Entry

ZENIT Staff

Apoye a ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación

@media only screen and (max-width: 600px) { .printfriendly { display: none !important; } }