En la 22ª semana del Tiempo Ordinario que hemos comenzado hay un tema en el que nos insiste la liturgia: sólo el Señor valora del todo nuestra persona y sabe el lugar mejor para el que estamos hechos.
Para muchos en esta semana, o en este mes, comienza el nuevo curso académico. Se trata de una convocatoria para la que se necesitan de todas nuestras energías, recuperadas durante el período vacacional. Si somos de los que tenemos trabajo, es bueno recordar que si estamos donde estamos se lo debemos a Dios, porque Él ha querido. Y si no fuera así, podemos estar mejorando nuestra capacitación en busca del mismo o disfrutando de un merecido descanso jubilar.
Buscar los primeros puestos en la sociedad a costa de los demás, o de modo arbitrario, es algo que acarrea no pocos problemas, a nosotros y a los demás. El egoísmo de unos es causa directa de la escasez en otros. ¿Quién invita hoy a los pobres en su casa o más bien finge no verles? ¿Quién se preocupa por ellos o más bien a causa de ellos? ¿Nos gusta mucho compartir virtualmente a través de las redes sociales y más bien poco, realmente, con quien lo necesita?
Llegará un día que Otro pondrá a cada uno en su lugar, porque nadie como Él nos conoce y sabe dónde nos habíamos de situar, con qué actitud debiéramos de habernos relacionado mejor con los demás. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será ensalzado. (Lc 14, 11).
Estamos acostumbrados a competir más que a compartir, a intentar ser los mejores, y ocupar los primeros puestos. Y esto lo damos por bueno y digno de todo esfuerzo y mérito (aún en medio de violencia y trampas, si fuera preciso). Pues bien, tenemos un santo que, ostentando la máxima dignidad en la Iglesia de su tiempo, tenía muy claro que el verdadero poder es el servicio. Prefería el título de siervo de los siervos de Dios frente a todos los demás. Hablamos de San Gregorio Magno (540-604), papa y doctor de la Iglesia, cuya memoria celebramos el día 3 de septiembre.
De este gran santo, nos decía el ahora Papa emérito Benedicto XVI, que entabló relaciones de fraternidad para la paz sobre todo entre longobardos y bizantinos, se preocupó de la conversión de la conversión de los pueblos jóvenes y de la nueva organización: los visigodos de España, los francos y los sajones. Los inmigrantes en Bretaña y los longobardos fueron los destinatarios privilegiados de su evangelización. También desarrolló una gran actividad social: compró y distribuyó trigo, socorrió a los necesitados, ayudo sacerdotes, monjes y monjas pobres, pagó rescates de los prisioneros de los longobardos, compró armisticios y treguas. Y todo esto a pesar de sus problemas de salud, que le mantenían en cama durante largos días. Los ayunos de su anterior vida monástica le ocasionaron problemas digestivos. Su voz era muy débil. Aún así era un hombre, dice Benedicto XVI, inmerso en el deseo de Dios vivo en el fondo de su alma, y por esto “estaba siempre muy atento al prójimo, a las necesidades de la gente de su época”. Está claro que es guía para nosotros hoy. Pidamos paz y esperanza a su lado.