«Dijo Jesús a sus discípulos: «El que es digno de confianza en cosas de poca importancia, será digno de confianza también en las importantes; y el que no es honrado en las cosas mínimas, tampoco será honrado en las cosas grandes. Por lo tanto, si ustedes no son dignos de confianza en manejar el sucio dinero, ¿quién les va a confiar los bienes verdaderos? Y si no se han mostrado dignos de confianza con cosas ajenas, ¿quién les confiará los bienes que son realmente suyos? Ningún siervo puede servir a dos señores, porque necesariamente rechazará a uno y amará al otro, o bien será fiel a uno y despreciará al otro. Ustedes no pueden servir al mismo tiempo a Dios y al dinero»» (Lucas 16, 10-13).
Los bienes materiales: dinero, posesiones, carrera, puesto de trabajo, cualidades, capacidades, familia, salud… son bienes mínimos frente a los bienes eternos. Los bienes temporales valen cuanto vale el amor con que se administran, se gozan y se comparten, ya que así se gozarán eternamente, multiplicados y mejorados al infinito.
Se dice que con dinero se puede comprar todo. ¡Pues no es cierto! Con dinero se puede comprar una casa, pero no el calor de un hogar; un placer, pero no el amor; una compañía, pero no una amistad; un libro, pero no la sabiduría; una droga, pero no la paz; la comida, pero no la vida; un reloj, pero no el tiempo; una golosina, pero no el aire que respiramos; una luz, pero no el sol; una imagen, pero no la fe; una tumba en el cementerio, pero no un puesto en el cielo; un amuleto o un ídolo, pero no al Dios vivo y verdadero.
Los más grandes bienes y la verdadera felicidad no se compran con dinero. Y Dios nos regala cada día eso que no podemos comprar, y que tal vez ni se lo agradecemos, olvidando que agradecer y compartir es la mejor manera de que Dios nos dé el ciento por uno en esta vida y luego la vida eterna.
Pero el dinero se convierte en ídolo sucio y destructor cuando se busca por sí mismo y para sí mismo, excluyendo a otros -personas y pueblos- en la pobreza y el hambre. La inmensa multitud de pobres evidencia el fracaso de los sistemas económicos y militares, de la falsa solidaridad y de la globalización egoísta de la riqueza.
San Juan Bosco decía: “Quien nada en la abundancia, pronto se olvida de Dios”. Es hipócrita el rico que se cree religioso porque se inclina ante Dios, pero no se inclina ni abre el corazón ante el sufrimiento de los hijos de Dios y hermanos suyos.
“Quien tiene mucho, es rico; quien necesita poco, es más rico; quien comparte, es el más rico”. Nacimos para compartir, para ser felices haciendo felices a los demás, compartiendo con los ellos incluso sus sufrimientos y los nuestros.
La felicidad que se pretende encontrar en el lujo y en la abundancia, sólo se consigue en el compartir. Se perderá todo lo que se haya disfrutado por puro egoísmo.
Quien comparte sus riquezas materiales, humanas y espirituales, es acreedor a la bienaventuranza de Jesús: “Felices los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3).
Que Dios nos conceda la bendición de saber si estamos sirviéndolo a Él o al dinero, y nos conceda la valentía de servirle a Él, poniendo el dinero al servicio del bien, de la vida y de la felicidad ajena, para así conquistar la felicidad temporal y eterna.