Involucrarse

VI Domingo Ordinario

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Levítico 13, 1-2. 44-46: “El leproso vivirá solo, fuera del campamento”
Salmo 31: “Perdona, Señor, nuestros pecados”
I Corintios 10, 31-11,1: “Sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo”
Marcos 1, 40-45: “Se le quitó la lepra y quedó limpio”

Quizás nos suenen absurdas las palabras del Levítico condenando y separando al leproso de la comunidad: “El leproso vivirá solo, fuera del campamento”. Cuando una persona más lo necesita, más sola la dejamos. Aunque teóricamente todos rechazamos la discriminación, a cada momento se hace presente en medio de nosotros en forma disfrazada en unas ocasiones, justificada en otras, y con cinismo y burla muchas de las veces. En nuestra sociedad se multiplican las formas de discriminación: los migrantes son vistos no sólo como forasteros sino como verdaderos delincuentes y tema de seguridad; los enfermos de sida, los indígenas, las mujeres, los de diferente organización, los que no tienen trabajo, los que piensan distinto a nosotros, los que son de otros partidos… ¡como si no fuéramos todos hijos de Dios! Por desgracia las fronteras territoriales, de partidos o de pensamiento vienen a socavar y a destruir la fraternidad humana. Además se dan los casos de ciudadanos que están clasificados como en especie de categorías, de primera, segunda, tercera… y hay quien no alcanza ya a entrar en ninguna categoría, no es considerado ciudadano y no se le reconoce ningún derecho. Tenemos un miedo terrible al que es diferente y nos ponemos primeramente en una actitud defensiva frente a ellos, pero con frecuencia se pasa a una actitud de desprecio, agresiva y beligerante.

El Papa Francisco nos propone un camino frente al marginado, frente al leproso de nuestros días: “primerear”, involucrarse, acompañar, fructificar y celebrar. No es solamente tener compasión y dar migajas que tranquilicen nuestra conciencia: es acercarse e involucrarse con el marginado. Es la espiritualidad de Jesús frente a los pequeños y los pecadores. Su misión no es principalmente religiosa sino de curación, de dignificación, de humanización. La escena del leproso nos sirve para hacer visible esta espiritualidad de Jesús que rompe barreras y prejuicios. La lepra en Israel era una enfermedad que acababa con la dignidad y derechos de la persona. La enfermedad en sí misma ya trae pena y dolor. Además el leproso era excluido del pueblo para que no contaminara a la comunidad y se le prohibía la relación con los demás. La soledad, el rechazo y el oprobio, al ser marcado como amenaza para la vida del pueblo, acentuaban su sufrimiento. Era considerado como un muerto, impuro, contaminado, y se formaba una barrera entre él y la comunidad. Para colmo, él mismo tenía que ir proclamando su impureza y su separación. Tocar a un leproso implicaba quedar impura la persona que lo hacía y separarse de la comunidad. Igual que en nuestra sociedad, con muchos nuevos leprosos, que se preferiría tenerlos aislados y en el olvido. Nos escandalizan las actitudes del aquel tiempo y tenemos actitudes muy parecidas o peores.

Jesús se encarna para hacerse semejante a los hombres y rescatarlos. En esta escena rompe todo proceso discriminativo o humillante. “Primerea” y con su actitud crea esa empatía que permite que el leproso “se le acerque” y con confianza manifieste su necesidad. “Se involucra” con el marginado, porque su acción no es meramente una obra caritativa que aleja, sino una participación del mismo sufrimiento. Se pone junto a él, con la consecuencia de quedar también Jesús marginado. Lo “acompaña” en su marginación. La curación de la lepra es una señal mesiánica, signo claro de la llegada del Reino, al romper la raíz de la peor de las marginaciones. Es un signo preñado de humanidad: Jesús se mancha las manos con el dolor de la persona que sufre a pesar de las consecuencias religiosas y sociales que debe asumir. Sólo acercándose físicamente le puede mostrar la cercanía de Dios y la invalidez de las leyes rituales. Para Él, el amor está por encima de las leyes religiosas, sociales o morales. La indignación de Jesús es porque esas leyes atan, marginan y deshumanizan. Crean barreras y estorbos, a veces insuperables, que separan a las personas entre sí y también de Dios. ¿Cómo sentir el amor de Dios cuando los hombres no te quieren reconocer como persona?

El “fruto” de esta cercanía e involucramiento de Jesús siempre es salvación. Su mano extendida toca, cura y rompe barreras. Sólo cuando el hombre ha sanado tiene sentido la celebración y la fiesta, la participación plena en el templo. Toda esta espiritualidad de Jesús es para nosotros un signo que llama a compromisos y reflexiones. Por una parte no teme entrar en contacto con cada uno de nosotros, con la suciedad y podredumbre, con la miseria humana que vamos cargando. Esto nos alienta para acercarnos a Él a pesar de nuestro pecado e indignidad. Él que nos ama primero, nunca nos rechaza, Él siempre quiere sanarnos. Pero por otra parte, nos lanza también a nosotros a involucrarnos, a romper todas las barreras que hemos ido construyendo en torno a los modernos leprosos: ancianos, migrantes, enfermos, etc., y nos pide que caminemos junto a Él. Nos invita a “primerear” en su compañía y acercarnos a los leprosos de hoy que Él “quiere” seguir tocando, bendiciendo, curando y devolviendo la dignidad. Necesitamos quitar las barreras de nuestra mente y de nuestro corazón para abrirnos y hacernos sensibles y misericordiosos como Jesús. Que a través de nuestras manos siga tocando y acariciando; a través de nuestros ojos mirando con alegría y ternura; y a través de nuestro corazón uniendo, restaurando y humanizando.

¿A qué nos compromete hoy el Señor? ¿Qué podemos hacer para borrar las barreras de la discriminación y las fronteras que destruyen la hermandad?

Señor Jesús, mano amorosa del Padre, que sale al encuentro del necesitado, lo cura y vivifica, concédenos que nunca cerremos nuestra mano frente al hermano desamparado sino que nos involucremos y tendamos lazos de unión y de amor. Amén.

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Enrique Díaz Díaz

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