Éxodo 34, 4-6. 8-9: “Yo soy el Señor, el Señor Dios, compasivo y clemente”
Daniel 3: “Bendito seas para siempre, Señor”
II Corintios 13, 11-13: “Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con ustedes”.
San Juan 3, 16-18: “Dios envió a su Hijo para el que el mundo se salvara”
A muchos les ha parecido revolucionaria la exhortación “La Alegría del Evangelio” del Papa Francisco especialmente al hablar de las cuestiones sociales y de la inseparable conexión entre la recepción del anuncio salvífico y un efectivo amor fraterno. Afirma que el kerigma tiene un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros. Y nos invita a que penetremos en el misterio de nuestra fe y que el hace nuestra confesión de un Dios Trino, amor, asumamos las lógicas consecuencias. Afirma: “Confesar a un Padre que ama infinitamente a cada ser humano implica descubrir que con ello le confiere una dignidad infinita. Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne humana significa que cada persona humana ha sido elevada al corazón mismo de Dios. Confesar que el Espíritu Santo actúa en todos implica reconocer que Él procura penetrar toda situación humana y todos los vínculos sociales. El misterio mismo de la Trinidad nos recuerda que fuimos hechos a imagen de esa comunión divina, por lo cual no podemos realizarnos ni salvarnos solos. La aceptación del primer anuncio, que invita a dejarse amar por Dios y a amarlo con el amor que Él mismo nos comunica, provoca en la vida de la persona y en sus acciones una primera y fundamental reacción: desear, buscar y cuidar el bien de los demás”.
Así, la confesión del misterio de la Santísima Trinidad, no queda en meros pensamientos especulativos, sino nos lleva a la vida diaria y comprometida con el Dios amor que nos ha buscado y con el hermano que forma parte de esa misma familia. Cuando el hombre mira en lo más profundo de su interior para analizar su propio ser, descubre que hay una referencia siempre a un ser superior que le da grandeza y sentido a su propia existencia. A este fondo inalcanzable de nuestro propio ser responde la palabra “Dios”. Dios significa esto: la profundidad última de nuestra vida, la fuente de nuestro ser, la meta de todo nuestro esfuerzo. No es un tapa-huecos, no el fantasma que asusta y condiciona, ni tampoco una manera fácil de explicar el mundo. Es la realidad y relación más profunda del hombre que descubre la grandeza de su propio “yo” pleno y abierto a compartir, a relacionarse y a vivir en plenitud. Así, nuestro propio ser expresa la experiencia que nosotros tenemos de Dios. Por eso me fascina esta manifestación de nuestro Dios: Uno y Trino, Relación y Amor, que nos presenta Jesús. ¡Qué lejos del Dios justiciero y vengador que muchos veneran! Y sin embargo, hay quienes viven con estas caricaturas de la imagen de un Dios lejano, aislado, terrible e inquisidor. Y consecuentemente adoptan una vida individualista y egoísta conforme a esta imagen.
Toda familia y toda comunidad debería tener por modelo y fundamento el Dios Amor. La primera y más grande expresión de la Trinidad es el amor, y a eso estamos llamados todos los cristianos. Cristo nunca intentó dar explicaciones de cómo el Padre y Él eran uno solo. No formuló doctrina para que nos quedara muy clara esa unidad de tres Personas; simplemente habló del amor que hay entre ellos y de su deseo de que este mismo amor haya entre todos los hombres. Es el ideal de toda persona y de la Iglesia: poner en el centro a la Trinidad, al Dios uno y Trino. Así evitaremos la tentación de un autoritarismo o de una anarquía. Si Dios es comunión y amor, el hombre encontrará su verdadero sentido, uniendo al mismo tiempo la importancia y dignidad de la persona junto con la importancia y dignidad de la comunión. Cuántos individuos, esgrimiendo el derecho de la persona, pasan por encima de la comunidad, pero también cuántas dictaduras y gobiernos, arguyendo el bien común, atropellan los derechos individuales. Solamente el modelo de la Trinidad nos permite encontrar un sano y fecundo equilibrio entre la persona y la comunidad. Juntos crecen, juntos son fecundados y juntos crean una verdadera imagen del Dios Trino.
Es muy conocida la anécdota de aquel niño que sorprende a San Agustín pretendiendo verter el mar en un pequeño agujero, y después recibir la enseñanza de que es más fácil cambiar el mar a una pequeña vasija que “vaciar” el misterio del Dios Trino en la fragilidad de la mente humana. Es cierto, no pretendemos entender, queremos experimentar ese amor y esa relación establecida entre las Tres Divinas Personas de la cual nos hacen partícipes. Es la experiencia y enseñanza de Jesús: un dinamismo de amor continuo entre las personas de la Trinidad y una fuente de amor inagotable hacia el hombre: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna”. El hombre encuentra su plenitud al ser amado por Dios, se llena de alegría al participar del amor Divino, del amor de Jesús que se entrega hasta el fin. El amor conyugal, el amor fraternal y el amor de familia tienen su más rico modelo en el Dios Trino y Uno, que ama y que da vida plena. La experiencia de este Dios, que es unidad y comunión inseparable, nos permite superar el egoísmo para encontrarnos plenamente en el servicio al otro. Así la experiencia que tenemos de nuestro Dios es una fuente inagotable de vida, dinamismo y compromiso. No puede verdaderamente creer en Dios quien está segando la vida del hermano, quien se encierra en sí mismo y rompe la comunión, quien vive apático frente a los hermanos. La experiencia de nuestro Dios Uno y Trino que nos invita a participar de su misma vida y nos compromete seriamente en la construcción de un mundo de acuerdo a nuestra fe: una fe comunitaria, de amor y participación.
En estas palabras encontramos el centro y eje de toda nuestra vida cristiana, es la Buena Noticia: somos hijos de un Papá Dios que nos ama, somos hermanos de un Hijo Mayor, Jesús, que da la vida por nosotros y estamos habitados por el Espíritu que es vida y santidad. Ahí está la buena y gran noticia. Si esto lo comprendiéramos no podríamos estar tristes ni permitir que nuestros hermanos vivieran tristes, solos o abandonados. Es doloroso comprobar que muchas veces los que nos decimos creyentes no somos capaces de descubrir y experimentar esta fe como una auténtica fuente de vida, y nos contentamos con ir sobreviviendo, cargando con nuestra existencia a más no poder. Nos olvidamos de ese Dios cercano, familia, comunidad, que toma la iniciativa para amarnos, que se entrega sin condiciones, con plenitud y lealtad y que sostiene y anima nuestra vida.
Al confesar la fe en la Santísima Trinidad, debemos cuestionarnos seriamente si somos esa imagen de amor, de entrega y unidad que es nuestro Dios. Si hemos vencido los miedos, ambiciones y discriminaciones hacia los hermanos que también son hijos del mismo Padre, hermanos del mismo Jesús y templos del mismo Espíritu. La Santísima Trinidad es el modelo de educación, integración y amor familiar.
Santísima Trinidad, concédenos experimentar el gran Amor del Padre, la entrega incondicional de Hijo y la fuerza y vitalidad del Espíritu Santo. Amén.