Nos preguntamos qué hace falta para poder cambiar este mundo, considerado por muchos como perdido y enfermo. Ciertamente no nos satisface tener una visión que nos deja más o menos sorprendidos o apesadumbrados. Sabemos que lo que podemos hacer es más bien poco dada la seductora influencia del mal, que lleva a una vía sin sentido y sin salida.
Pero no estamos solos, ni mucho menos. Hemos de ser conscientes de ello, porque se nos olvida con frecuencia. En esta Pascua que estamos viviendo se nos lanza el reto de verificar, en nuestra vida diaria, la presencia resucitada de Jesucristo. No lo demos por supuesto, porque se trata de un trabajo, del reconocimiento y seguimiento de una Presencia bien concreta.
Con Él ha quedado inaugurado el orden nuevo y el comienzo de la nueva humanidad que camina irreversiblemente hacia su plenitud. Cuenta con cada uno para la lucha o tensión moral de cada día. Él hace nuevas todas las cosas mediante Su Gracia y Misericordia. Es el Camino, la Verdad y la Vida. Es Nuestro Salvador, que nos llama cada día a renovar la confianza y esperanza en sus promesas de vida eterna, y podemos colaborar con Él aquí y ahora con gestos concretos.
No convertirlo en algo abstracto es ya un paso, pero lo que supone vivirle encarnado y presente cada día es otra cosa muy diferente. Cuando uno se pega a Dios suceden cosas en los que le siguen. Verificar la propuesta cristiana es posible. El riesgo de no arriesgarse en permitir que la razón se pregunte y llegue hasta el límite, que el corazón encuentre su correspondencia, está siempre presente.
Nuestra libertad es ese factor de riesgo y de posibilidad donde nuestra vida, cada día, en cada detalle, se juega el destino frente a la Palabra de Dios, frente a Ella hecha carne. Y frente a esa capacidad nuestra está Su Amor Misericordioso. Reconoces y sigues o simplemente lo sabes y pasas de largo. Ésa es la alternativa dramática en la que está tejida nuestra existencia.
Hacer la experiencia del Amor reconociendo que estamos hechos de Él, que de Él venimos y a Él vamos, que no podemos encontrar ni un átomo de felicidad o plenitud fuera, que dependemos, que somos expresión de esa necesidad y deseo y que eso constituye nuestra vida.
Él ya ha realizado su experiencia humana entre nosotros, y sigue ahora también. Antes quien le veía podía ver, misteriosamente, al Padre. Así, hoy, quien quiere reconocerle, ha de contemplar su imagen en cada uno de los que le siguen y en Su Cuerpo, que es la Iglesia. Hagámonos esta semana la pregunta si estamos transmitiendo adecuadamente Su presencia amorosa en nuestro entorno. En eso nos va a la vida y se nos va a juzgar. Es Su Amor lo que puede sanar e iluminar nuestro mundo. ¿A qué esperamos?