Marcelino José Benito nació el 20 de mayo de 1789 en Marlhes, Francia. Era el penúltimo de diez hermanos. Sus padres poseían una granja y un molino. Juan Bautista, su progenitor, era un hombre honesto y conciliador. Creía en los ideales proclamados por la Revolución: libertad, igualdad y fraternidad. Por eso fue designado para ejercer todas las responsabilidades de la localidad. Pero entre otras acciones le tocó redactar el acta de supresión de la labor que llevaban a cabo los Hermanos de las Escuelas Cristianas fundados por La Salle. Entonces Marcelino tenía 4 años y nada permitía pensar que unas décadas más tarde su vida seguiría una senda similar. Entretanto, aprendía de su padre valores cruciales para la vida como el amor por el trabajo y las dotes de empresa, aunque luego, instado por las circunstancias y movido por el ideario que sustentaba la Revolución, la actitud de Juan Bautista se radicalizaría. De su madre y de una tía religiosa de San José, privada del convento por instancias políticas, Marcelino se impregnó de su riqueza espiritual.
Su infancia se caracterizó por la piedad, la caridad y su gran devoción por María. Todo ello contrarrestó la experiencia traumática que presenció en la escuela por el pésimo trato que su maestro infligió a un compañero. Tímido y asustado por lo que pudiera recaer sobre él –tenía 11 años y adolecía de la preparación básica que poseían los demás– al día siguiente de iniciar las clases no regresó al recinto escolar. Por otro lado, muy lejos estaba de la delicadeza el sacerdote que aplicó un mote a un muchacho, y fue adoptado por otros niños en medio de la natural algarabía que se produce a estas edades. Este hecho también afectó al carácter del santo, que años más tarde hizo notar: «Ved ahí frustrada la educación de un niño y expuesto, por su mal carácter, a ser la desdicha de su familia y una pesadilla para todo el mundo. Todo, como consecuencia de una palabra no pensada en un momento de impaciencia». Con la fundación de la que sería artífice iba a dar contundente respuesta a estas deficiencias. Pero antes, en la adolescencia, abandonada la escolaridad se dedicó a observar lo que hacía su padre a cuyo lado aprendió un poco de todo: agricultura, albañilería, carpintería… Tuvo la gracia de hallar a un buen sacerdote, el P. Allirot. Éste, urgido por la necesidad apostólica de otros presbíteros que buscaban jóvenes vocaciones al sacerdocio, los acompañó al hogar de los Champagnat y se fijaron en Marcelino que tenía 14 años. Le invitaron a estudiar latín, y al despedirse le hablaron de la necesidad de aprender esa lengua, diciendo: «Hijo mío, tú debes ser sacerdote; Dios lo quiere». Al poco tiempo su padre murió y la familia quedó malparada económicamente, así que se costeó los gastos con lo que obtuvo pastoreando las ovejas. Al llegar al seminario menor de Verrières en 1805 se dio cuenta del error que cometió renegando del estudio. Apenas sabía leer y escribir. El fracaso escolar le acechaba, y le sugirieron regresar a casa. Superó las dificultades orando, encomendándose a san Francisco de Regis –era también devoto de san Luís Gonzaga–, y consiguió ingresar en el seminario mayor de Lyon en 1813, regido por los Padres del Oratorio. Fue una etapa importante para su formación espiritual. Mantenía con la Virgen largos coloquios y entendió que era la vía para llegar a su Hijo. Su lema fue: «Todo a Jesús por María; todo a María para Jesús».
Antes de ser ordenado, él y otros seminaristas que compartían la devoción mariana se plantearon qué podían hacer para erradicar la ignorancia e indiferencia religiosa que apreciaban. Así surgió la «Sociedad de María». Pero Marcelino sentía que debían atender a los jóvenes, ofreciéndoles educación cristiana, y recibió el mandado de poner en marcha personalmente esta idea. Tras su ordenación fue vicario en la parroquia de La Valla-en-Gier. Partía asido a la férrea convicción de que la oración es pilar del apostolado y de que únicamente podría ofrecer a los demás el patrimonio que había recibido gratuitamente. Con espíritu de penitencia y exclusiva dedicación al ministerio atendió numerosos caseríos, algunos de los cuales se hallaban a dos horas de camino de la casa parroquial. La ignorancia era supina y la práctica religiosa casi inexistente. Aunque el párroco tenía cierta desidia, el santo actuó pacientemente, con ejemplar obediencia y servicialidad sometiendo su quehacer al juicio de aquél. Con su cercanía se ganó a la gente. Catequizando a los niños llegó a los adultos. Asistía a los enfermos haciendo frente a severas inclemencias meteorológicas y veía la mano de Dios en sus recorridos porque llegaba a tiempo para administrar a los moribundos los últimos sacramentos. Un día se vio junto al lecho de un joven de 17 años que desconocía las verdades elementales del cristianismo. Esta honda experiencia espoleó definitivamente su afán por remediar esta carencia. La congregación de Hermanos Maristas surgió en enero de 1817 con los dos primeros integrantes, Juan María Granjon y Juan Bautista Audrás. Después, surgieron graves problemas. Cuando le instaron a someter su obra a otra Sociedad, guardó silencio esperando conocer la voluntad de Dios. Ni su propio confesor le aceptó; vivió la experiencia del «abandono» de Cristo. En 1825 se libró de la muerte tras una severa enfermedad, pero no de las secuelas. Al año siguiente Mons. Gaston de Pins lo relevó como vicario de La Valla permitiéndole dedicarse a su obra. Pero las dificultades prosiguieron por un motivo u otro. Parte del clero lo tenía mal conceptuado. Lo denominaban: «ese Champagnat loco» porque trabajaba afanosamente como albañil construyendo su casa. Especialmente dolorosas fueron las tensiones internas; los propios miembros de su Orden le obligaron a dimitir. Su vida austera y penitente y sus muchos afanes minaron su endeble salud. Falleció el 6 de junio de 1840. Pío XII lo beatificó el 29 de mayo de 1955. Juan Pablo II lo canonizó el 18 de abril de 1999.