Las tres obras clásicas recomendadas a los cristianos en el tiempo de Cuaresma son la oración, el ayuno y la limosna. Hoy llevamos una vida muy ajetreada. Viendo el ritmo con el que vivimos, nos podemos preguntar si son muchas las personas que tienen tiempo para pensar en Dios y cuántas se acuerdan de invocarlo en la oración.
La oración es sobre todo una expresión de confianza y de amor a Dios. En este sentido, el teólogo Karl Rahner escribió un pensamiento citado a menudo que dice así: «El cristiano del futuro será místico o no será cristiano». La condición de místico se manifiesta en la vivencia de la existencia de Dios y al contemplar su gloria y darle gracias. El gran san Juan de la Cruz preguntó un día a una religiosa muy sencilla qué le parecía que era la mística. Y ella le dijo: «Pensar en Dios y darle gracias por su gloria». La respuesta, por su sencillez, gustó mucho al gran místico y poeta.
Orar es «un encuentro de amistad con quien sabemos que nos ama», decía santa Teresa de Jesús, de cuyo nacimiento estamos celebrando actualmente el quinto centenario. Es una definición que se ha convertido en famosa también por su sencillez. «Es pensar en Dios amándolo», enseñaba el padre Carlos de Foucauld.
Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, «la oración es la plegaria del hijo de Dios, del pecador perdonado que consiente en acoger el amor con que es amado y que quiere responder amando aún más. Pero sabe que su amor de respuesta es el que el Espíritu derrama en su corazón, ya que todo es gracia que viene de Dios. La oración es la entrega humilde y pobre a la voluntad amorosa del Padre en unión cada vez más profunda con su Hijo amado» (n. 2.712).
Orar es conversar con Dios como Padre nuestro que es, como el mejor de los amigos; y esto se puede hacer con pocas palabras, ya que el Evangelio nos advierte que no hagamos como los gentiles «que imaginan que han de ser escuchados a base de palabras». Es el corazón el que debe hablar a un Padre que sabe bien lo que necesitamos antes de pedirlo.
La oración debe estar incluida en la trama de nuestra vida diaria, surgiendo de la actividad cotidiana con sus ilusiones y fracasos, con sus éxitos y contrariedades, con sus alegrías y penas. La oración es como la expresión de la fe y tiene mucha relación con la esperanza y con la constancia. Nuestra oración debe estar llena de esperanza en Dios, a pesar de nuestros pecados o nuestras infidelidades, a imitación del patriarca Abraham, padre de los creyentes, de quien san Pablo afirma que, «habiendo esperando contra toda esperanza», no dudó ni tuvo la menor desconfianza en las promesas de Dios.