El Martirologio cuenta con excelsos modelos de santidad encarnados en modestos y humildes sacerdotes rurales que han alumbrado la fe de incontables personas con una vida sencilla, silenciosa y entregada que a veces ha velado a los ojos ajenos el martirio cotidiano en el que transcurría, como le sucedió al santo Cura de Ars y tantos otros que ya hemos visto desfilar por este santoral de ZENIT.
Vicente Grossi es uno de esos sacerdotes que han dado gloria a Dios y a la Iglesia con un ejemplar celo apostólico y encomiable creatividad. Nació el 9 de marzo de 1845 en la localidad italiana de Pizzighettone, perteneciente a Cremona en la región de Lombardía. Fue uno de los siete hijos, el penúltimo, del humilde hogar formado por Baldassarre Grossi y Maddalena Cappellini. Nuevamente fue una figura femenina, la de su madre, como le ha sucedido a otros santos y beatos, quien tuvo un peso capital en su vida. Ella se ocupó de inculcarle el amor a la oración educándole en la fe cristiana, aunque su padre, trabajador y honesto, también fue para él modelo de integridad en la vida. Supo aprovechar el tiempo del que disponía para entregarlo a los demás. El ambiente en el que creció le serviría después en su misión.
Era muy joven cuando se sintió llamado al sacerdocio, pero su progenitor juzgó oportuno que difiriese su ingreso en el seminario. En cierto modo, y aunque también pesaban necesidades familiares que requerían su presencia, aquél quiso constatar que no se trataba de una simple idea que bullía en la mente de su hijo, sino que estaba anclada en lo más íntimo de su ser. Así era. El 4 de noviembre de 1864, a sus 19 años, Vicente se convirtió en seminarista en Cremona, y fue ordenado sacerdote en la catedral de la ciudad el 22 de mayo de 1869. Inicialmente, fue vicario en distintas parroquias hasta que en 1873 se le encomendó la de Regona. Diez años más tarde el prelado Bonomelli puso bajo su responsabilidad la de Vicobellignano porque llegó a ella culminando 1882, y allí permaneció treinta y cuatro años hasta apurar su vida, vida que había sido en realidad de Cristo.
Era una parroquia complicada, bastión del protestantismo; el obispo se lo advirtió y la puso bajo su amparo con la certeza de que haría de ella una fuente de bendiciones. Sabía que si en todas era precisa la presencia de sacerdotes generosos, prudentes, pastores llenos de celo apostólico y de caridad, tenía en el beato una imagen certera de una persona que encarnaba estas virtudes. Por eso le distinguió con su confianza, diciéndole que en un margen de diez años esperaba que hubiese dado un vuelco a la parroquia, contribuyendo a la desaparición del error. Mons. Bonomelli no se equivocó. Él P. Grossi se ocupaba de los feligreses que amaba entrañablemente. Y ellos también le hacían objeto de su atención; veían en su párroco a un hombre bueno, fiel al Santo Padre, abnegado, austero, obediente a su obispo, con la sabiduría de Dios en sus labios forjada en su oración, y un sentido del humor que ponía de manifiesto su gozo espiritual, con una entrega hacia cada uno de los fieles ciertamente ejemplar. El eje que vertebraba su vida era la santa misa; de ella extraía la fortaleza nutriendo su celo apostólico. A sus parroquianos le alentó un día, diciéndoles: «cuando nuestro corazón está lleno de amor por Dios, no persigue otros amores, ¿entendido? Por tanto, ¡a trabajar!».
Era sencillo en su forma de vida. Baste decir que su equipaje, sumamente ligero, podía componerse de un modesto bolso de viaje con su breviario y un reloj. Tanto los sermones como la propia misa eran fruto de su oración y de una intensa preparación, y eso los fieles lo percibían. Hizo todo lo que estuvo en sus manos para llevarlos al regazo del Padre; los soñó y los oró en Él y desde Él. Por eso, y porque sabía por propia experiencia lo que significaba la pobreza y la carencia, no solo de los bienes materiales sino también de los espirituales, se dejó guiar por la inspiración, y tomó como punto de despegue para su misión la atención a los jóvenes. Eran el futuro; siempre lo son, y el P. Grossi lo tenía presente.
En su corazón apostólico, también los niños, junto a los jóvenes, ocupaban un lugar preponderante. Vio con claridad evangélica la importancia de contar con un núcleo de formadores en cada parroquia. Fue el germen de su fundación: el Instituto de las Hijas del Oratorio, que inició en 1885 con la ayuda de Ledovina María Scaglioni y el objetivo de proporcionar orientación moral y religiosa a las niñas que frecuentaban el templo. Las religiosas se dedicaron a colaborar en la pastoral de otras parroquias impartiendo catequesis, apoyadas por una red de jardines de infancia, centros asistenciales y escuelas primarias que poco a poco fueron surgiendo. Las Reglas que el fundador escribió de rodillas ante el sagrario estaban inspiradas en la espiritualidad de san Felipe Neri, el santo de la alegría espiritual. Y ese espíritu dotó a la fundación, que tenía cincelado en su ideario la humildad, la caridad, el gozo en el servicio, así como el sacrificio, a imitación de Cristo.
Este gran sacerdote que tan delicadamente tuteló la vida espiritual, consolando y asistiendo material y humanamente a sus feligreses, poco antes de morir indicó a la maestra de novicias: «Procuren no quejarse nunca; buscando, por el contrario, alegrarse cuando las cosas vayan en contra de sus deseos». El 7 de noviembre de 1917 entregó su alma a Dios, a causa de una peritonitis fulminante, diciendo: «El camino está abierto; hay que recorrerlo». Fue beatificado por Pablo VI el 1 de noviembre de 1975. El pontífice destacó en ese acto «la solidez de sus generosas virtudes, ocultas en el silencio, purificadas por el sacrificio y la mortificación, refinadas por la obediencia» afirmando quehabía dejado «un profundo surco en la Iglesia».