«Dijo Jesús: “Cuando venga el Hijo del Hombre, sucederá lo mismo que en los tiempos de Noé: En la inminencia del diluvio, la gente seguía comiendo, bebiendo y casándose, hasta el día en que Noé entró en el arca. Y cuando menos se lo esperaban, llegó el diluvio y se los llevó a todos. Por eso, ustedes estén despiertos y en vela, porque no saben en qué día vendrá su Señor. Comprendan que si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche viene el ladrón, permanecería en vela para impedir el asalto de su casa. Por eso también ustedes estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen, vendrá el Hijo del Hombre” (Mt 24, 37-44).
Adviento significa “venida”, llegada de alguien esperado, que se anunció con antelación. El evangelio de hoy se refiere a la venida gloriosa de Jesús al fin del mundo, que es la última de sus cuatro venidas, pero también puede referirse a su venida al fin de la vida de cada uno.
La primera fue su nacimiento en Belén, donde comenzó la redención de la humanidad, con la que nos ha hecho posible el camino hacia la eternidad gloriosa.
Las otras dos venidas de Jesús resucitado marcan nuestra existencia: su venida diaria a nuestra vida, si lo acogemos: “Estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20); y su venida final de nuestra existencia terrena: “Voy a prepararles un puesto… y vendré a buscarlos para que donde yo estoy, estén también ustedes” (Jn 14, 2-3).
En realidad, hoy el sentido profundo del Adviento consiste en centrar nuestro gozoso esfuerzo en acoger a Cristo resucitado en su continua venida a nuestra vida de cada día, para que él nos acoja en su venida al final de Invitemos en serio a Jesús para que venga: “¡Ven, Señor Jesús”, pues Él nos invita a acogerlo: “Estoy a la puerta llamando: quien me abra, me tendrá consigo a la mesa” (Apoc 3, 20).. “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que yo lo aliviaré” (Mt 11, 28-30). Se trata de una venida y un encuentro mutuo.
Jesús compara a los hombres de de su tiempo – y los de hoy- a los paisanos de Noé, que pasaron de improviso de la seguridad y del disfrute pervertido a la destrucción total.
Es necesario vivir en vigilancia y en preparación permanente para lograr, con la muerte y la resurrección, el éxito de la vida terrena: alcanzar la vida eterna.
Hay que decidirse en serio a llevar una vida coherente como hijos de Dios, en medio de la superficialidad y perversidad de la sociedad de hoy, que imita a la insensata generación del diluvio.
Hay agarrarse fuerte a la mano de Jesús resucitado presente, estar pendiente de su palabra y de su voluntad, vivir en permanente trato amoroso con él y con el prójimo.