«Llegó el ángel Gabriel hasta María y le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. María quedó muy conmovida al oír estas palabras, y se preguntaba qué significaría tal saludo. Pero el ángel le dijo: “No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. Será grande y justamente será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David; gobernará por siempre al pueblo de Jacob y su reinado no terminará jamás”. María entonces dijo al ángel: “¿Cómo puede ser eso, si yo soy virgen? Contestó el ángel: ”El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios”» (Lc. 1, 26-38).
La solemnidad de la Inmaculada forma parte del misterio del Adviento: por María Inmaculada viene al mundo el Salvador Inmaculado. María es la primicia de la humanidad redimida y el fruto más espléndido de la obra redentora de Cristo, su Hijo.
María Inmaculada es el signo de la meta a la que Dios nos llama: la victoria total sobre el pecado, sobre el mal y la muerte, convertida ésta por la Cruz de Cristo en puerta de la resurrección y de la gloria eterna que Dios tiene preparada para quienes lo aman.
¿Quién puede no desear compartir eternamente con nuestra Madre real (más Madre que nuestra madre humana) su ternura, su alegría, su sonrisa, su belleza, su majestad, su gloria? La Inmaculada nos da la esperanza de que al fin seremos semejantes a ella, con un cuerpo glorioso como el de Cristo y como el suyo.
La devoción a la Virgen María consiste sobre todo en imitarla en su vocación y misión: acoger a Cristo en el corazón y en la vida, vivir su presencia en nosotros, para así poder darlo a los otros con el ejemplo, la oración, las obras, el sufrimiento ofrecido, la palabra, la alegría, el amor, la fe y la esperanza.
Entonces produciremos frutos de salvación para los otros y para nosotros, porque “quien está unido a mí, produce mucho fruto” (Jn 15, 5), nos asegura el mismo Jesús. María fue la criatura más unida a Cristo, y por eso es la que produjo el máximo fruto de salvación para la humanidad y para cada uno de nosotros; y ese fruto es el mismo Salvador, “el fruto bendito de su vientre”. Si tenemos a Cristo, podemos hacer que también otros lo tengan.
La inmensa variedad de calamidades y sufrimientos que padece la mayoría de la humanidad, se irán venciendo “a fuerza de bien”, en unión con Cristo y con María Inmaculada, que tienen en su mano la victoria segura sobre todo mal y sobre la misma muerte.
La presencia de Jesús resucitado victorioso, -formado también en nosotros por el Espíritu Santo- y la presencia maternal de María en nuestras vidas, las tenemos garantizadas por la misma palabra infalible de Jesús: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” Mt 28, 20). Donde está Jesús, allí también está María, Madre suya y nuestra.