Ministros de la reconciliación y testigos de la misericordia de Dios

Como administradores del sacramento de la Reconciliación, cumplimos el mandato de Cristo dado a los Apóstoles después de su Resurrección: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedaran perdonados; a quienes se los retengan, les quedarán retenidos” (Jn 20, 22-23). Por gracia, hemos sido constituidos testigos y partícipes de la misericordia divina que se dispensa en este sacramento. Sólo Dios alcanza a comprender el misterio de este maravilloso diálogo entre Él y el pecador, en el cual ocurre cada vez que nos confesamos o confesamos a los demás.

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Nuestro ministerio como confesores es una tarea hermosa, delicada e insustituible. Escuchar en confesión a un penitente es un acto supremo de amor, tanto para con Dios como para con nuestros hermanos que buscan humildemente volver a la casa paterna. No obstante la trascendencia y belleza de este sacramento, a veces su administración nos puede costar mucho. No negamos el sacrificio que implica, en ocasiones hasta heroico, el sentarse a confesar y esperar y atender pacientemente al penitente. Efectivamente, se requiere espíritu de sacrificio y una inmensa caridad para ser buenos confesores, pero todo lo podemos ser si se lo pedimos a Dios y perseveramos en ello. Cuando más trabajo nos llegue a costar administrar este u otro sacramento, es cuando más ayuda tenemos que pedirle a Cristo, quien Él nunca deja solos a sus amigos, aunque a veces así lo lleguemos a percibir.

Ante las dificultades y el exceso de comodidades, se presenta con más fuerza la tentación de dejar de escuchar y confesar a los demás. Como afirman los maestros en la vida espiritual, esta disminución en el celo pastoral radica muchas veces en que el sacerdote que administra de mala gana el sacramento, o que simplemente lo ha dejado de administrar, es porque él mismo ha dejado de ser penitente. Ha abandonado la experiencia del amor misericordioso de Dios y posiblemente, se ha habituado a vivir y celebrar con conciencia de pecado, lo cual no solamente es lamentable, sino grave moral y espiritualmente hablando. Además, cuando el sacerdote evita o deja de confesar, o cuando administra mal el sacramento; no solamente él, sino la comunidad a él confiada, comienzan a languidecer espiritualmente.

Para nosotros, es esencial el recurso frecuente a este sacramento, pues además de ser cristianos necesitados del perdón de nuestras faltas, somos pastores del Pueblo de Dios, y estamos particularmente llamados “a ofrecer un testimonio personal precediendo a los demás fieles en esta experiencia del perdón”. No sólo somos los dispensadores, sino los beneficiarios de esta gracia del perdón misericordioso de Dios.

Todo sacerdote necesita acercarse regularmente a este sacramento, de lo contrario, su ministerio quedaría descalificado. Conviene recordar las palabras del Siervo de Dios Juan Pablo II, acerca dela importancia de la recepción de este sacramento en nuestra vida sacerdotal:“La vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del sacramento de la Penitencia. La celebración de la Eucaristía y el ministerio de los otros sacramentos, el celo pastoral, la relación con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el obispo, la vida de oración, en una palabra toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una autentica fe y devoción al sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirán muy pronto, y se daría cuenta también la comunidad de la que es pastor.

Pero añado también que el sacerdote –incluso para ser un ministro bueno y eficaz de la Penitencia- necesita recurrir a la fuente de gracia y santidad presente en este Sacramento. Nosotros sacerdotes basándonos en nuestra experiencia personal, podemos decir con toda razón que, en la medida en la que recurrimos atentamente al sacramento de la Penitencia y nos acercamos al mismo con frecuencia y con buenas disposiciones, cumplimos mejor nuestro ministerio de confesores y aseguramos el beneficio del mismo a los penitentes. En cambio, este ministerio perdería mucho de su eficacia, si de algún modo dejáramos de ser buenos penitentes. Tal es la lógica interna de este gran Sacramento. Él nos invita a todos nosotros, sacerdotes de Cristo, a una renovada atención en nuestra confesión personal”.

Considerar y hacer vida estas palabras del Papa serán de inconmensurable beneficio para nuestra vida espiritual. Lamentablemente, se percibe el abandono de la recepción de este sacramento en algunos sacerdotes, los cuales han dejado la confesión periódica –de por lo menos una vez al mes- al igual que el recurso a la dirección espiritual. Si durante los años del seminario se tuvo un director espiritual y se procuraba la confesión frecuente, durante el ministerio, bajo muchos pretextos, se puede abandonar fácilmente el recurso al sacramento de la Penitencia, del cual depende nuestra fidelidad en el ministerio. Son muchas las trampas y excusas que nos pueden llevar a dejar de confesarnos, pero si no confesamos nuestras pecados humildemente, ¿realmente podremos vivir auténtica y fielmente nuestro ministerio? No olvidemos el sacerdocio es configuración con el Amigo; y la amistad reclama fidelidad. Para mantenernos fieles, a pesar de nuestras debilidades, es necesario vivir en la verdad, es decir, vivir con humildad reconociendo nuestras faltas delante de Dios.

+ Miguel Romano Gómez

Obispo Auxiliar de Guadalajara

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Miguel Romano Gómez

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