«Jesús propuso esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: ‘Dame la parte de la propiedad que me corresponde’. Y el padre les repartió la herencia. Pocos días después el hijo menor reunió todo lo que tenía, partió a un país lejano y allí malgastó su dinero en una vida desordenada. Cuando lo había gastado todo, sobrevino en aquella región una gran escasez y él empezó a pasar necesidad. Se puso entonces al servicio de un habitante de aquel lugar, quien lo envió a sus campos a cuidar animales. Y hubiera deseado llenar su estómago con la comida de los chanchos, pero no se lo permitían. Recapacitando entonces, pensó: ‘¡Cuántos trabajadores de mi padre tienen pan de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino hacia mi padre y le diré: – Padre, pequé contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros’. Partió, pues, de vuelta donde estaba su padre. Cuando estaba todavía lejos, su padre lo reconoció y se conmovió, corrió a echarse a su cuello y lo abrazó. Entonces el hijo le habló: ‘Padre, pequé contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’. Pero el padre dijo a sus servidores: ‘En seguida, traigan la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero más gordo y mátenlo; comamos y alegrémonos, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, lo había perdido y lo he encontrado’»» (Lucas. 15, 11-32).
Ésta es sin duda una de las páginas más bellas y consoladoras de la Biblia, que refleja el inmenso amor y misericordia de Dios hacia el hombre pecador. Amor plasmado en el perdón sin límites y sin más condiciones que la de reconocer el pecado y volverse hacia Dios pidiéndole perdón sinceramente, convencidos de que ya no merecemos llamarnos hijos suyos.
Hemos de reconocer que en todos nosotros hay un hijo pródigo egoísta, que abandona fácilmente a su verdadero Padre Dios y su hogar, para malgastar con abuso los bienes que nos ha dado: vida, salud, tiempo, inteligencia, libertad, capacidad de amar, cuerpo, bienes, naturaleza…
Pero Dios, ante la ofensa, no reacciona con desprecio, enojo, venganza, desconfianza, condena, enemistad… Dios reacciona con amor, acogida, misericordia y perdón. Solo un Dios omnipotente e infinitamente misericordioso puede obrar así.
Sin embargo, quien no reconoce su pecado ante Dios, se cierra al perdón. Y también se hace incapaz de perdón quien no perdona las ofensas recibidas de su prójimo. “Si ustedes no perdonan, tampoco serán perdonados” (Mt. 6, 14-15).
Pero el hombre no solo es pecador, sino también víctima del pecado. A Jesús le dolían y le duelen los pecadores, y por eso se mezclaba –y se mezcla hoy- con los pecadores, no para aprobar su pecado, sino para arrancarlos del pecado. Y se entrega por los pecadores.
Como el padre del hijo pródigo exulta de gozo al recuperar a su hijo vivo, y organiza una gran fiesta, así se goza Dios cuando un pecador, hijo suyo, vuelve a él arrepentido. Jesús mismo lo declara: “Hay más fiesta en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión” (Lc. 15,10).
Dios nos ama tanto como verdaderos hijos suyos que somos, y le duele inmensamente que no regresemos a él, nos perdamos y lo perdamos para siempre. Alegremos el corazón de Dios nuestro Padre y démosle motivos de fiesta, cuando le hemos dado motivo de tristeza con el pecado, que es volverle la espalda y abandonarlo.