En medio del tiempo de Adviento, que es camino hacia la Navidad, celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Contemplamos a la chica sencilla de Nazaret, elegida por Dios, llena de su gracia, liberada del pecado por ser madre del Salvador.
La Iglesia ha tomado conciencia de que María había sido redimida desde su concepción. Fue el beato Pío IX, en 1854, quien proclamó el dogma de la Inmaculada, recogiendo una antigua tradición de fe de la Iglesia. Este dogma confiesa que «la bienaventurada Virgen María, desde el primer instante de su concepción, por una gracia y un favor singular de Dios todopoderoso, en virtud de los méritos de Jesucristo, fue preservada inmune de toda mancha de pecado original».
La doctrina del pecado original, ligada con la de la redención de Cristo, nos hace ver con lucidez la situación del hombre y su obrar en el mundo. El Concilio Vaticano II nos dice que «una lucha ardua contra el poder de las tinieblas llena toda la historia universal. Inserto en esta pugna, el hombre tiene que luchar sin parar para adherirse al bien, y sólo puede obtener la unidad en sí mismo con la ayuda de la gracia de Dios”.
El Vaticano II también nos presenta a María como el modelo de la Iglesia. María es signo de esperanza para la Iglesia y para el mundo. A pesar de la presencia abrumadora del mal en el mundo, tanto del mal físico como del mal moral, que podemos ver en los constante fallos morales, tanto en los personales como en los colectivos y en los estructurales -bajo la forma del llamado pecado estructural-, no debemos perder nunca la esperanza.
Santa María, como madre de nuestro Salvador, es promesa de una victoria sobre el mal. Muchos padres y doctores de la Iglesia reconocen en la Mujer anunciada en el libro del Génesis -que deja constancia de la entrada del mal y de la muerte en el mundo- a la Madre de Cristo, la «nueva Eva».
Termino con las palabras finales de mi carta pastoral para este curso: «Con el papa Francisco, le pedimos a María, la Madre del Evangelio viviente -que es Jesucristo-, que interceda para que la invitación del Papa a vivir toda la Iglesia una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial. Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia, porque cada vez que imitamos a María volvemos a creer en el aspecto revolucionario de la ternura y del afecto. Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de María también un modelo eclesial para la evangelización”. María, como sabemos, corrió enseguida a ayudar a su prima Isabel que esperaba un hijo, Juan Bautista. Y en Caná de Galilea también corrió a ayudar a unos prometidos que se encontraban con una dificultad el día de su boda.