Antonio María fue otro rayo de luz para la Iglesia, como san Cayetano y san Ignacio, en una época marcada por las ansias de reforma que en lo eclesial discurría entre una ferviente búsqueda de Dios y la tibieza de miembros de la Iglesia, incluidos pontífices y prelados, que habían sucumbido bajo el influjo mundano del Renacimiento. Antes de morir dejó este excelso legado a los suyos: «No quiero que seáis santos pequeños: os quiero grandes santos. No digáis nunca: ¡solamente hasta aquí!, en vuestras ascensiones espirituales, porque siempre queda cuesta por subir. Es preciso que corramos como locos no sólo hacia Dios, sino también hacia los prójimos, porque en ellos entregamos a Dios lo que no podemos darle directamente, no teniendo Él necesidad de nuestros bienes».
Nació a finales de 1502 en Cremona, Italia. Su padre era de ascendencia genovesa y origen patricio. Fue hijo único, aunque estuvo rodeado de sus parientes cercanos, tíos y primos, que compartían un palacio destinado también al próspero negocio de paños de lana de su propiedad. A buen seguro que la unidad existente entre todos, coronada por el patriarca de la familia, tendría su trascendencia en la formación del futuro santo que vio cómo iban dejando este mundo paulatinamente algunos de estos seres queridos, uno de ellos su propio padre. Cuando su madre Antonieta enviudó, él tenía año y medio de vida, una edad en la que el perfil de los rostros amados suele permanecer desdibujado. Pensando en su bien, ella no volvió a casarse. Transmitió a su hijo el valor de la abnegación, de la pobreza y de la renuncia en beneficio del prójimo. Tan bien asimiló esta lección el santo que siempre huyó de lo superfluo y ostentoso. En su adolescencia se desprendió sin dudarlo de su capa de terciopelo para que se cubriese con ella un pobre harapiento. Este gesto, tras el que se adivinan otros similares, se producía en unas circunstancias calamitosas para su ciudad: damnificados por el desbordamiento del río, fiebres y miseria por doquier. Para alguien de su sensibilidad era un escenario ante el que no podía quedar impasible.
A los 15 años comenzó estudios de filosofía en Pavía donde permaneció tres años. Entretanto, Lutero clavaba en las puertas del castillo de Wittenberg su repulsa contra las indulgencias, plasmadas en las famosas 95 tesis. En diciembre de 1520 quemó la bula de excomunión papal. Ese año Antonio María se había trasladado a Padua para cursar medicina. Como universitario y creyente, vivió de lleno las consecuencias derivadas de este funesto episodio que tuvo gran repercusión en el ambiente universitario en el que se movía. Renunció a la herencia que le correspondía, y solo aceptó lo preciso para vivir.
En 1524, nada más concluir los estudios de medicina, regresó a Cremona. Eligió la carrera para poder ayudar al prójimo y enseguida vio que sus anhelos iban más allá del cuidado del cuerpo. Comenzó a frecuentar a los dominicos, y consagró su virginidad a María. También se fraguó su vocación sacerdotal. Confió este sentimiento a su director espiritual y después de cursar los estudios eclesiásticos, en 1528 se ordenó sacerdote. En su primera misa, y en el instante de la consagración, se produjo un hecho sobrenatural: el altar quedó inundado de luz durante un tiempo mientras era escoltado por ángeles que se unían a su adoración a Cristo.
Las catequesis con niños de diversa condición fue una de sus primeras acciones apostólicas. Las impartía en la iglesia de San Vitale orientando sus vidas evangélicamente frente a las ideas profanas y laxas defendidas por la corriente renacentista predominante. A este grupo infantil se fueron uniendo sus madres y el resto de familiares. Querían escuchar a este apóstol que salía a la calle a buscar a la gente que andaba por el mal camino con el crucifijo en la mano, y que en medio del asfalto les exhortaba a la penitencia y al arrepentimiento de sus pecados. Puso en marcha a las angélicas con el apoyo de la condesa de Guastalla, Luisa Torelli, que adquirió una casa para llevar vida de perfección con otras jóvenes.
En 1530 se trasladó a Milán, donde se involucró en la Sociedad de la Sapiencia Eterna. Conoció entonces a Giacomo Antonio Morigia y a Bartolomé Ferrari, que deseaban iniciar una sociedad de sacerdotes. Al conocer al santo se materializó su proyecto dando lugar a los Clérigos regulares de San Pablo (barnabitas), nombre que aludía al lugar de reunión, la iglesia de San Bernabé. Esta fundación les acarreó no pocos disgustos y amenazas de personas exaltadas, como un predicador que arremetió contra ellos tildándolos de fanáticos y locos. Fueron denunciados ante el arzobispado, el Senado y la Inquisición. Lleno de confianza Antonio Maria acudió al tribunal, y en el transcurso del proceso los jueces comprendieron que todo era fruto de una calumnia. El acusador inicuo se retractó antes de morir, mientras el santo lo acogía en sus brazos.
A este enamorado de Cristo y de María se debe el toque de las tres de la tarde todos los viernes, y las cuarenta horas de adoración al Santísimo Sacramento solemne y perpetua, prácticas que inculcó a los fieles y que siguen vigentes. También constituyó una congregación para los casados con el fin de introducir el espíritu de la reforma en las familias. Con indecible fatiga, debido a la lucha que mantuvo día tras día, cayó extenuado en Guastalla. Ni siquiera podía trasladarse con sus hermanos de comunidad, y rogó que le enviasen con su madre a Cremona. Ésta, al verle en tal estado a sus 36 años, estalló en llanto. Y él le dijo: «¡Ah, madrecita, dejad de llorar! En breve, gozaréis conmigo de aquella gloria eterna en que, desde ya, espero entrar». Vaticinó que él moriría el día de la octava de san Pedro y san Pablo, y así sucedió el 5 de julio de 1539. León XIII confirmó su culto el 3 de enero de 1890, y lo canonizó el 27 de mayo de 1897. Fue considerado por sus paisanos «Padre de la Patria» y «Ángel en carne».