En esta festividad de san Cosme y san Damián la Iglesia también celebra a esta heroína de la obediencia. Llevada por su amor a Cristo escribió con su vida otra de las páginas edificantes que plasman los santos.
Nació el 1 de febrero de 1805 en la pequeña localidad francesa de Mas de Sablières. Fue la cuarta de diez hermanos. La bautizaron con el nombre de María Victoria. Su victoria fue poner virtud donde no existía tal, resistir y confesar a Cristo desde el silencio y la humildad frente a la injusticia y la ceguera, hacer de la caridad heroica su religioso blasón. A menudo se cruzan en la vida personas de bien, hombres y mujeres de Dios. Fue su caso. Encontró al padre Jean P. Etienne Terme en la primavera de 1825 en su localidad natal, y a este misionero abrió el corazón, confiándole su anhelo de consagrarse. A él se debía la existencia de las Hermanas de San Francisco de Regis, dedicadas a auxiliar y formar a los pobres, y el ojo avizor de un fundador o fundadora es ciertamente inspirado. Contempla a quienes le rodean desde Cristo, unido a Él los sueña y les habla. De modo que María Victoria tuvo la vía abierta desde el primer momento.
Dejó su trabajo en el campo y se formó en el noviciado de Aps, regido por el sacerdote. En 1826 profesó y tomó el nombre de Teresa. Cerca se hallaba la tumba de san Francisco de Regis, lugar visitado por hombres y mujeres que solían alojarse en una misma casa. El P. Terme se ocupaba de estas peregrinaciones y quiso terminar con los problemas que ello acarreaba abriendo una hospedería; puso al frente a María Victoria. Tras una primera experiencia, la santa acordó con él priorizar la acogida de mujeres que mostrasen signos espirituales tomando la peregrinación como un retiro. Aquella idea germinó y a su tiempo dio lugar a la Congregación de Nuestra Señora del Cenáculo, nacida en La Louvesc; María Victoria fue elegida su superiora en 1828. Las primeras religiosas tenían dos vías de acción apostólica: la enseñanza y la atención de las peregrinas.
Todo seguía su curso en perfecta sintonía, recibiendo formación del P. Terme en conformidad con la espiritualidad ignaciana, hasta la muerte de éste acaecida en 1834. A partir de entonces, asumiendo el juicio de su sucesor, P. Renault, las religiosas terminaron por separarse. Las dedicadas a la enseñanza bajo el amparo de San Regis, y las que se ocupaban de los retiros aglutinadas en el Cenáculo; entre ellas, la santa. Dos años más tarde, estando por medio un informe capcioso contra María Victoria, redactado malintencionadamente por una religiosa, fue depuesta de su cargo por el prelado de Viviers, Mons. Bonnel, quien puso en su lugar a una recién llegada con título nobiliario, al que añadió otro: el de «superiora fundadora». Craso error. Tanto, que tuvo que designar nueva responsable para este alto oficio en 1839 porque la gestión de la aristócrata había sido desastrosa. Pero tampoco acertó con la sucesora que, además, se ocupó de que a la verdadera fundadora no le faltaran las tribulaciones, abriéndole con ellas las vías para su santificación. En una locución divina se le había advertido a María Victoria: «Serás víctima de holocausto».
Fueron momentos de gran prueba. A veces tenía que hacer esfuerzos para vencer la resistencia interior, pero se decía: «Cuando Nuestro Señor desea servirse de un alma para su gloria, la hace pasar primero por la prueba de la contradicción, por la humillación y el sufrimiento; no se puede ser un instrumento útil sin esto». Y rogaba fervientemente, sin desanimarse: «Concededme la gracia de que me guste ser despreciada, para parecerme a Vos un poco». Consciente de que sin la cruz no podía alcanzar la meta, manifestaba: «Abracemos la cruz tal como se nos concede; ya sabéis que santifica todo lo que toca desde que ella misma fue santificada por quien es la fuente de toda santidad; amémosla, si ello es posible, pues cuanto más la amemos más provechosa nos resultará». Esto lo tenía claro. Por eso, no sin temblor, seguía actuando con fidelidad, dispuesta a cumplir la voluntad divina, aunque en su intimidad humildemente reconocía el peso de su indigencia. Sabía que confiando en ella no podía hacer nada, pero que contaba con la gracia de Dios; de este modo, afianzaba su irrevocable decisión de llegar hasta el fin: «Siempre hay que estar dispuesto a aceptar de antemano todo lo que Dios permita u ordene. Solamente en esta disposición se halla el reposo y la paz. Me avergüenzo de mi debilidad y, sobre todo, de mi poca virtud, ya que recibo la cruz de mala gana cuando se aproxima. Pero no, la deseo, cualquiera que sea, y diré siempre de buena gana: ¡Fiat! ¡Fiat! La cruz siempre aporta su fruto cuando la sobrellevamos con sumisión y amor».Esta actitud de donación, no sin violentarse a sí misma, le concedía el indescriptible gozo espiritual que alienta a seguir el camino.
Tras la muerte de la segunda superiora, una tercera suavizó la situación. Entonces María Victoria asumió la responsabilidad de varias casas, como la de París, en la que apaciguó ánimos encrespados. Pasó por Tournon, La Louvesc, Lyon y Montpellier; ya se había curtido en las pruebas tras intensa y constante oración. En 1867, como esta fundación de Montpellier se cerró, regresó a Lyon. Experimentó la «noche oscura» y supo lo que era verse privada de la presencia divina. Proyectada al abismo de la culpa, exclamaba: «¡Dios mío, ten piedad de mí!». Entre experiencias místicas extraordinarias, con las que fue agraciada durante muchos años, y los trabajos que solía efectuar con auténtico espíritu observante, se fue debilitando. Iba acercándose al ocaso de su vida con sordera, afectada por el reumatismo y la artritis. Al inicio de 1885, siendo ya octogenaria, sufrió un sincope, y mientras sus facultades quedaban suspendidas unas horas contempló el purgatorio. El 26 de septiembre de ese mismo año entregó su alma a Dios. Pío XII la beatificó el 4 de noviembre de 1951. Pablo VI la canonizó el 10 de mayo de 1970.