Halloween deriva de la expresión «All hallow’s eve», que en inglés antiguo significa ‘víspera de todos los santos’, y se refiere a esta noche, vigilia de la Fiesta de Todos los Santos. Sin embargo, la antigua costumbre anglosajona ha perdido su estricto sentido religioso para celebrar en su lugar la noche del terror, de las brujas y los fantasmas. Halloween marca un triste retorno al antiguo paganismo, tendencia que en los últimos años se ha propagado también entre los pueblos hispanos.
Halloween hoy es, sobre todo, un gran negocio. Máscaras, disfraces, dulces, maquillaje y demás artículos son un motor más que suficiente para que algunos empresarios fomenten el consumo morboso del terror. Una cultura consumista que propicia y aprovecha las oportunidades para hacer negocios, sin importar cómo.
Hollywood ha contribuido a la difusión de esta fiesta volviéndola macabra con una serie de películas en las cuales la violencia gráfica y los asesinatos crean en el espectador un estado de angustia y ansiedad. Estas películas son vistas por adultos y niños, creando miedo en estos últimos y una idea errónea de la realidad.
La actual celebración de Halloween se distancia de los valores de la Iglesia, situándose lejos de la conmemoración de los Fieles Difuntos, con connotaciones nocivas y contrarias a los principios elementales de nuestra fe.
A pesar de ello muchos cristianos tratan de convertir esta fiesta con espíritu pagano, en una ocasión propicia para recordar con la oración a los seres queridos y meditar sobre la realidad de la muerte, que la civilización actual trata de remover con frecuencia de la conciencia de la gente, sumergida en las preocupaciones de la vida cotidiana.
La práctica de orar por los difuntos es sumamente antigua. Ya en el Antiguo Testamento, en el segundo libro de los Macabeos, Judas envía una colecta a Jerusalén para ofrecerla como expiación por los muertos en la batalla. Pues, dice el autor sagrado, es una idea piadosa y santa rezar por los muertos para que sean liberados del pecado.
Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, y recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en su favor.
En el siglo VI los benedictinos tenían la costumbre de orar por los difuntos al día siguiente de Pentecostés. San Odilón, quinto abad del Monasterio de Cluny, en el sur de Francia, fue el primero que instituyó en los monasterios de su Órden la conmemoración de los Fieles Difuntos, al día siguiente de la fiesta de Todos los Santos, cuyó rito aprobó y abrazó después la Iglesia Universal.
El Abad de Cluny instauró en el 998 la celebración del 2 de noviembre como una práctica obligatoria en su comunidad, que debía ofrecer limosnas, oraciones y sacrificios por todas las almas del purgatorio. Igualmente difundió esta práctica de caridad entre los fieles que le rodeaban. De allí se extendió a otras congregaciones de benedictinos y entre los cartujos; la diócesis de Lieja la adoptó muy poco después, y en Milán se aprobó en el siglo XII. Desde la abadía de Cluny, poco a poco se difundió la costumbre de interceder solemnemente por los difuntos, con una celebración que san Odilón llamó la fiesta de los muertos, práctica que hoy está en vigor en toda la Iglesia.
La tradición de asistir al cementerio, para rezar por las almas de quienes ya abandonaron este mundo, está acompañada de un profundo sentimiento de devoción, donde se tiene la convicción de que el ser querido necesita del sufragio eucarístico y las oraciones. Al orar por los difuntos, la Iglesia contempla ante todo el misterio de la resurrección de Cristo que, con su cruz, nos obtiene la salvación y la vida eterna.
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