Una persona entrevistada por un diario de nuestra ciudad de Barcelona decía hace poco estas palabras cuando fue preguntada sobre su interior: «Valoro las ideologías y desconfío de los políticos, valoro la espiritualidad y desconfío de las religiones». La frase hace pensar y la he recordado ahora que hemos entrado en la Cuaresma y me dispongo a escribir sobre este tiempo como una llamada a valorar precisamente la espiritualidad.
La llamada a la aventura interior no es una exclusiva de ninguna religión. La espiritualidad está presente en casi todas las religiones. Pero en el cristianismo tiene unas connotaciones propias. Es una espiritualidad siempre encarnada, no sólo de huida o de aislamiento del mundo sino de presencia en las realidades humanas vividas a la luz de la Palabra de Dios y de su amor. Precisamente, la oración -una manifestación fundamental en todo camino espiritual- fue definida por santa Teresa de Jesús como una relación con quien sabemos que nos ama.
Ahora bien, la primera etapa de toda vida mística auténtica es una ascética verdadera, que es renuncia al mal, dominio de las pasiones y purificación interior. Este es el objetivo de las tres prácticas tradicionales del tiempo de Cuaresma: la oración, con el presupuesto de hacer silencio en nuestro espíritu; el ayuno, es decir, la capacidad de sacrificio, de autodominio y renuncia; y la limosna, es decir, la solidaridad efectiva con los que sufren necesidades.
La madre Teresa de Calcuta, mística y a la vez comprometida en la ayuda a los más pobres entre los pobres, lo expresaba con unas palabras que tienen plena aplicación al tiempo cuaresmal: «El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz.»
Este año hace setenta y cinco años de la fundación por el hermano Roger Schutz de la comunidad monástica y ecuménica de Taizé, y quisiera subrayar que nuestras comunidades monásticas, y concretamente esta comunidad situada en un pueblecito de la Borgoña, se han convertido en verdaderas escuelas de oración para miles y miles de jóvenes atraídos por la sencillez, la fraternidad y el espíritu de reconciliación que aquellos monjes saben comunicar a los jóvenes con una pedagogía especial.
Los cantos de Taizé, presentes hoy en todo el mundo, son unos cantos orantes y repetitivos que ayudan mucho al silencio y a la interiorización y ofrecen a los jóvenes la posibilidad de conocer más el Evangelio, a la persona de Jesús y a Dios mismo. El papa Juan Pablo II definió Taizé con una bella metáfora: «Taizé es como una fuente donde el peregrino se puede refrescar y continuar su camino». Esto se tendría que hacer realidad en toda comunidad cristiana, aunque no disponga de los medios de una comunidad monástica.