Indudablemente hay una diferencia abismal entre quienes tienden a buscar briznas de flaqueza en la Iglesia –aún considerándose integrantes de la misma– y se complacen en airearlas, y aquellos que la llevan anclada en su corazón. Éstos últimos no se reconocen por su afilada lengua sino por su admirable quehacer que persigue restituir con amor el desamor que otros extienden sobre el legado de Cristo. Luís Stepinac forma parte de la pléyade de heraldos de la fe que no escatimaron esfuerzos para sostener la Iglesia con una conducta heroica, saliendo al paso de quienes buscaban su imposible derrota, con los brazos abiertos y una firmeza irrevocable que tuvo la última manifestación en su ofrenda martirial. Así encarnó el aserto evangélico: «No hay mayor amor que el que da la vida por un amigo» (Jn 15, 13).
Nació y creció en el seno de una familia profundamente cristiana de la localidad croata de Krasic, que había acogido con gozo su llegada a este mundo el 8 de mayo de 1898. Heredó de su madre la devoción a la Virgen María, aunque ello no impidió que aflorase alguna crisis interna, como la que se hizo patente en su juventud, siendo militar, tras ser liberado del cautiverio que le mantuvo recluído en Italia. Tiempo después, aborreciendo su vida disipada y su inconstancia ante distintos proyectos, incluido el fracaso de un proyectado matrimonio, la misericordia divina salió a su encuentro a través de un sacerdote amigo que le envió un artículo sobre san Clemente María Hofbauer acompañado de una extensa carta. El ejemplo del santo redentorista tocó su corazón, y encaminó sus pasos al sacerdocio ingresando en el seminario de Roma. Fue ordenado en octubre de 1930 cuando tenía 32 años. Ya entonces se advirtió su amor por la Iglesia y por el Santo Padre. Regresó a Croacia convertido en doctor en filosofía y teología. Estaba dispuesto a todo por Cristo y renunció a ser párroco rural, que es lo que le agradaba, aceptando las misiones de encargado de la liturgia y notario de la curia del arzobispado: «No sé si permaneceré aquí o no. No importa, pues todos los caminos que están al servicio de Dios llevan al cielo».
En 1934 fue nombrado coadjutor del arzobispado. Tres años más tarde sustituyó a Mons. Bauer como arzobispo de Zagreb, que había fallecido. Su labor en pro de la dignidad humana, que defendió vivamente, y la fidelidad a la Iglesia para la que reclamaba el reconocimiento de sus derechos, unido a la fundación de un periódico católico contrarrestando a la prensa antirreligiosa, le colocaron en el punto de mira. Y tras la invasión de Yugoslavia fue acusado de colaborar con el nazismo. Firme en su determinación a luchar por sus altos ideales, se convirtió en el portavoz de todos los oprimidos y perseguidos. Tuvo la valentía de denunciar los abusos cometidos por los ustachis y las minorías judía y serbia, amén de condenar toda clase de racismo. Tras la retirada de las tropas alemanas fue tildado de criminal de guerra siendo encarcelado en 1945. Había ejercitado su caridad con los refugiados, distribuyendo entre ellos vagones de alimentos, ocupándose personalmente de los niños huérfanos, de los prisioneros y de los fugitivos de las montañas. Salvó de la inanición y la muerte a 6.700 niños, que en su mayoría eran descendientes de ortodoxos. Toda una hazaña en tiempos tan convulsos. El mariscal Tito fracasó en su intento de que se escindiera de la autoridad de Roma creando una «Iglesia Nacional» bajo la égida comunista. La resistencia de los obispos croatas a su injusta encarcelación quebró la voluntad del gobernante que se vio obligado a liberarlo, si bien la instauración de la brutal dictadura trajo consigo el asesinato de centenares de sacerdotes así como el encarcelamiento y desaparición de otros. El vehículo en el que viajaba fue apedreado y, previendo una inminente encarcelación, dejó instrucciones para administrar la Iglesia. A mediados de diciembre de 1945 dirigió un mensaje al clero que sintetiza su existencia: «Tengo la conciencia limpia y en paz ante Dios, que es el más fidedigno de los testigos y el único juez de nuestros actos, ante la Santa Sede, ante los católicos de este Estado y ante el pueblo croata». Más tarde, añadiría: «Estoy dispuesto a morir en cualquier momento». En septiembre de 1946 la milicia irrumpió en la capilla donde oraba y le apresó de nuevo: «Si estáis sedientos de mi sangre, aquí me tenéis», fueron sus palabras. Era el inicio de un durísimo e injusto proceso que afrontó con entereza y una fortaleza admirable. Su madre fue presionada brutalmente para influir en el beato, pero ella le dijo valerosamente: «Yo, tu madre, te prohibo decir lo que te pidan. Piensa en tu alma y cállate, no digas una sola palabra». Ella misma moriría mártir en un campo de concentración.
Luis fue condenado a dieciséis años de prisión y trabajos forzados «por crímenes contra el pueblo y el Estado». Sufrió toda clase de humillaciones y atropellos que aceptó en silencio convirtiendo la celda en un oratorio. En su diario escribió: «Todo sea para la mayor gloria de Dios; también la cárcel». Estando recluído, a finales de noviembre de 1951, Pío XII lo nombró cardenal. El 5 de diciembre de ese año, cediendo a las presiones internacionales, el gobierno yugoslavo consintió en trasladarlo a Krasic bajo libertad vigilada. Un periodista le preguntó: —«¿Cómo se encuentra?». Respondió: —«Tanto aquí como en Lepoglava, no hago más que cumplir con mi deber». —«¿Y cuál es su deber?». —«Sufrir y trabajar por la Iglesia». Murió el 10 de febrero de 1960 siendo fiel a la Iglesia por la cual fue calumniado, condenado y martirizado lentamente, con indescriptible alevosía, aplicándole rayos x cada noche desde un espacio contiguo a la celda que ocupaba. Su lema fue: «Odiar la injusticia y amar la justicia». Juan Pablo II lo beatificó el 3 de octubre de 1998.