Ofrecemos a nuestros lectores el comentario al evangelio del Segundo Domingo de Cuaresma, de nuestro colaborador, padre Jesús Álvarez, paulino.

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Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a un monte alto. A la vista de ellos su aspecto cambió completamente. Incluso sus ropas se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: --Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Levantemos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía, porque estaban desconcertados. En esto se formó una nube que les cubrió con su sombra, y desde la nube se oyeron estas palabras: --Éste es mi Hijo, el amado. ¡Escúchenlo! Y de pronto, mirando a su alrededor, no vieron ya a nadie; sólo Jesús estaba con ellos”. (Lc 9, 28-36)

Jesús se siente afligido ante la cercanía de su muerte, y los discípulos comparten su aflicción. Pero en la transfiguración el Padre les muestra lo que vendrá después: la resurrección y la gloria eterna para Él y para ellos, como él les había anunciado: Al tercer día resucitaré (Mt. 17, 32).

Los discípulos pensaban que Jesús iba hacia el fracaso total de su vida. Por eso el Padre les da una prueba más, hablándoles desde la nube: Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco: escúchenlo (Mt 17, 5). Quiere decir: “Créanle. Es cierto lo que dice: que al tercer día resucitará”.

El sufrimiento y la perspectiva de la muerte engendran también en nosotros tristeza, si no miramos más allá: a la resurrección, que es la verdad fundamental de la fe cristiana.

Desde que Jesús sufrió, murió y resucitó, todo sufrimiento y la muerte, tienen destino de resurrección y de vida, de felicidad y gloria sin fin. Nos lo asegura san Pablo: Si sufrimos con Cristo, reinaremos con él; si morimos con él, viviremos con él (2 Tim. 2, 12-13). Sobreabundo de gozo en todas las tribulaciones (2 Cor. 7, 4).

Cada sufrimiento asociado a la cruz de Cristo se nos compensará con un inmenso peso de gozo y de gloria. Tengo por cierto que los sufrimientos de esta vida no tienen comparación alguna con el peso de gloria que se manifestará en nosotros (2 Cor. 4-17), afirma san Pablo. A ustedes se les ha concedido la gracia, no solo de creer en Cristo, sino también de padecer por él. (Flp 1, 29).

La fiesta de hoy evoca otras tres transfiguraciones que se verifican en la persona de Cristo. La primera: el Hijo de Dios se hizo hombre en el seno de María por la encarnación.

La segunda se verifica en la Eucaristía: el paso del Dios-hombre a ser pan y vino, para transfigurar a los hombres con su vida divina. Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él. Quien me come, vivirá por mí. (Jn. 6, 56-57).

Y la transfiguración definitiva, la resurrección: el paso de Cristo muerto a Cristo resucitado y ascendido al cielo. Ése es el camino que Jesús ha abierto también para nosotros.

¡Oh gran dicha que tan poco consideramos, deseamos y esperamos! Por eso tantas tristezas inútiles, que debemos cambiar en alegría por la esperanza gozosa de la resurrección. Estén siempre alegres en el Señor (Flp. 4, 4).

Transfigurarse es vivir en Cristo por el amor agradecido y la unión con él; y por el amor salvífico al prójimo, como él lo ama: hasta dar la vida por quienes amamos. No hay amor ni dicha más grande en el tiempo y en la eternidad.