Texto completo de la audiencia general del miércoles 15 de octubre

Francisco recuerda que el pueblo de Dios es la Nueva Jerusalén, la esposa que se prepara para recibir a su esposo

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Durante este tiempo, hemos hablado sobre la Iglesia, sobre nuestra santa madre Iglesia jerárquica, el pueblo de Dios en camino. Hoy queremos preguntarnos, al final, ¿qué será del pueblo de Dios? ¿Qué será de cada uno de nosotros? ¿Qué debemos esperar? El apóstol Pablo animaba a los cristianos de la comunidad de Tesalónica, que se planteaban estas mismas preguntas, y después de su argumentación decían estas palabras que están entre las más bellas del Nuevo Testamento: «¡Y así para siempre estaremos con el Señor!»

Son palabras sencillas pero con una densidad de esperanza muy grande. ¡Y así para siempre estaremos con el Señor! ¿Creéis vosotros en esto? Parece que no ¿eh? ¿Creeis?¿Lo repetimos juntos? ¿Tres veces? ¡Y así para siempre estaremos con el Señor! ¡Y así para siempre estaremos con el Señor! ¡Y así para siempre estaremos con el Señor!

Es emblemático como en el libro del Apocalipsis de Juan, retomando la intuición de los profetas, describe la dimensión última, definitiva, en los términos de la «nueva Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo». ¡Eso es lo que nos espera! Y ahí esta, entonces, quién es la Iglesia: es el pueblo de Dios que sigue al Señor Jesús y que se prepara día tras día al encuentro con Él, como una esposa con su esposo. Y no es solo una forma de hablar: ¡será una verdadera y propia boda! Sí, porque Cristo, haciéndose hombre como nosotros y haciendo con todos nosotros una sola cosa con Él, con su muerte y con su resurrección, se ha casado realmente con nosotros y ha hecho de nosotros, como pueblo, su esposa. Y esto no es otra cosa que el cumplimiento del diseño de comunión y de amor tejido por Dios a lo largo de toda la historia, la historia del Pueblo de Dios y también de la propia historia de cada uno. Es el Señor que lleva esto adelante.  

Hay otro elemento que nos conforta ulteriormente y que nos abre el corazón: Juan nos dice que en la Iglesia, esposa de Cristo, se hace visible la «Jerusalén nueva». Esto significa que la Iglesia, además de esposa, es llamada a convertirse en ciudad, símbolo por excelencia de la convivencia y de la relacionalidad humana. Que bonito, entonces, poder contemplar ya, según otra imagen sugerida por el Apocalipsis, todas las gentes y todos los pueblos reunidos juntos en esta ciudad, como en una tienda, «la tienda de Dios». Y en este marco glorioso no habrá más aislamientos, prevaricaciones ni distinciones de ningún tipo -de naturaleza social, étnica  o religiosa- sino que seremos todos una sola cosa en Cristo.

Al  respecto de este escenario inaudito y maravilloso, nuestro corazón no puede no sentirse confirmado de forma fuerte en la esperanza. Ved, la esperanza cristiana no es simplemente un deseo, un augurio, no es optimismo: para un cristiano, la esperanza es espera, espera ferviente, apasionada por el cumplimiento último y definitivo de un misterio, el misterio de amor de Dios, en el cual hemos renacido y ya vivimos.

Y está a la espera de alguno que ya va a llegar: el Cristo Señor que se hace cada vez más cercano a nosotros, días tras día, y que viene a introducirnos finalmente en la plenitud de su comunión y de su paz. La Iglesia tiene entonces la tarea de mantener encendida y bien visible la lámpara de la esperanza, para que pueda continuar a resplandecer como signo seguro de salvación y pueda iluminar a toda la humanidad el sentimiento que lleva al encuentro con el rostro misericordioso de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, aquí está entonces lo que esperamos: ¡que Jesús vuelva! La Iglesia esposa espera a su esposo! Sin embargo, debemos preguntarnos con mucha sinceridad: ¿somos realmente testigos luminosos y creíbles de esta esperanza? ¿Nuestras comunidades viven aún en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la espera calurosa de la venida, o aparecen cansadas, entorpecidas, bajo el peso del cansancio y de la resignación? ¿También nosotros corremos el riesgo de terminar el aceite de la fe, el aceite de la alegría! ¡Atención!

Invoquemos a la Virgen María, madre de la esperanza y reina del cielo, para que nos mantenga siempre en una actitud de escucha y de espera, así para poder ser ya ahora permeados por el amor de Cristo y ser parte un día de la alegría sin fin, en la plena comunión de Dios.

Y no os olvidéis, nunca olvidéis, «Y así para siempre estaremos con el Señor». Lo repetimos, tres veces más. «Y así para siempre estaremos con el Señor». «Y así para siempre estaremos con el Señor». Gracias.

Traducido por Rocío Lancho García

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ZENIT Staff

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