Diáconos permanentes casados

Fortalecer la pastoral vocacional integral, para la vida consagrada y el laicado, pero sobre todo para el sacerdocio

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Después de catorce años de oraciones, diálogos, sufrimientos, esperas, insistencias y trabajos pastorales, el Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos me entregó la carta que me autoriza ordenar nuevamente diáconos permanentes en nuestra diócesis.

Desde el año 2000, dicha Congregación me había sugerido no ordenar más diáconos permanentes, y en enero del año 2002 me ordenó no hacerlo, porque había serias desconfianzas hacia esta diócesis, por el gran número de diáconos (341), en comparación con el relativamente escaso de sacerdotes (66). Se temía que tener muchos diáconos y pocos sacerdotes no correspondiera a una eclesiología más integral, como la propone el Concilio Vaticano II. Había el temor de que algunos de esos diáconos permanentes fueran ordenados presbíteros casados, lo cual no corresponde al camino que sigue la Iglesia. Estos puntos han sido aclarados y Dios nos ha manifestado su misericordia al regalarnos un progresivo aumento de presbíteros (ahora son 98) y de vocaciones sacerdotales nativas: en este curso, iniciamos con 19 seminaristas en Teología, 20 en Filosofía, 19 en el Curso Introductorio y 8 en el Seminario Menor.

El diálogo eclesial, al interior de la Conferencia Episcopal y con Roma, ha dado sus frutos. Hemos pasado pruebas, incomprensiones y desconfianzas dolorosas, pero la paciencia, la constancia, la obediencia filial, la humildad para reconocer nuestras fallas y, sobre todo, la convicción de vivir en comunión con quien preside la caridad en la Iglesia universal y con sus colaboradores, con Pedro y bajo Pedro, nos confirma en el camino de ser una Iglesia autóctona, encarnada en una situación muy particular, pero siempre en comunión y bajo la guía del Espíritu. ¡A Él sea la gloria y la alabanza! No faltó quien me aconsejara rupturas y proceder al margen de estos largos y sufridos procedimientos, pero mi convicción es que los obispos no somos dueños de las diócesis, sino sólo servidores de la Iglesia de Jesucristo, a la que hemos consagrado nuestras vidas. Sólo hemos de hacer lo que nos corresponde y cada quien tiene su propia responsabilidad.

PENSAR

Desde el 21 de noviembre de 1964, el Concilio Vaticano II restableció “el diaconado como grado propio y permanente de la jerarquía…, que podrá ser conferido a varones de edad madura, aunque estén casados, y también a jóvenes idóneos, para quienes debe mantenerse firme la ley del celibato… Los diáconos reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio. Así conformados con la gracia sacramental, en comunión con el obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio del diácono, según le fuere asignado por la autoridad competente, administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura” (LG 29). A pesar de que el Concilio, desde hace cincuenta años, abrió este camino, en muchas partes aún no se comprende su importancia.

En días pasados la Congregación para el Clero aprobó la reglamentación de México para la formación y la vida de los diáconos permanentes; pero desde mayo de 2013, dicha Congregación aprobó la nueva versión del Directorio de nuestra diócesis para el Diaconado Permanente en los pueblos indígenas, con las características culturales de nuestros pueblos originarios. Así, tenemos ya un camino aprobado por Roma para ser una Iglesia en comunión.

ACTUAR

Valoremos el gran servicio pastoral que pueden dar los diáconos permanentes, no sólo para la liturgia, sino también para las periferias. Fortalezcamos la pastoral vocacional integral, para la vida consagrada y el laicado, pero sobre todo para el sacerdocio, pues no se excluyen estas vocaciones, sino que se complementan.

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Felipe Arizmendi Esquivel

Nació en Chiltepec el 1 de mayo de 1940. Estudió Humanidades y Filosofía en el Seminario de Toluca, de 1952 a 1959. Cursó la Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, España, de 1959 a 1963, obteniendo la licenciatura en Teología Dogmática. Por su cuenta, se especializó en Liturgia. Fue ordenado sacerdote el 25 de agosto de 1963 en Toluca. Sirvió como Vicario Parroquial en tres parroquias por tres años y medio y fue párroco de una comunidad indígena otomí, de 1967 a 1970. Fue Director Espiritual del Seminario de Toluca por diez años, y Rector del mismo de 1981 a 1991. El 7 de marzo de 1991, fue ordenado obispo de la diócesis de Tapachula, donde estuvo hasta el 30 de abril del año 2000. El 1 de mayo del 2000, inició su ministerio episcopal como XLVI obispo de la diócesis de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, una de las diócesis más antiguas de México, erigida en 1539; allí sirvió por casi 18 años. Ha ocupado diversos cargos en la Conferencia del Episcopado Mexicano y en el CELAM. El 3 de noviembre de 2017, el Papa Francisco le aceptó, por edad, su renuncia al servicio episcopal en esta diócesis, que entregó a su sucesor el 3 de enero de 2018. Desde entonces, reside en la ciudad de Toluca. Desde 1979, escribe artículos de actualidad en varios medios religiosos y civiles. Es autor de varias publicaciones.

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